jueves, 10 de febrero de 2011

El Juego del Siglo

A Chita Miranda y a todas
las glorias del béisbol colombiano que
nunca llegaron a pisar la gran carpa


El Buzón Nelson, parado en el montículo miró la señal que entre las piernas, agachado le hacía el catcher con los dedos de la mano derecha haciendo una uvé invertida, pero, como era costumbre en él, no le respondió. Miró de reojo a cada uno de los tres corredores del equipo contrario que ocupaban primera, segunda y tercera base, esperando el más mínimo descuido de uno de ellos para lanzarle la bola a algunos de sus compañeros. Famoso porque combatió en mil batallas, había ganado muchas, y en otras había salido derrotado. Ese el juego, unas veces se gana y otras veces se pierde, jamás en el béisbol se empata. Pero esta batalla debo ganarla, pensó. Había venido desde Maracaibo, con un contrato jugoso en buenos pesos oro colombianos, con hotel, comida, automóvil y una ardiente aborigen, para que lanzara y especialmente ponchara a Chita Miranda, el toletero más glorioso que en esos momentos había en el béisbol nacional y a quien muy pocos pitcheres se habían dado el lujo de ponchar en el pasado mundial que se realizó en la ciudad de Barranquilla, casi al mismo tiempo en que el mundo asistía al juicio de los criminales nazis en Nüremberg.

Nelson nuevamente miró el home plate y vio una nueva señal de su receptor, pero también la desestimó. Estaba a un lanzamiento, a menos de un minuto de poner fuera de combate a Chita Miranda, a quien en los cuatro turnos anteriores le había dado base por bola, evitando de esta manera cualquier contacto del jugador con la pelota. “Donde te la toque te la bota”, le habían dicho en el camerino. Y era así. Ya que en una recta que le lanzó cuando se distrajo un segundo, Chita que apenas se la rozó, la envió de foul a casi ochocientos metros. La cuenta estaba 3 a 2, tres bolas, dos strikes y el partido a un tercio de finalizar el extra inning de la parte baja del catorce, después de 3 horas y media, estaba a su favor dos carreras a una. Había llegado tres meses antes a Cartagena desde Venezuela en un fokker que fue fletado para la ocasión y por recomendación del manager del equipo se había hospedado en una residencia familiar de la Calle Tripitaymedia, en el populoso y heroico barrio de Getsemaní y de inmediato fue enrolado a las filas de la novena Torices, acérrima rival del equipo Águila, que también contaba con grandes figuras del béisbol nacional.

El día de su llegada, como ha sido costumbre, el Alcalde Mayor, un gamonal atravesado, en contra de su voluntad, actuando bajo la presión de la clase política tradicional, en una ceremonia solemne, en las horas de la noche, con invitados especiales, entre los que asistían autoridades civiles, eclesiásticas y militares, la reina de la Independencia, y los habituales lagartos, descendientes de virreyes y marqueses, y altas personalidades de la aristocracia criolla, amigas del gobierno, después de una tanda de discursos aburridos y latosos que se prolongaron por más de dos horas, le había hecho el homenaje de rigor. Y ahora, dijo el alcalde, por la investidura que tengo, le entrego las llaves de la ciudad y lo declaro “Caballero de la Pagana Orden del Cangrejo Alborotao”.

En el plato Pedro Chita Miranda, con la visera de la gorra echada hacia atrás, a sus 27 años había acumulado tanta fama y prestigio, que lo ubicaban en el pedestal como el más famoso jugador del béisbol colombiano de todos los tiempos y en esos momentos emblema del team Águila. Inclinaba hacia delante el torso, mientras que con las dos manos agarraba el bate, lo movía de adelante hacía atrás y así sucesivamente. En silencio los espectadores de La Cabaña, ese atardecer del viernes 5 de noviembre, miraban con más atención y respeto a Chita Miranda, que en la plenitud de su juventud, según me dijo Alfonso Pomarez Agámez, parecía un dios africano con sus dos metros de altura y su musculoso cuerpo que amenazaba con salirse del apretado uniforme azul celeste, con rayas de vivos rojo, uno de los pocos periodistas que fue testigo del nacimiento, grandeza y decadencia del béisbol nacional. Recuerdo que yo apenas tenía quince años y acompañé a Melanio Porto, que ya era un narrador cotizado en el béisbol, entre los periodistas hicieron las cabinas de transmisión de las dos emisoras que habían en la ciudad las hicimos con láminas de zinc, tablas de pino y techo de paja”, me dijo el cronista Alfredo Pernet, pocos días antes de morir.

El partido, que hasta esos momentos llenó toda expectativas, además de la tensión que produjo en la ciudad y especialmente en el público, había sido agotador desde sus comienzos a las cuatro de la tarde, cuando el doctor Mariano Ospina Pérez, vestido con el indumento propio de la Cartagena de la época, con pantalón, camisa, chaleco y saco blanco, corbata azul y zapatos de charol con hebilla, con el rostro rojo como un tomate podrido por inclemente sol, y rodeado de una prole de acólitos, hizo el lanzamiento de honor.

Las farolas de la iluminación pública que desde hacía rato fueron encendidas, lo mismo que en las dieciséis pantallas de mil bujías que para la ocasión instalaron a los lados del diamante y de las graderías de la Cabaña los trabajadores de la empresa municipal, que en un acto de solidaridad y heroísmo añadiendo cables y cruzando solares y vías, lograron traer desde la planta instalada en el baluarte de Pastelillo, estaban atestadas de toda clase de bichos nocturnos, que revoloteaban alegres alrededor de las luces, y a veces molestaban a los fanáticos que no solo rezaban y se apretaban las manos unos a otros, sino que esperaban que Chita Miranda bateara por lo menos un hit, pues el Buzón lo había dominado tanto con sus bolas bajas y afuera que el ídolo local se había visto en la necesidad de abanicar el viento.

