domingo, 8 de mayo de 2011

Minicuento - Milagro

Milagro




La mañana del domingo las primeras personas que entraron a la iglesia para escuchar la misa de resurrección observaron que el pecho de la imagen del Crucificado, que desde hacía años reposaba plácidamente en la hornacina, tenía una estaca de guayacán enterrada.

Él, que estaba cebado en el amor de Friné desde el mismo día en se casó y desde su cruz la vio radiante y fresca, jamás imaginó que algún día descubrirían su secreto.

-El marido aún sigue buscando el cuerpo del hombre que encontró anoche en el lecho con su amada y a quien le dio un estacazo, le dijo una vieja a la otra, mientras, contaba con rapidez las pepas del rosario.

Minicuento - Ironía

Ironía




Mientras el hombre sentía que la vida se le iba lenta y paulatinamente por cada una de las heridas producidas por las cuchilladas que el delincuente le propinaba, recordó que esa tarde le había dado a su agresor un billete de veinte mil pesos para que comprara material de trabajo.

Minicuento - Cañañolo

Cañañolo



Cañañolo, el onagro de alto pedigrí, a los pocos días de estar en la nómina oficial, no solo decepcionó a las burras y pollinas que esperaban mucho de él, sino a toda la población.

Y ahora por qué no trabajas como cuando tu amo te alquilaba de burro para que hicieras todos los oficios del pueblo.

- Porque ahora soy empleado oficial, gafo. Le dijo a su interlocutor, rebuznando de alegría y de felicidad.

viernes, 6 de mayo de 2011

FRANCISCO EL HOMBRE: UNA LEYENDA DE MAS DE DOS MIL AÑOS

A Julio Oñate, mi compadre


“Yo soy Francisco el Hombre,
yo fui el acordeonero que le ganó
al demonio una piquería
cuando venía del Paso”
Pacho Rada, entrevista en Telecaribe
1995


Aunque fue en 1968 con los inicios del festival de la Leyenda Vallenata cuando comenzó a conocerse y a hablarse intensamente de la fábula de Francisco el Hombre y cuya esencia consiste en que trata de revivir una antiquísima tradición del cantor que recorre las vastas llanuras de las exuberante y enigmática alta y baja Guajira, realmente esta viene atada inexorablemente al recorrido de las leyendas universales y en especial a aquellas que tienen relación con Orfeo, el dios de la música en la rica mitología griega. De allí que la leyenda del trovador que vence al demonio es tan antigua e inmemorial como muchas de las leyendas que llegaron con los invasores en su afán de someter estos territorios e imponer su propia cultura.

Se puede afirmar que en cada rincón del universo, en el más remoto lugar de América o en cada pueblo o ciudad colombiana existe una leyenda agazapada de un juglar, vate o trovador que al menos una vez en su vida enfrentó con el númen de su espíritu y la inspiración de su instrumento musical al demonio y lo hizo retroceder con el candente rabo entre las piernas a su reino de ilusión.

Con el resurgimiento del espíritu renacentista y la aparición en todos los rincones de Europa de ciudades y castillos, de impresión de libros y de pergaminos que difundían aspectos del arte y de la cultura hasta esos momentos ocultos a los ojos de la humanidad que ponían de presente la grandeza del pensamiento griego y latino y de otras notables culturas de la antigüedad, el hombre medieval que estaba aún sumergido en las nebulosas del confesionario y la sotana, comenzó a leer y a escarbar y en la medida en que escudriñaba más y más se fue topando con un mundo grandioso cuya cultura, leyendas y mitos influían notablemente sobre la sociedad. Fue entonces cuando comprendieron que el mundo era caldeo, mesopotámico, egipcio, babilónico y griego y que mucho del acervo cultural que mostraban pertenecía a dichas culturas las que sospechosamente habían querido ocultar.

Muchas leyendas se aglomeraron en el espíritu del hombre que no encontraba formas para llevarlas al papiro y entre tantas y tantas estaba la que hoy es tema de este trabajo, cuyo protagonista en sus orígenes, fue Orfeo, el dios de la cornamusa, con cuyas notas vence a Plutón (Hades), el dios custodio del Averno y le arranca del mundo de las tinieblas a su amada Eurídice.

Con la a veces perniciosa influencia de la Iglesia Católica en todos los campos, fue menester que poetas y narradores se ingeniaran la manera de vencer al recién creado Demonio de Dante, cuya morada estaba en el Infierno, un sitio que según el poeta napolitano estaba lleno de fuego para purificar las almas de los pecadores.

Aunque muchos poetas y trovadores, aedos y vates, cronistas y bardos, en Alemania y España, Francia e Inglaterra, Italia y Portugal narran en sus escritos la fábula del juglar que enfrenta a Lucifer y lo vence en tiempos en que se celebran las ferias frente a la muchedumbre aglomerada en las plazas, enmarcándose entre la lucha del bien y del mal, ésta tiene sus orígenes desde los arcaicos tiempos de la mitología griega.

Hesíodo en su Teogonía2, cuenta como Orfeo, el dios de la música y de la poesía, a quien las Musas le enseñaron a tocar una lira que le regaló el dios Apolo y con la cual adormecía las fieras, y las aves en su vuelo al escuchar las melodías se detenían, al morir su esposa Eurídice por la mordedura de una serpiente, bajó a las profundidades del Averno3, al Mundo Subterráneo y allí con su lira enfrentó a Plutón, el dios de los infiernos. Lo venció y rescató a su esposa con la condición de que no mirase el Hades, pero ésta infringió la prohibición y se sumergió para siempre en las inefables aguas de la Laguna Estigia. Fue Orfeo quien apaciguó con las notas de su lira la furia del Cancerbero cuando los Argonautas andaban buscando el Vellocino de Oro.

Sin embargo, a pesar de que el mito de Orfeo fue conocido también entre las antiguas civilizaciones, caldeas, asirias, mesopotámicas y egipcias, entre la gente que habita la región de los departamentos de la Guajira y Cesar, en Colombia, especialmente entre los intelectuales y vallenatólogos, existe la clara conciencia de que la leyenda de Francisco el Hombre, el juglar que representa el bien y vence el mal, tuvo sus orígenes en esa parte del mundo y no en otra. Además en los muchos tratados que se han publicado con posterioridad al fenómeno del vallenato se ha dicho que por allí, por las aguas que circuyen la Península de la Guajira fue por donde llegó el acordeón y que fue Francisco Moscote “el hombre que venció al diablo en un duelo de piqueria cuando tenía 10 años”.

En una charla que tuve en un pueblo de la Guajira cuando andaba rastreando los orígenes de la leyenda, una anciana octogenaria de la raza wayúu, a la que el hambre le hacía comer sus propias muelas, se levantó de pronto de la silla y me gritó la lección que seguramente había ensayado durante años y cuya oportunidad había esperado: “Míreme a los ojos, yo soy nieta de Francisco el Hombre”.

Merece especial mención el acordeón, pues su llegada a esta parte del continente sigue siendo un enigma. Fue Cyril Demian quien patentó el invento del acordeón en 1829 en Viena (Alemania). A principios de 1820 se conocía el handaöline, que podría decirse es el más próximo antecedente. Pero realmente, para muchos investigadores la génesis se encuentra en el Sheng, una antiquísima y milenaria armónica de boca que fue muy utilizada en la China muchos siglos antes de Cristo. De ella se derivan otros instrumentos, casi hermanos del acordeón como la Concertina, creada en 1829 por el inventor y físico británico Charles Wheatstone y el Bandoneón, instrumento musical cromático, inventado en el siglo XIX por el alemán Heinrich Band de Krefeld, que puede producir más de doscientas notas al mismo tiempo, muy usado entre los solistas del tango en los arrabales de las ciudades de Argentina, Brasil y Uruguay. En todo caso, el número de botones o teclas de un acordeón, varía según quien la arme y quien le imprima la delicadeza de la guitarra, la malicia de la marimba, el hechizo indígena de la gaita, la finura de la flauta, la agudeza del pífano, el fragor de la balalaica, la aristocracia del piano y el ritmo y vigorosidad del tambor africano.

Entre los habitantes de algunos pueblos del Darién y especialmente en la región de Necoclí, siento de San Sebastián de Buenavista, primera población de Tierra Firme, en tiempos en que se iniciaba la invasión española y que inexplicablemente desde mediados del siglo XIX sufrió una migración de mulatos de pelo tieso y de ojos azules provenientes de las islas del Caribe y de Cartagena, descendientes de piratas y bucaneros, filibusteros y corsarios, se conoció el acordeón muchos años antes que los alemanes la trajeran en sus naos de contrabando por los mares de la Alta Guajira.

Don Salustiano Zúñiga Porto4, un isleño de origen dudoso, y según él mismo contaba sus ancestros estaban enterrados en cofres y arcones en algunas islas de las Antillas, llegó a finales de 1870 y sobrevivió hasta mediados de los años treinta. Conformó en los pueblos del Golfo de Urabá una orquesta cuyos principales instrumentos eran el acordeón y una vieja balalaica que tocaba un ruso al que todos conocían como Ivanov. No hubo un solo buque, lancha, barco o casino a donde no se presentara la orquesta cuya fama trascendía mucho más allá de las fronteras del reino de Dabeiba.

Don Salus, como fue conocido por sus amigos, era un diestro intérprete del acordeón. Según cuenta la tradición enfrentó una tarde de tornados y de brisas de mar al demonio y lo venció en la playa frente a los nativos del pueblo. La derrota fue tan estruendosa y humillante que el demonio nunca más apareció y desde esos tiempos las aguas del río Atrato dejaron de ser caudalosas. Esa victoria tan sonada y conocida por todos los habitantes le dio tanta fama entre las féminas que no hubo una sola que en las postrimerías del siglo XIX no llegara a conocer las melodiosas notas de su instrumento encantador.

Conocido como el don Juan de las Antillas, una mañana en que viajaba, su lancha fue atacada por las furias de una tromba que arremetió contra él, lo sacó de la nave y lo llevó por los aires varios kilómetros hasta dejarlo en las playas de Necoclí donde quedó tirado para siempre con las liras de su acordeón. “Se lo llevó la venganza del demonio” fue lo único que dijeron los nativos.

La fábula del trovador que vence al demonio, tambien la encontramos en las vastísimas llanuras de la Orinoquia venezolana y colombiana. Allá los campesinos cuentan la leyenda del coplero de araguaney y sombreo, que derrotó al demonio tocando arpa. Anda por todos los pueblos de ese llano interminable e inhóspito con su mensaje de alegría y de felicidad. El consagrado escritor Rómulo Gallegos en su novela “Doña Bárbara”5, menciona un mítico personaje con iguales características al Francisco el Hombre de Cien años de soledad. Al respecto, dice:



“Florentino el araucano, el encantador llanero que todo lo dijo en coplas y a quien ni el mismo Demonio pudo ganarle la apuesta de cual improvisara más, que una noche vino a hacerle disfrazado de cristiano porque aquel, cuando ya no le alcanzaba la voz, sobrábale todavía el ingenio, faltando poco para que los gallos comenzasen a menudear, le nombró en una copla las tres divinas personas y lo hizo volverse a los infiernos de cabeza con maracas y todo”.



En esa llanura inmensa e ingenua, enigmática y chispeante mora el espíritu de Florentino, el más grande coplero que con su arpa al hombro recorría los pueblos improvisando en cada esquina una copla e invitando a los llaneros para espantar en una parranda el llamado de los espíritus. En el Arauca vibrador, en el bongó y en el caney, los indios bravos y los nativos mansos, hablan con emoción de Florentino el araucano que aún en plena selva sigue esperando al demonio para vencerlo. Es la ley del coplero y en el llano las leyes se cumplen.

Cabe anotar que Doña Bárbara, cimera obra de la literatura americana apareció publicada en la década de los años 20, casi simultáneamente con La Vorágine, de José Eustacio Rivera, y Don Segundo Sombra, del argentino Ricardo Güiraldes, conocidas como novelas de barbarie o terrígenas.

En nuestro país, por cualquier lugar, urbano o agreste, rural o citadino, sentimos el aroma fresco de las leyendas, de los mitos y de las tradiciones. Unas veces es la Madremonte, endriago custodio de los bosques que recorre desnuda las selvas y montañas con la cabellera suelta al viento, llevando a los más remotos lugares la semilla de la fertilidad, como en la mitología griega lo hiciera la diosa Diana, la cazadora. O el Mohán, espíritu de las aguas y de los bosques, con el cuerpo lleno de pelo y desnudo, acosando las zagalas, como en la mitología clásica lo hicieran Pan y su séquito de Sátiros. Otras veces es a Saúl Montenegro, el Hombrecaimán, cuyos poderes mágicos como los de Lucio Apuleyo, en el “Asno de Oro”, cuando quiso convertirse en búho y perseguir la esbelta y casquivana esposa de Milón, que volaba sobre el cielo de Tesalia en busca de aventuras amorosas.

En Ciénaga, en el Departamento del Magdalena, según cuenta la tradición también hay un Francisco el Hombre agazapado. Dice el maestro José Manuel Elías Cabanal en un relato aparecido en la revista Ponqueyca6, que Jacobo Buitrago Eslait, un cura medio real, medio legendario, educado en las más prestigiosas universidades de Europa, que volvió a finales del siglo XIX con sotana y birrete imbuido de una atmósfera de santidad, en uno de sus actos de valor venció al Demonio en plena plaza principal. Al respeto cuenta el narrador cienaguero:

“Una mañana de esas tibias que suelen darse en Ciénaga a causa de la brisa que baja de los ríos Córdoba y Manzanares, el cura Jacobo Buitrago Eslait tañó las campanas la Iglesia para que la gente se reuniera en la misma plaza en la que más tarde el ejército colombiano masacraría a más de un millar de obreros de las fincas de la zona bananera. El cura que interpretaba piezas de los clásicos de la música en el atrio la noche anterior, fue retado por un caminante que dijo ser el hijo de Belcebú y que poseía todos los secretos del infierno y la virtud de tocar mejor las teclas del piano. Con la plaza atestada hasta los balcones se inició el singular reto en el que cada uno improvisaba una copla y le agregaba las melodías del piano de dos colas. Primero fue el hijo de Belcebú, después el cura, y así sucesivamente estuvieron por horas y días hasta que el cura, observando cauteloso que el diablo estaba agotado y con la lengua afuera, le tocó una misa negra en latín y después en griego y descontroló tanto al diablo que el piano de éste se le fundieron las teclas”.

Desde aquellos remotos días, a través de la tradición la gente recuerda la manera como el cura Jacobo Buitrago Eslait venció al demonio. Con el paso de los años, además de la leyenda que generó y que la gente cuenta con entusiasmo, quedaron también los restos del destartalado piano de tres pedales y dos colas con el que derrotó al demonio. Nadie nunca supo a donde fue el cura después de aquel duelo de verseadores y tampoco nadie dio una razón lógica de su llegada. La última noticia que se tuvo de él, la dieron unos gitanos ricos que dijeron haberlo visto entre montañas de gente en la ciudad de Ocaña cuando cargaba sobre sus hombros un piano de cola que en otros tiempos trajo desde Viena en un buque de vapor, cundo aún era fácil la navegación marítima.

Según Guillermo Henríquez, el cienaguero que viajó a Barcelona especialmente a conocer el hielo, en una de las viejas y abandonadas casonas de la cuadrilonga ciudad del banano, todavía habita el espíritu del levita Jacobo Buitrago Eslait. La gente dice que lo ven y otros cuentan que a veces escuchan las notas que brotan a torrentes del destartalado piano.

La primera información que se tiene de Francisco el Hombre data del siglo XIX y es una referencia que se hace en una carta privada que envía don Jorge Isaacs a una de sus muchas amigas y admiradoras de Cali, en la que cuenta que ha escuchado noticias por boca de los nativos que narran que un campesino de esos que andan de ranchería en ranchería con un acordeón terciao en el pecho le ha ganado varias veces al demonio improvisando y tocando un aparato musical.



“El asunto del carbón lo tengo casi finiquitado con los representantes del Gobierno y de los técnicos extranjeros que están alegres porque sus estudios han demostrado que en esta parte del mundo hay tanto carbón que con él se podrían encender las más enormes calderas del universo. Pero estoy intrigado querida amiga por lo que cuentan acerca de un nativo que no se cansa de hablar y que según dicen peleó a puño con el mismo Lucifer y después de revolcarse varias veces en el suelo, acordaron enfrentarse con la improvisación de versos. Saliendo ganador el hombre llamado Francisco, porque además le canto varias veces el credo al revés” 7

Don Jorge Isaacs fue el primero de todos los colombianos que en el siglo XIX obtuvo contratos de explotación de las minas de carbón en Manaure, Sierra Nevada, Sabanas de Bolívar y las vastísimas y ubérrimas regiones del Urabá. Su proyecto se desplomó cuando la gloria de María lo cubrió tanto que se olvidó para siempre de explotar el carbón en una región donde la gente bebía agua de cactos, las mujeres dominaban el clan y en muchos lugares pregonaban la historia de un juglar que había derrotado al demonio.

Es importante resaltar que en casi todas las crónicas de la literatura española aparece la historia del estudiante Cleofás, quien en la novela El diablo cojuelo de don Luis Vélez de Guevara8, viaja al infierno y libera al diablo, se lo trae a la tierra para competir con él en eventos de inspiración, lo vence y al final como castigo lo guarda en una botella y anda con él por todas partes. El demonio agradecido le muestra los secretos de la vida y la satisfacción de los vicios.

El Demonio9 como personaje de la leyenda es una constante en las páginas literarias de la juglaría universal. La lucha permanente entre el bien y el mal, entre la felicidad y la discordia, en la que siempre triunfa el bien. En “El diablo predicador”, de Luis Belmonte (1587-1636), obra de teatro de corte picaresco, en el que el demonio que acosa a las mujeres de una aldea, es vencido por una joven pastora, que mediante ciertos artilugios, vestida de juglar lo reta, lo vence y lo pone a predicar el bien entre las aldeas del contorno.

La versión de don Luis Vélez de Guevara ha sido recreada posteriormente por J. L. Stevenson en su novela “El diablo de la botella” y por el escritor colombiano Enrique Medina Flórez, quien en su obra “Los desvelos del búho”, narra la historia de Simón campanero que le gana una mano al demonio en pleno centro de la ciudad de Tunja, lo vence tocando una marimba y como castigo lo mete en una botella. Según cuenta la tradición, Simón campanero exhibe el día de mercado de cada semana el preciado trofeo, convirtiéndose el demonio en un objeto de burla de los transeúntes y mercaderes.

Johann Wolfgang Goethe, el más notable escritor alemán recrea la leyenda del demonio que viene haciendo su recorrido a través de la tradición teutona. El joven Fausto se ve en la necesidad de hacer un pauto con Mefistófeles a quien le vende el alma con el fin de llevar a cabo ciertas empresas. Fausto realiza toda clase de argucias y artimañas que tienen como objetivo burlar a Lucifer. Pero a pesar que Mefistófeles cobra su premio y se lleva el alma de Fausto, finalmente la devolverá cuando sucumbe ante una nueva apuesta.

Guillermo Tell, el legendario héroe suizo que fue obligado a probar su puntería disparando un flecha sobre una manzana que estaba colocada en la cabeza de su hijo, también tuvo sus enfrentamientos con el demonio. La venció con el arco, la lira y la gaita y después como castigo lo vistió de mujer y durante años lo exhibió y paseó por las plazas de villas y pueblos.

Entre los escoceses e ingleses, cuyas sagas sufrieron una influencia notoria de griegos y latinos, el demonio también es vencido por los trovadores. En muchos de los relatos recogidos por Sir Walter Scott, considerado el creador de la novela histórica, se revive la antiquísima y milenaria leyenda del bardo que vence al demonio entre los riscos de la Inglaterra campesina. Shakespeare también hizo sucumbir ante las fuerzas creadoras del hombre al demonio.

Entre los serranos del sur y sobre en San Juan de los Pastos aún la gente habla de la leyenda del poeta que anda con una marimba y vence al Patas componiendo coplas y tocando con maestría el aborigen instrumento musical. Según el investigador Mauro Gomajoa Buchelli, un cronista pastuso de finales del siglo XIX, mencionado por Fray Antonio Iluminado de la Calle en su obra “Tradiciones de San Juan de Pasto”, cuenta que hace muchísimos años, en un lugar de la ciudad sucedió un hecho insólito que aún la gente lo recuerda:

“Cuando el Patas o el Demonio, como llaman a este engendro del mal los nativos de la región, llegó a San Juan de los Pastos que según dicen los cholos venía de Chachaguí, en la parte más alta de sierra, traía puesta una ruana como de tres pulgadas de gruesa de vistosos colores. Por debajo del ala del sombreo asomaban dos grandes cuernos y de su mochila de fuego sacaba la marimba de cañas de bambú con la que enfrentaría a su oponente. Doménico Cerón Botina, así se llamaba el indio cuya fama de poeta y trovador por todos era conocida. Nadie se la discutía y en su mano derecha como siempre asía la marimba de la que nunca se separaba. Iniciaron el duelo, primero con los sones andinos y después con las coplas de la tierra. Al final el vate, salido de las entrañas de la tierra le ganó cuando de su instrumento musical salieron una a una como por encanto las notas de la guaneña, cuyas rachas melodiosas se esparcieron por todos los rincones de las montañas y de la serranía. La gente aglomerada sobre las lomas aplaudió una y otra vez y el cura que estaba en el campanario de la iglesia de Santiago no cesaba de tañer, templando a cada momento los badajos de alegría y de emoción. Alguien entonces se percató de que Domenico enfrentaba al mismo demonioy que había llegado a aquellas montañas para acabar con la fama del poeta y músico que alegraba el alma de esa región abandonada de Dios y de los hombres. Al final, el Patas, como los campesinos llaman a Belcebú, fue vencido y no le quedó otro camino que irse a pasar su vergüenza a las profundidades del volcán. A veces ronca y entonces asusta a la gente, pues echa fuego y ceniza por la boca”10.

Quienes han andado por los pueblos y ciudades ubicadas a orillas del Río Grande de la Magdalena o viajaron en los enigmáticos buques de rueda que surcaban las aguas bufando con desespero como bueyes cansados y dejaban como herencia una espesa columna de humo gris, recuerdan seguramente las fantásticas historias que la gente contaba cuando los pasajeros bajaban a estirar las piernas, a comer pescado frito con yuca y a beber totumas del delicioso y aromático café almendra tropical endulzado con panela. Allí escuchaban la historia de “Iluminada de los Espíritus, una niña que estuvo veinticinco años sumergida en las aguas, cuando salió contaba que solo había pasado un segundo y que en ese lapso había visto una ciudad de cristal en las profundidades del río. Por cierto nadie le creyó hasta que vieron su foto en el álbum de los recuerdos y sus padres la reconocieron por las réplicas de los lunares en forma de murciélago que tenía en el muslo de la pierna derecha”.

Otros contaban la historia del millero encantado, un legendario músico que vivió a principios del siglo XX en muchos pueblos de la Isla de Mompox. Según la leyenda, su abuela que tuvo la costumbre después de muerta de visitarlo cada seis meses para traer y llevar noticias de los muertos y de los vivos le regaló un millo encantado, cuyas notas brotaban a torrentes de su boca llena de escarlachina y de colores. “Era como si soplara un canuto lleno de estrellas luminosas”, decía la gente. Tañía la cornamusa en el lugar y a la hora que fuera, atrayendo inmediatamente la atención de cuantas especies vivientes hay en la tierra. Desde la zorra más tierna hasta la babilla más encopetada, corrían para escuchar el millo encantado. Lo que más nos llenaba de satisfacción era tocarle el canuto a Josenel, como se llamaba el millero encantado. Una tarde que tañía un concierto a los animales del cielo y de la tierra, de las aguas surgió el Mohán, con una guabina en la boca, que lo asustó tanto que las cañas de millo se regaron por el suelo. El Mohán lo retó para que no sonara su flauta encantada sobre sus dominios. Lo cierto fue que el endriago del río tuvo que volverse a su mundo subterráneo, porque fue vencido en franca lid después de varias horas y días de sonar cada uno su instrumento musical. Él tocaba con entusiasmo y concentración, con los ojos cerrados, como si estuviese en otro mundo y cada cual improvisaba sobre la copla del río por muchos conocida:



“Pájaro del monte

pájaro del río

cuando va volando

se le oye el zumbío”





Con el paso de los días y de los meses y de los años, el triunfo de Josenel sobre el Mohán legó a las nuevas generaciones otra copla que se escucha en las noches de fandangos, tamboras y chandé:



“Josenel, el millero

el millero del río

con su millo encantado

al Mohán ha vencío”.





Según la gente el Mohán se sumergió en las aguas y dejó a la posteridad como castigo, remolinos encantados que de época en época se enfurecen y arremeten contra las lanchas, buques y remolcadores, produciendo siniestros y desgracias. “Es Itzalcoa, el espíritu de las aguas”, dicen algunos.

Muchos capitanes de lanchas y buques de ruedas dicen que frente a la ciudad de Magangue, en uno de los cascotes de los buques siniestrados habita un Mohán desde hace más de una centuria, es por eso que en esos recodos del río, muy cerca de aquella Babilonia desaforada, cada cierto tiempo se produce una catástrofe por el hundimiento de una lancha o remolcador.

Del millero encantado, después de vencer al Mohán nadie supo nunca a donde fue. Para algunos murió de viejo, anciano y pidiendo limosnas, para otros aún esta vivo y de vez en cuando aparece con su cornamusa llena de notas que riega a lo largo de la ribera dejando una estela de felicidad y de alegría. Esta antigua tradición del millero encantado en muchos pueblos del río la rememoran con un festival en su honor cada año.

En los pueblos que circuyen en las frescas sabanas de los Montes de María también existe una versión de un Francisco el Hombre agazapado. Reinaldo Bustillo Cuevas, un matemático, metido a poeta de voz de trueno, corazón ardiente, alma de cosaco, bebedor de cerveza en toneles, autor de muchos libros de poesías, cuenta la leyenda de Trino el Brujo, un juglar que apareció cierta tarde en aquellos campos de vaquería. Según se supo después venía de las profundidades del cauce del Río Grande de la Magdalena, subió por el valle de El Guamo y llegó a San Juan Nepomuceno donde se granjeo la simpatía y la admiración de la gente. Además de montar una fábrica de tabaco de exportación y dar trabajo a cientos de mujeres dobladoras, en las tardes después de la agotadora jornada, se sentaba en la plaza a tocar como el más consagrado Orfeo, sus canciones y los ritmos variados del acordeón11.

Según la versión que manejan los habitantes de esos pueblos, Francisco el Hombre que conoció de oídas la fama de Trino el Brujo, lo invitó a su fuero para que compitieran en versificación y en melodías. Trino el Brujo, aceptó el reto, fue a las vastas llanuras de la serranía del Perijá y a orillas del río, Guatapurí, muy cerca de Patillal, ante la sorpresa de la gente que había acudido en masa para apreciar el singular duelo, Francisco el Hombre fue vencido, puesto en ridículo y arrumado varias veces por su oponente.

No obstante, investigaciones posteriores a los hechos narrados, demuestran que de Trino el Brujo es muy poco lo que la gente sabe, aunque muchos creen que se trata de una reencarnación de Foción Rodríguez, un cura cartagenero de origen castellano, que tuvo tantos hijos en la sacristía de la iglesia de San Juan Nepomuceno y cuya particularidad consistía en comer en las madrugadas pebres suculentos de zorras tiernas y en los atardeceres guisos apetitosos de gallina criolla. “Es la mejor carne”, solía decir.

Trino el Brujo, de todas maneras desapareció tal y como había llegado, no dejó otra huella que las fábricas de tabaco de exportación que había montado, que la carcoma las fue acabando hasta convertirlas en ruinas. Tampoco sembró un tronco. Algunas personas muy serias dicen que en los atardeceres a veces aparece montado sobre un caballo bayo, vestido completamente de blanco, con su acordeón, su sombrero vueltiao y gritando sus cantos de vaquería.

De acuerdo con lo anterior, es fácil observar que son cientos los Orfeos que existen agazapados en el país y que mucho antes de que se hablara de Francisco el Hombre en las ubérrimas regiones del Cesar y de la rica, yerma y abandonada Guajira, ya esta versión de la mitología griega, que fue recreada por los poetas castellanos medievales hacía su recorrido a la par con otras leyendas americanas como la de Eldorado o la de Quivira, que buscaron los conquistadores y jamás encontraron, pues las expediciones terminaron en verdaderas catástrofes tal como lo describe el cronista Albar Núñez Cabeza de Vaca en su obra “Naufragios”.

El hecho de que existan tantas leyendas con orígenes órficos, nos obliga sobremanera a pensar cual fue la primera versión del trovador que vence al demonio de las que se mencionan en cada una de las regiones del país, aunque muchos investigadores consideran como original la leyenda de la Alta Guajira.

Esa diversidad y riqueza en las leyendas y en la concepción que tiene cada región para acomodarla de acuerdo con sus costumbres y tradición demuestran hasta que punto el ingenio y la fantasía particularizan los mitos universales. En este caso parecería que en algún lugar del universo hubo un poeta que en un enfrentamiento de ingenio y de creación, derrotó al Demonio, lo puso patas arriba y después para bien de la humanidad lo encerró eternamente en una botella. En todo caso, llámese Orfeo, Francisco Moscote, Pacho Rada, Trino el Brujo, Florentino el araucano, Simón campanero o Josenel, lo cierto es que en alguna parte del mundo en estos momentos anda un juglar con su instrumento bien agarrado para vencer a Lucifer, sea cual fuere la postura que éste tenga.

En estos momentos Francisco el Hombre está latente y palpable, con su ambiente bucólico, su instrumento campesino, con su nombre en una tarima donde se realiza el más importante festival de la cultura musical colombiana y el más auténtico de cuantos existen en el país, con una gama de trovadores y de poetas, inspirados en las más bellas costumbres y tradiciones de las regiones que en otras épocas habitaron los valientes Tupes, Chimilas y Pocabuyes. Juglares de la talla de Freddy Molina, Luis Pitre, Armando Moscote, Lorenzo Morales, Rafael Escalona, Emiliano Zuleta Díaz, Alejo Durán, Julio Oñate Martínez y tantos y tantos otros que con sus voces, composiciones y pentagramas, son émulos de quien en algún momento de la historia venció al demonio en una noche de parrandas y polifonías.

Naturalmente que a los habitantes de la ciudad de los Santos Reyes del Valle de Uparí, y en especial a los defensores de los aires vallenatos les interesa por múltiples razones defender como original una leyenda, que es patrimonio mundial de la humanidad, es decir, que es de todos y es universal.

Consuelo Araujo Noguera, la más ferviente e insigne investigadora de la música vallenata y pilar de una tradición anclada en la historia de Valledupar y sus contornos, en una ardua discusión que sostuvo a través de las páginas de El Espectador con el columnista Manuel Drezner, argumentaba que la leyenda de Francisco el Hombre era originaria y auténtica de aquellas regiones y que el protagonista había existido. Además aseguraba que todos los Moscotes eran descendientes del tronco que cierto día de lluvia venció al demonio en un duelo de piquería.

Es importante anotar que otros acordeoneros se han atrevido a asegurar muy personalmente que “soy yo y no otro quien se enfrentó al demonio” y que el tal Francisco Moscote nunca tuvo la osadía y el valor de enfrentarse al maligno.

En Talaigua, la tierra donde yo nací, hace pocos años don Facundo Bravo, un anciano ganadero que en su juventud aprendió a tocar acordeón en San Jacinto, que vestía pantalón y camisa blanca con botones de oro y abarca tres puntá, decía y pregonaba que él era quien había vencido al demonio con su acordeón debajo del palo de chagualo.

“Mire, aquí se sentó el demonio y yo me senté allí, decía, pero es muy diferente a la forma como la gente lo menciona y lo pintan. Pues éste era de piel morena y pelo tieso. Sabía que era el demonio porque me ofreció dinero, placer y muchas satisfacciones personales si yo ganaba y se llevaba mi alma si yo perdía. Además en las sienes asomaban los cuernos y meneaba a cada momento la cola de fuego con la que chamuscaba las hojas. Sus ojos eran rojos como dos brasas de candela. Yo temblaba de miedo, pero después de cuatro horas, me tome confianza y me encomendé a Dios y a la Virgen María y comencé a tocar de verdad verdad. Me lo llevé por delante, pues no pudo soportar el ingenio con que salían las notas de mi acordeón y mucho menos los versos que yo improvisaba, todos relacionados con la Madre de Dios y su hijo Jesucristo. De pronto tiró su aparato por allá y salió volando y nunca más supe de él”, terminaba diciendo con emoción y tratando de agarrar a sus noventa y siete años algún recuerdo perdido.

Debido a la poca investigación y naturalmente la falta de cultura para discernir entre lo bueno y lo malo, casi nunca se analizan las leyendas y las tradiciones que nos llegan de muchas partes. Los mitos y sus protagonistas, dioses, semidioses, gigantes, gnomos, hadas y toda clase de seres fantásticos son productos de la invención de los poetas. He ahí la gran diferencia con las leyendas, pues estas tienen un origen real, nacen de un hecho concreto y no de la ficción. Colombia es rica en leyendas y tradiciones. Es una leyenda, por ejemplo Eldorado, la balsa de oro de Guatavita, el Salto de Tequendama, Bochica y aquellas que se relacionan con la Virgen del Rosario, en Valledupar, la Virgen de las Lajas, en Nariño, la Virgen de la Candelaria de El Banco y Magangue. Pero también tenemos mitos cosmogónicos y teogónicos. Fura y Tena, son el primer hombre y la primera mujer de la creación, hechos por Are de una bola de barro, igual que Zeus creó a Pandora y a Epimeteo, primer hombre y primera mujer de la creación en la mitología griega, como lo narra Moisés en el Génesis, Dios creó a Adán de una bola de barro y a Eva de una costilla de Adán, después de someterlo a un profundo sopor. En fin, hay mitos y leyendas que tienen iguales o parecidos sentidos o temas, lo que demuestra la universalidad de ellos y que el espíritu del hombre siempre tiene una tendencia a unos mismos objetivos.

Naturalmente que el rescate de Francisco el Hombre fue, antes que de la tradición, literario. Debió aparecer en las páginas de Cien años de soledad para que se bautizara y universalizara su leyenda y entre copa y copa y ron de caña y sancocho de tres carnes se proyectara la empresa más ambiciosa del folclor nacional. En cierto sentido, el laureado escritor cae también el error al considerar como auténtica y original de la Guajira, la leyenda de Francisco el Hombre, cuando narra en su obra:

“Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano trovador de casi 200 años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas por él mismo. En aquellas Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un recado que mandar o un acontecimiento que divulgar, le pagaba dos centavos para que lo incluyera en su repertorio. Fue así como se enteró Úrsula de la muerte de su madre, por pura casualidad, una noche escuchaba las canciones con la esperanza de que dijera algo de su hijo José Arcadio. Francisco el Hombre, así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y cuyo verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de Macondo durante la peste del insomnio”

En todas esas leyendas particulares en que los poetas y trovadores, bardos y juglares, vates y aedos se enfrentaron con el demonio, desde el medioevo hasta nuestros días, siempre ha habido un elemento identificador: es la imaginación, el ingenio, el estro o el numen creador del artista el que vence las fuerzas del mal. Todas esas leyendas aún todavía siguen vivas en los más remotos lugares de la tierra.

En conclusión, los anteriores son algunos de los argumentos que se pueden mencionar desde Orfeo, el dios de la música, que vence a Plutón, dios de los infiernos, cuando baja al Averno en busca de su esposa Eurídice, que demuestran que dicha leyenda no tiene origen en la yerma y enigmática Guajira, sino que esta inexorablemente arranca desde los tiempos de la mitología griega, pero que en la medida en que han ido llegando la gente las ha ido acomodando según sus intereses, costumbres y tradiciones.

Esa es nuestra cultura, una fusión de muchas cosas, de bellas tradiciones en la que aparecen elementos tan disímiles que a veces nos preguntamos ciertamente qué es lo auténticamente nuestro y que es lo que nos puede dar sentido de pertenencia. En todas las anteriores leyendas, el Demonio como ente que encarna las fuerzas del mal ha salido perdiendo ante las fuerzas del bien, aunque en Riosucio, una exótica y tibia población del Viejo Caldas, donde se celebra el encuentro de la palabra, el Festival del Diablo se hace en honor a Lucifer por haber vencido hace muchos años a un poeta que se creía el más versado rimador del mundo de las Musas. Sea de verdad verdad o de embuste embuste, lo cierto es que la leyenda más compacta y la que más se ha metido entre los corazones de los colombianos, así tenga sus orígenes en la mitología griega, es la de Francisco el Hombre, el juglar que venció al Demonio cuando apenas tenía diez años y lo mandó para el infierno con todo y cuernos allá en las remotas y ardientes regiones de la alta Guajira, muy cerca del jagüey de aguas encantadas que tienen la particularidad de devolver la virginidad a la mujer que haya parido muchos hijos y se bañe desnuda en sus aguas en una noche de luna llena.



San Sebastián de Calamarí, octubre de 1992.



1 Conferencia leída el 12 de octubre de 1992, en el salón Barahona del Centro de Convenciones de Cartagena, en el marco de la Primera Feria Escolar organizada por la División de Cultura de la Secretaría de Educación Departamental. El nombre original del trabajo fue EN CADA PUEBLO DE COLOMBIA HAY UN FRANCISCO EL HOMBRE AGAZAPADO.

2 Hesíodo, poeta griego del siglo VII antes de Jesucristo. Autor de muchas obras, pero el tiempo solo ha conservado “Los trabajos y los días” y “Teogonía”. La primera hace mención al castigo impuesto por Zeus a la humanidad, después que Prometeo le robó el fuego y la libertad y se la dio a los hombres y la segunda se refiere al nacimiento de los dioses, diosas, semidioses, gigantes y titanes.

3 Averno, Hades o Mundo Subterráneo, fueron diferentes maneras de llamar al Infierno en la antigüedad. El mito de Orfeo en el Hades, atribuye varios instrumentos. Algunos hablan de un arpa, otros de una lira y otros de una flauta o cornamusa.

4 Ismael Porto Herrera: “Historia y Leyendas del Urabá”, Alcaldía Municipal, de Necoclí, 1990.

5 Rómulo Gallegos: “Doña Bárbara”, editorial Voluntad. Medellín, Col. 1968, página 85.

6 José Manuel Elías Cabanal: “Orígenes de Ponqueyca”, revista Ponqueyca, Ciénaga (Mag). No. 3 Pág. 7

7 Jorge Isaacs, “Cartas Personales”, Edit. Iqueima, 1937.

8 Luis Vélez de Guevara (1579-1644), poeta español, natural de Ecija, uno de los más notables de la historia literaria universal. Además escribió “El diablo está en Castillana” y “Los hijos de la barbuda”.

9 Demonio, del griego daimon. Palabra acuñada por Sócrates para designar el espíritu, un genio o ser sobrenatural. El Concepto de Demonio, con la connotación semántica actual fue acuñado por la Iglesia cristiana a principios del siglo III de nuestra era.

10 Gomajoa Buchelli Mauro: “Tradiciones y leyendas de los habitantes del Valle de Atrix”, Imprenta Departamental, San Juan de los Pasto, 1938.

11 Reinaldo Bustillo Cuevas: “Trino el brujo”, El Espectador, Costa. 15 de junio de 1984, página 2.

martes, 3 de mayo de 2011

El Porvenir: calle de la revolución

Vuelta a la Manzana

De aquella calle combativa y revolucionaria de hace casi treinta años, a la que nunca le cantó el Tuerto López, ni Artel, ni Pedro Blas, y tampoco tiene una sola tarja, blasón o emblema en la pared de una de sus casas que diga que por allí pasó Francis Drake y dejó en una de las norias de los patios un tesoro escondido, o durmió el Libertador con alguna de sus amantes ocasionales, o que en uno de aquellos paredones, en su afán de restaurar el decrépito y rengo reino de España, Morillo fusiló a algún revolucionario patriota, o vivió uno de los muchos oidores, marqueses, condes o barones de embuste embuste que llegaron – y aún llegan- a la ciudad a vivir del erario público, en tiempos de la sangrienta invasión castellana; en esa calle desde donde se programaron las grandes marchas de estudiantes, las diferentes tomas de la Universidad de Cartagena y se dieron los más candentes debates ideológicos y políticos entre marxistas y leninistas, troskystas y stalinistas, maoístas y mamertos pro-soviéticos y pro-chinos, pro-cubanos y proyankis, pro-albaneses y antiyanquis, liberales y godos, izquierdistas y derechistas, que luego, agotados y exánimes terminaban con una parranda de tintos y butifarras en la Cafetería Colombia de la Calle Estanco del Aguardiente, escuchando música de Los Beatles, Violeta Parra, Pablo Milanés o en el menor de los casos a Piero José, la Calle del Porvenir sigue siendo fresca, agradable, amena, silenciosa y una de las de mayor movimiento y más famosas del centro de la ciudad amurallada por sus almacenes, hoteles y celestinajes donde se venden alegrías y placeres, pero por esa inexorabilidad de Cronos que no da tregua, de ella quedan añoranzas y recuerdos, nostalgias y reminiscencias, en fin solo evocaciones de una época desbordada en sentimientos y evocaciones.

Llegué a vivir a la Calle del Porvenir, a una residencia de estudiantes provincianos, alegres y bullosos por recomendación de Hernán Novoa Salcedo, un compañero de primer semestre de la facultad de Derecho, que por aquellos días, a pesar de su juventud quería parecerse a Mao Tse Tung: usaba kimono gris y pantalones de botas anchas, calzaba babuchas y se había dejado crecer tanto la rala barba que los pelos le llegaban hasta la cintura. Los primeros días de mi llegada a Cartagena, me hospedé en una residencia de putas santas y rezanderas ubicada en la Calle Larga en la que pagaba por dormida cada noche sesenta y ocho pesos, y en la que debía soportar no solo el ruido y pataleos de las paredes de cartón que se movían de un lado para el otro, sino los gritos y gemidos de las meretrices y de los gays que cada noche perdían su virginidad. Fueron doce días en que cada mañana, para quitarme el olor a amores comprados, coitos perdidos y tricomonas que siempre llevaba impregnado en mi ropa, me bañaba con la fragancia de la Colonia Moroline que años atrás me había reglado Monseñor Antonio Rosero Perea, un sacerdote católico que siempre tuvo las esperanzas de que yo llegara a ser obispo. “Toma Joce Daniels, me dijo esa, para que la uses cuando seas jerarca de la Iglesia”.

La casa-residencia a donde me mudé era de tres pisos, y aún sigue siéndolo, ubicada en mitad de la acera derecha de la calle yendo hacia el mar, y por esos días era de propiedad de los David, una familia de libaneses criollos dedicada al comercio de camisas y pantalones que llegaban a cobrar el canon de arrendamiento con precisión el día dos de cada mes. “En los negocios hay que ser praciso”, decían.

El piso primero estaba destinado a locales comerciales, el tercero era una exclusiva pensión femenina de estudiantes de medicina que como nosotros, en la segunda planta, vivían hacinadas a montones de cinco personas por cada una de las cinco habitaciones. Las dueñas de cada una de las posadas, ambas se llamaban María y le decíamos Mayo, ambas eran de Cereté, ambas hacía treinta y dos años atrás habían llegado a aquellos aposentos, ambas pagaban dos mil quinientos pesos y aunque no tenían ningún parentesco, por esas coincidencias de la vida, tenían los mismos apellidos y el mismo número de hijos.

Quiero aclarar que mucho antes de llegar a Cartagena, la de Indias, como le dice Meira, ya había tenido dos grandes frustraciones en el estudio. Una en el Seminario Nacional de Cristo, de la Ceja (Antioquia) y otra en la Universidad de Nariño, en la Facultad de Economía. Cartagena, para mi era una ciudad extraña, como lo ha sido para todos los habitantes del sur de Bolívar, pues de ella, lo único que sabía era que en tiempos de la Colonia, no solo enfrentó a Mompox, sino que también quiso disputarle y desconocer el hecho histórico de que fue la ciudad Valerosa la primera en declarar la independencia absoluta de España y desafiar el poder español aquel 6 de agosto de 1810, cuando aún estaban frescas las discusiones que se habían suscitado en Santa Fe de Bogotá.

Casi treinta años después, no logro encontrar una explicación lógica y razonable que me diga como fue que a esa casa de la Calle del Porvenir, donde aún se respira el olor rancio y carcomido de la realeza y de la aristocracia, hubiesen caído en el mismo lugar, aterrizado en la misma parcela, los dirigentes de partidos políticos de izquierda, que de una manera u otra jalonaban la lucha revolucionaria estudiantil de la Universidad de Cartagena. Allí había troskistas, socialistas utópicos, comunistas, leninistas, maoístas, representados por estudiantes como William Márquez, estudiante de medicina, Blas Ojeda, estudiante de Economía Política, Raúl Acosta estudiante de Economía, Salim Amastha, estudiante de medicina, y los estudiantes de ña Facultad de Derecho, Adalberto Pertuz,  Milton Buelvas, Jairo Ruiz, y algunos otros cuyos nombres se pierden en los recovecos de esta memoria descencijada por las lluvias, las alegrías y los avatares.

Los domingos y días de fiestas que llegaban otros dirigentes como Toribio Barreto, César Flórez, el Quique Silvera, Arturo Zea, Freddy Bolívar y Jorge Carrillo, que en cierto sentido eran los duros, acompañados por un séquito de palafreneros, nos reuníamos en el zaguán de la casa, el mismo que nos servía de celestinaje para holgar allí con alguna de las zagalas del piso tercero. Por desgracia, muchos de aquellos revolucionarios pequeños burgueses, con el tiempo mostraron su catadura, para utilizar un término de aquella época gloriosa, pues terminaron en las toldas de partidos tradicionales, ocupando cargos públicos y chupando con ansias en el erario público.

Se armaban discusiones, acerca de la asfixia presupuestal, la privatización de la universidad pública colombiana, el derecho a la autonomía, la ciencia y la investigación, la condena a la invasión y a la agresión gringa a Albania, los kilométricos discursos de Fidel que oíamos a través de Radio Habana Cuba, y muchos otros temas, que hacían que las discusiones se prolongaran hasta altas horas de la noche, que la Niña Mayo, la del segundo piso, a veces se levantaba en bata, para brindarnos tinto y llamarnos la atención. Otras veces, nos íbamos para la Cafetería Colombia, y allí ya cambiábamos el discurso político por la creación literaria, pues nos encontrábamos con el Maestro y dramaturgo Régulo Ahumada Zurbarán, el Maestro Santiago Colorado, y los poetas Erick Bozzi Anderson, Ricardo Vélez Pareja, Gustavo Padrón Barreto y otros escritores que apenas incursionaban en la bella palabra escrita como Pedro Blas Julio Romero, Jorge García Usta, Pedro Badrán Padauí, José Sarabia Canto, Manuel Burgos, Pantaleón Narváez, Gustavo Tatis, Gustavo Padrón Barreto, y Rómulo Bustos Aguirre. Allí, entre tinto y butifarra, butifarra y tinto, leíamos poemas, cuentos, ensayos y cuanto libro llegase a nuestros manos, tanto de literatura como de política. Todos los que vivíamos allí, sabíamos que la casa, ubicada estratégicamente cerca de la Universidad de Cartagena, estaba fichada no solo por el F-2, el G-3, el DAS, el G-7 el Bloque de Búsqueda y todo el aparato militar que montó el Mandato Caro de López Michelsen y que acrecentaría el Gobierno de Trubay con el funesto y tristemente célebre Estatuto de Seguridad, sino también por el esquirolaje de espías de las autoridades de la Universidad. Y no era para menos, pues también cada semana nos llegaban cajas repletas de libros sobre El Estado y La Revolución, Empiriocriticismo, El Manifiesto del Partido Comunista, El origen de la Familia, la Propiedad privada y el Estado y las revistas de China Reconstruye, Beijing Informa y naturalmente el Libro Rojo de la Revolución China, todos aún con el olor a tinta fresca y el hálito agradable de las mujeres orientales y el alma revolucionaria del camarada Mao Tse Tung.

La calle del Porvenir, ubicada en pleno corazón de Cartagena, con las calles de San Agustín Chiquito, Calle Primera de Badillo y Calle Vicente García, forma una de las manzanas de más intenso comercio de la ciudad, por la cantidad de vendedores ambulantes y estacionarios, pedigüeños, picaros, meretrices, varados, desplazados, refugiados y toda clase de producto de una ciudad que vive en toda su intensidad las políticas del neoliberalismo, pues, podría decirse que la calle Primera de Badillo es el mercado de las pulgas de Cartagena. En otros tiempos estuvieron muy cerca de allí los almacenes Sears, Ley, Tía, Singer, Juliao, la Joyería Onix, una de las más célebres de la ciudad y del país, varias residencias de amores escondidos donde la media hora de polvo valía seis pesos y también uno de los tres edificios Ganem, que para la época era una hacinamiento de juzgados venales, tinterillos remington, arrendadores morosos y vendedoras a plazo de placeres y diversiones. Como otras calles de la ciudad colonial, también ha tenido varios nombres. Inicialmente se llamó Calle de Nuestra Señora de la Altagracia, Calle de San Agustín, Calle de Nuestra Señora del Consuelo y Calle de la Imprenta. El nombre de Calle del Porvenir le viene desde el 1927, en que el Concejo Municipal expidió el Acuerdo que legalizaba dicho nombre, porque en ella, se fundó en 1877 el Periódico El Porvenir, decano de la prensa nacional en su época y célebre porque desde sus páginas el Dr. Rafael Núñez, expuso y defendió su pensamiento político.

A pesar de que han pasado casi treinta años y que luego me fui a vivir a otro lugar de la ciudad, parece que fue ayer, en que llegué un dos de febrero de 1978, a esa calle que jamás había sido famosa. Llegué como mis ancestros, con una mochila de pita de esas que construyen con la magia y el encanto mis parientes chimilas y una maleta de cuero de aquellas que se abrían como un acordeón y se apretaban bien con dos correas de hebillas anchas. En la maleta, además de la ropa, pantalones y camisas que me había hecho mamá Dona, de los libros que me había regalado papa Tomás, traía ilusiones, sueños, esperanzas y recuerdos, especialmente la foto amarillenta en donde estábamos todos los miembros de la familia y que había tomado en el patio de la casa el señor Eufrasio Alvarado, en tiempos que se usaba la cámara de brazo y trípode.

En la mochila, como era costumbre cargaba una hamaca con sus cabuyas, queso, bollo y un frasco de suero que recuerdo me había regalado la Niña Chon, una señora de corazón amplio y cuyo nombre debe encontrarse en estos momentos en una de las muchas listas perdidas de las que llegan de los países subdesarrollados al Vaticano solicitándole la beatifiquen.

Aunque desaparecieron las residencias estudiantiles y los enclaves de polvos baratos para dar paso a los establecimientos y discotecas sofisticadas, los revolucionarios de verdad verdad y también los de pacotillas se fueron perdiendo. Todo ha cambiado, no se oye el pregón del vendedor de las griegas, y mucho menos la carreta de botellita, tampoco se escuchan los piropos a las mozalbetes de minifaldas del Muñecón Bandido y mucho menos se oyen los gritos de “labiodulce”, el vendedor de periódicos que tenía la costumbre de fumar cigarrillos pielroja que pegaba en la bemba de abajo con la baba que le colgaba. La Calle del Porvenir, sigue siendo testigo de una época gloriosa y signando los acontecimientos de la ciudad.

En fin, la Calle del Porvenir, a pesar de que nunca le han cantado un verso, y jamás escondieron en sus norias un tesoro los piratas Drake, el Monoescobar o Morgan, y tampoco Murillo dejó allí su mácula sangrienta y Bolívar nunca echó ningún polvo con muleca alborotada en el pasillo o zaguán de una de sus mansiones palaciegas, es muy famosa porque allí en una de sus casas de tres plantas, se gestó una generación de estudiantes valientes y luchadores, así muchos, tiempo después, hubiesen terminados en las fauces de la burocracia, muchos convertidos hoy grandes profesionales de las diferentes disciplinas del pensamiento, apoltronados en importantes cargos del sector oficial y del sector privado, pero a quienes les cabe el mérito de haber hecho del debate, la discusión y la oratoria un credo y a lo largo de casi una década lideraron la égida revolucionaria de la Universidad de Cartagena y que en su momento hicieron que germinar las ideas combativas para las marchas, las discusiones y los debates, hoy perdidos de las aulas del Claustro de San Agustín, así luego terminaran en parrandas de tinto y butifarra en la Cafetería Colombia de la Calle Estanco del Aguardiente, hablando y leyendo de poesía, ensayo y narrativa, y escuchando canciones de los Beatles, Violeta Parra o Pablito Milanés.

Mi Nombre es...

“Mi nombre es...”

A E. C. Meza Rosales,
a quien el Destino le dio un premio para toda la vida.

Desde la mañana en que el profesor de literatura universal, un anciano bonachón de chivera nevada y puntiaguda y bigotes ensortijados que vestía siempre de camisa y pantalones negros y corbata roja, cuando yo culminaba mis estudios superiores en la universidad local, hizo un alto elogio de mi nombre remontándose a lo más profundo de las raíces griegas, siempre lo llevé con orgullo, al expresarlo y al escribirlo ante los demás, pues hasta ese día, le había reprochado a mis padres que me hubiesen bautizado con un nombre de vieja que, ante mis amigas y amigos se me llenaba la cara de pena y de vergüenza. En mi primer día de clases, cuando apenas tenía cinco años, en el jardín infantil de mi pueblo que lo atendía la señora Altagracia Dos Santos, y al que asistíamos todos los niños y niñas de mi edad, mis compañeritos se rieron y se burlaron al escuchar mi nombre.

-Tienes nombre de señora, me dijo Iluminada de los Espíritus, una niña de mi edad que llevaba gajos rizados en su frondoso cabello rubio y usaba gafas de vidrio grueso por la naciente miopía.

Cuando llegaba a casa y contaba a mis padres lo que pasaba en el colegio, ellos me explicaban que así se llamaba mi abuela y también mi bisabuela y mi tatarabuela y que era una tradición en la genealogía de la familia de mi padre llevar ese nombre. “A la mierda la tradición y también mis abuelas”, pensaba yo a mi corta edad.

Recuerdo que papá, que a veces se las daba de poeta, me decía que ese era un nombre muy importante, porque lo habían llevado varias mujeres de algunas cortes del viejo mundo, cuyos reinos jamás me mencionaron. Hasta mi tío Quinoja, que a veces anda de viejo mandarino y otras de Fauno erótico alborotado, hacía siempre una defensa del nombre de mi abuela, explicando y argumentando que lo importante no era el nombre sino la persona, pero siempre terminaba con una conclusión: el nombre refleja la personalidad de quien lo lleva y que además, éste está signado, mucho antes de nacer la persona, por el inexorable dios Destino en la frente de quien lo ha de llevar, “igual que a la entrada de la gruta de cada mujer escrito está el nombre del hombre u hombres que por allí entrarán, para bien o para mal, para el amor o para el odio”, según las tradiciones islámicas.

Siempre me decía ven acá mi nena, que te voy a decir tu nombre en verso:

Desde pequeña fui una niña precoz, comencé a decir mis primeras palabras cuando tenía seis meses, mientras me pegaba como un político avezado a chupar en la teta de mamá sin importar el lugar que fuera y mis primeros pasos, sin ayuda de nadie ni de nada, los di cuando alcanzaba los ocho meses. Y como si fuese un ave de mal agüero, la madrugada en que nací, contaba papá, mis gritos fueron tan grandes y sonoros, que alhunos los pájaros enmudecieron y otros cambiaron de voz; el búho que todas las madrugadas ululaba en el chopo del anciano campano, metió el pico entre las plumas; el cuervo que graznaba alegre, se escondió en el hueco del medicinal sancuaraño; el turpial que cantaba el himno nacional anunciando la hora del ordeño de las vacas, esa madrugada se olvidó de la letra; el sinsonte que imitaba la voz hueca de Fidel Castro diciendo el discurso de instalación de la Asamblea del Pueblo y hablando mal del imperialismo norteamericano, se olvidó del cubano y comenzó a imitar a Chávez, y, lo más extraordinario, hasta el gallo que anunciaba el polvo de la despedida, sin decir mú, se tiró desde el cogollo de la milenaria ceiba que daba sombra en el patio a cacarear como una gallina vieja. Otros cerraron el pico. Si, el pico, ninguno de esos otros pájaros bullangueros dijo nada ese día.

Con el paso de los años, a medida que dejaba de ser niña, me fui convirtiendo en una mujer; de la escuela de primaria ingresé al bachillerato y luego a la universidad. Cuando pasaba con mis amigas ante los jóvenes desconocidos, los piropos más bellos eran para mi.

-Para el bombón de mirada dulce como un caramelo, decían.

Luego cuando tenía oportunidad de conocerlos y sabían mi nombre lenta y pausadamente se retiraban, ¡uf, qué nombre tan feo!- decían. Le cogí entonces cierta tirria y antipatía a mi nombre, pues muchos de mis amigos y amigas para molestarme, creo que no eran mis amigos, me llamaban por los dos nombres, si así como les digo, por los dos nombres que papá y mamá me habían maculado en la pila bautismal, y que fueron recibidos con alegría por mis padrinos, Eurípides Ludovico, y mi madrina Eleodora Prudencia, ¡qué vergüenza! Cierta vez que a la casa de mis padres, llegó el notario del pueblo, y cuando ansiosamente esperaba el coqueteo de los jóvenes de mi edad, le pregunté si yo podía cambiar mi nombre por el de alguna de esas mujeres famosas como Jacquelinekenedy, Isadoranorden, Leididiana, Isabellacatólica, Estefaníademonaco, Goldameyer, Gretagarbo, Briggitbardó, Teresadecalcuta, Isabeldeinglaterra, Elizabethtailor, o que simplemente me llamara Maríaestuardo.



-Pero mija, me dijo con el tono paternal de los escribanos de pueblos, si tu nombre es el más hermoso de cuantos hay en el santoral romano, y la Santa mejor hablada porque es la que mejor expresa la lengua. Nunca entendí la última frase de su discurso.

Desde ese día jamás volví a contarle a nadie sobre la vergüenza que sentía por mi nombre. Los pocos novios que tuve, cuando me escribían cartas de amor, ponían mi nombre entre comillas como si se burlarán de él. Pienso que el hecho más bochornoso fue el día en que iba a contraer nupcias. El templo estaba abarrotado de parientes, familiares y chismosos. La orquesta que había contrato papá tocaba los más bellos porros de mi tierra y yo por la emoción tenía hasta el último pelo de punta. Cuando el cura me preguntó “Señorita....quiere a... por esposo”, mi novio se quedó serio, miró al cura a los presentes y después a mi y me dijo: “tu eres... tú te llamas así, ese es tú nombre”, y salió corriendo por la nave central de la iglesia. Jamás volví a verlo. Y lo peor era cuando llegaba a las fiestas, pues siempre había alguien de mis compañeros que para molestarme, se subía a la tarima y decía “acaba de llegar la señorita....recibámosla con un fuerte aplauso”. A lo largo del recorrido de las clases, pues debido a mi nombre cambié de colegios en varias ocasiones, siempre mis profesores decían usted es la niña que más y mejor habla, por eso tiene el nombre bien puesto. Jamás comprendí el sentido de aquellos comentarios.

Desde aquel día glorioso en que el profesor de Literatura Universal me descifró la etimología de mi nombre, hasta hoy, han pasado muchas lluvias. En el ejercicio de mi profesión conocí otras personas, hombres y mujeres, amigas y amigos, a quienes jamás le demostré pena ni vergüenza por mi nombre, todo lo contrario para hacer honor a él hablaba más. Los que me escuchaban, que eran otros amigos, me decían haces honor a tu nombre. Y después de aquella boda frustrada, tuve muchos novios y amantes, hasta que llegó uno que supo donde estaba mi gracia y, cosa rara, él no se enamoró de mi, si no de mi nombre: es lo más hermoso que he oído, me susurró al oído. Y entonces recordé lo que me decía Quinoja, el tío mandarino que aún sigue alebestrado buscando zagalas por las tierras españolas: que toda mujer a la entrada de su gruta trae escrito el nombre del hombre u hombres que por allí entrarán. Y mi gruta no iba a ser la excepción.

Cartagena de Indias, 11 de enero de 2007

Minicuento - Sueño

Sueño

Solo me percaté de lo que me decían al otro lado del teléfono, cuando escuché la voz fresca de mujer, que me gritaba afanosamente, ¡amo, soy yo, amo! ¡Sí amo, así como lo oye, soy Bambina, su perra!

Entonces medio adormilado recordó que ocho años atrás cuando se bañaba en el mar, su perra que siempre le acompañaba, se le había extraviado.

Todos los recuerdos pasados volvieron como el rollo de una película, desde que compró en Animalandia, un almacén de animales, aquella perrita de estrato tres, que se había encariñado tanto con el que no solo dormían juntos, sino que la perra le lamía la cara, lo despertaba y cuando él llegaba de la calle le prodigaba una danza, en la que la perra solo movía las nalgas.

Solo había dio a la Terminal por curiosidad, por eso cuando vi que aquella hermosa joven corría hacía mi gimiendo y moviendo la cola con la misma gracia y garbo que lo hacía mi perra, no dudé en aceptar que realmente Bambina se había reencarnado

Minicuento - Desagradecido

Desagradecido

 
Se que soy un desagradecido. Si. Así como lo oyen, un perfecto desagradecido con mi amante, mi cómplice, mi confidente. Ella aguantaba todo, yo la usaba con tinta roja o con tinta negra. A veces cuando ella no quería hacer nada, yo le daba fuerte con los dedos y jamás se quejaba decía nada.

Cuando no me levantaba a tiempo o me quedaba dormido, ella me despertaba con su cantaleta y traqueteo, golpeando las letras en el rodillo. Imagínense, que nos habíamos compenetrado tanto que ella misma organizaba el papel y se ponía suavecita para que yo la manoseara y la acariciara.

Pero con la llegada del computador comencé me fui alejando de ella hasta que comencé a odiarla y no la soporté más. Hasta que un día, me armé de valor y sin más preámbulos, tiré la máquina de escribir a la basura.

El Chiquero

El Chiquero

A la memoria de
Atilio Vásquez y de José Castellar, el canario

Si. Así como se los estoy diciendo. Fue en este lugar en donde mataron a papá. Lo recuerdo muy bien porque ese día, él le dijo a mamá que no iba a salir porque quería escuchar la defensa que haría el ministro Serpa del presidente Samper ante el Senado. Todos esos recuerdos los tengo aquí, si aquí, porque uno lo que más se graba en la mente son los recuerdos de los padres y mucho más si uno es testigo de su muerte. ¿Acaso a ustedes no les ha pasado lo mismo? Ese día yo fui más temprano a clases, ya que debía ir hasta la tienda del pueblo a medirme unos zapatos de charol que mi papá me iba a comprar. Recuerdo que cuando me levanté de la hamaca me llamó para darme la bendición. Era lo que hacía cada mañana. Papá era muy creyente. Me dijo, “David, hoy llegas a la tienda de la Tía Elisa y te mides los zapatos que te voy a comprar”. ¡Ah! Cómo recuerdo a papá, cómo se preocupaba por nosotros, por mamá, por mis hermanos y especialmente la Chiqui, si por ella. Aunque ahora esté alta y bien formada, con unos senos como pomelos y unas nalgas tan grandes y redondas como una calabaza que despiertan la admiración y el apetito a muchos de mis amigos y del personal masculino del pueblo; para esos días ella era una niña flaquita que apenas tenía cinco años. Imagínense ustedes como pasa el tiempo. Trece años desde el día en que esos tipos se presentaron como amigos de papá, y mamá hasta les brindó café y los invitó a cenar, pero uno de ellos que después vi varias veces en televisión hablando de crímenes y de justicia le dijo a mamá, no se preocupe señora, solo hemos venido a arreglar un asunto con su marido. Y entonces se sentaron a esperar a papá, en aquellas sillas que aún todavía están debajo de la sombra del centenario sancuaraño. Por más de dos horas hablaron entre ellos, fumaron cigarrillos y hasta jugaron pelota conmigo. Parecían buenas personas. Eso es lo malo, hasta el más cruel asesino a veces logra pasar desapercibido entre la gente. Papá salía cada mañana a comunicar las noticias. Él era el periodista con más sintonía del pueblo, la voz de los que no tienen voz, decía cuando se presentaba en la emisora local. Ese día lo tengo fresquesito en mi memoria, mamá esperándolo con la nena en los brazos y yo sentado en el columpio, meciéndome hasta las ramas más altas del tamarindo tratando de agarrar el nido de los yolofos.



Ya el país se estaba bañando de sangre. Por un lado los ejércitos privados de las autodefensas que operaban a plena luz del día con la complicidad de las autoridades civiles y militares y por otro lado la guerrilla. En la madrugada cuando papá se levantaba lo primero que hacía era encender la radio. Se bebía una totuma de tinto y después se iba al baño y allí demoraba un largo rato mientras hacía sus necesidades y leía el periódico, se bañaba, se acicalaba el bigote, se cortaba la barba y por último se bañaba de Maria Farina. Papá cuando se cambiaba para salir era muy ceremonioso. Siempre hacía lo mismo. Por último, antes de despedirse de nosotros iba hasta donde tenía la imagen de San Agatón, el patrono de los escritores, periodistas, toreros, bailadores y periqueros y allí le oraba por varios minutos.



A papá todos le respetaban porque jamás se vendía. Era un periodista intachable, incólume, de principios férreos. Daba la información precisa, clara y libre de todo ajamiento. “Fue eso lo que le llevó a la muerte”, dijo uno de los testigos en el juicio. Papá jamás iba a una comida o agasajo de esas que brindan constantemente las autoridades para sobornar indirectamente al periodista y tampoco lo hacía con los terratenientes del pueblo. Las muchas veces que lo propusieron para que recibiera una mención también se opuso a que su nombre estuviese allí, pues el consideraba siempre que la labor del periodista es informar, no para recibir premios o menciones, sino porque esa es la esencia del periodismo: decir cada mañana que sucede en el mundo. Y eso hacía papá. Por eso mataron a papá. Por ser periodista. Él siempre se lo dijo a mamá. La profesión de periodista en este país es la más peligrosa. No sabemos de qué lado nos llegará la muerte, si por la derecha, por el centro o por la izquierda. Pero de que llega, llega.



Una vez le dijo a mamá que temía por su vida. Que había recibido cientos de amenazas de muerte, unas veces por teléfono, otras por anónimos y otras veces por insinuaciones veladas de los agentes de la policía, del alcalde y hasta de los mismos jueces que investigaban los delitos que él denunciaba a través de la emisora. “Recuerda que tienes esposa y tres hijos”, le dijo esa vez el alcalde cuando papá salía de la emisora. Papá investigaba por esos días los enlaces de la naciente parapolítica en el pueblo, que en muchos lugares del país no solo habían realizado acuerdos con políticos tradicionales de las regiones, sino que habían creado un imperio de temor, terror, miedo y angustia entre los pobladores y manejaban los hilos del poder a su antojo



Aunque papá se llamaba Guillermo Cano Ibáñez, no tenía un solo parentesco con el reconocido don Guillermo Cano Isaza, aquel famoso director de El Espectador, inmolado por las armas del narcotráfico y cuyo crimen, como muchos crímenes de periodistas del país siguen impunes. Claro que papá siempre se presentaba con orgullo diciendo “Desde Ecos de la Sierra Virgen, les habla Guillermo Cano I.”.



Eran como las doce y y cuarenta del día. Si esos recuerdos están aquí, aquí en mi mente. Papá nunca cogía ni taxi, ni moto y tampoco perdió sus nexos con la tierra. Sembraba yuca, maíz, ñame y frijol, criaba gallinas, pavos patos y cerdos. Él amaba este lugar. Aquí nació y aquí se crió. El noticiero comenzaba a las once y media y terminaba a las doce y media. Siempre demoraba diez minutos. Esa vez llegó precisó, caminó despacio por la senda entre los árboles cuando vio a los señores que lo estaban esperando. Mamá estaba en la puerta de la casa. Él se puso a hablar con ellos, después se dirigieron al chiquero, mamá pensó que habían venido a comprar algunos cerdos y por eso se metió a la casa con la Chiquí en los brazos y agarró de la mano a mi hermano pequeño. Fue entonces cuando escuché los cuatro disparos, uno detrás del otro. Estuve unos segundos sorprendido, pero luego corrí hacía donde se había ido papá con aquellas personas. Mientras escuchaba el carro que se iba con los asesinos, papá daba sus últimos suspiros y quedaba tendido en el chiquero.


Cartagena de Indias, 12 de enero de 2007

Migdonio

Migdonio


Por esas cosas de la vida, Migdonio, el golero que desde pequeño, cuando era un pichón yo tenía de mascota, fue un espécimen raro. Solo aceptaba en su dieta, sopitas de pollo y ensalada de pepinos con lechuga, un poquito de sal y limón. Al terminar de comer, volaba al copo del clemonar, a rascarse la golilla, fumarse una bareta, darse unos toques, luego se cabeceaba de un lado a orto mientras dormitaba.