Chita Miranda, seguía tranquilo y confiado en el home, pues no prestaba atención ni a las señas que al otro lado le hacía el maestro Pelayo Chacón y tampoco a los gritos de apoyo que desde el banco le lanzaban sus compañeros Ramón Herazo, Judas Araujo y Armandito Crizón, el médico. Más allá, en el rincón de su camerino, vio arrodillados ante la imagen de San Agatón, patrono de beisbolistas, cumbiamberos, maricas y periqueros, a Humberto “Papito” Vargas y al “Fantasma” Cavadía que oraban agarrados de la mano, haciendo esfuerzo para que él toleteara la pelota.

Los dos, Chita y Buzón, Buzón y Chita, ante el público, a pocos segundos del final del partido, seguían retándose. Uno frente al otro semejando dos gladiadores, mirándose a los ojos, como si estuviesen en un reto, esperando la más leve distracción; Chita Miranda, con el bate dispuesto a botarla al mar, de lanzarla a los nubarrones que anunciaban lluvias, a tirarla y meterla en los camarotes de las naves y espantar el polvo que en esos momentos alguna turista foránea hacía con un aborigen; por su parte el Buzón Nelson encorvado, con el guante en la mano izquierda descansando sobre el muslo izquierdo y la mano derecha detrás de la espalda, acariciaba la bola, le daba vueltas como si estuviese unida a la yema de los dedos, sin sacudirse las gotas de sudor que lenta y paulatinamente bajaban por sus sienes, miraba de reojo; y en esos momentos, unidos por la magia de la metempsicosis, de la que habló Platón, dos mil y pico de años atrás, en la mente de ambos de resonó de pronto la atronadora salva de aplausos que por poco echa al suelo las graderías de madera y el techo de paja de La Cabaña, que el público de pie les tributó, al entrar encabezando cada uno su novena, detrás de las ocho bellas niñas de piel de azabache que representaban a sus sectores y delante de todos, la reina de la Independencia de la heroica y virreinal Cartagena, la de Indias.

Por esos días la ciudad apenas llegaba a unos ciento cincuenta mil habitantes y en todos los rincones hervía el fervor por el juego de pelota caliente que años atrás, a mediados de 1910 trajeron en sus equipajes y en sus quimeras, algunos jóvenes aristócratas que habían ido a estudiar a ciudades de las Antillas y a los Estados Unidos, y que en menos de veinte años de práctica le había dado tanta gloria a la ciudad y al país, que no solo se habían conseguido los títulos regionales y orbitales, sino que hasta el mismo presidente de la república, pocos meses después de aplacar y reprimir los brotes de protesta que se suscitaron en Bogotá y en todo el país por el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, se había venido desde Honda, bebiendo güisqui y comienzo pernil de zorra tierna ahumado, en un buque de ruedas, con todos los miembros del gabinete ministerial.

El béisbol se desarrolló como deporte de aficionados desde 1842 en la ciudad de Nueva York desde que Alexander Cartwright formó un equipo al que llamó el Knickerbocker Base Ball Club y con otros entusiastas participantes elaboró un conjunto de veinte reglas, publicadas por primera vez en 1845, y rápidamente, fueron aceptadas convirtiéndose en la base del béisbol moderno. Ese mimo equipo jugaría el 19 de junio de 1846, el primer partido oficial de béisbol en el mundo al enfrentarse al New York Club.

Cartagena no iba a ser la excepción. La ciudad vivía por todos los poros la fiebre del béisbol y de la mayoría de provincias del caribe llegaban ganaderos, comerciantes y nuevos ricos, con sus prolíficas familias en yates, buques de vapor, hidroaviones, ferrocarril, en coches lujosos o en cabalgatas, que se confundían con personalidades de la cultura y de la política que no se querían perder un solo inning del partido.

Nadie del Caribe que tuviera una hectárea de tierras y una docena de reses quería perderse del tan sonado match. Ese día La Cabaña, rodeada de caballos de buena estirpe, de flamantes Bentley-Rolls Royce, Mercedes Benz, Sedán, Chevrolet y Studebaker de vistosos colores, se había convertido en el epicentro de la actividad de la ciudad. Desde la mañana habían llegado periodistas, fotógrafos y narradores deportivos de la mayoría de ciudades del Caribe y del centro del país, que querían transmitir en vivo el encuentro del siglo, como lo habían anunciado en las propagandas, fijadas en las paredes de las calles y en las carteleras de los cines. Allende los espectadores, asomaban los bergantines, proas y chimeneas de buques y barcos que atracaban en el muelle, con sus contrabandos made in Medellin, y a la puerta de entrada del público, ventas de fritos, carimañolas, arepa e’huevo, chicharrones, vasos de jugos, guarapo, cervezas, ñeque y aguamiel.

Era viernes y toda la ciudad se había trasladado al residencial barrio de Manga, cuyos habitantes, conocidos como los nuevos ricos, descendientes de la arruinada aristocracia criolla, pero que aún un siglo y medio después de haberse independizado la Nación del corrupto imperio borbónico español, seguían viviendo de títulos, mercedes y prebendas, y manejando el erario público a su antojo, habían construido un complejo de viviendas residenciales de hasta diez piezas, caballerizas y galpones, amplios porches, grandes antejardines, una especie de réplica en miniatura de las ciudades sureñas y esclavistas norteamericanas; y en cuyo ambiente se respiraba aún el sentimiento y el espíritu negrero de sus propietarios, que se movilizaban en coches y berlinas tiradas por cuatro caballos y guiadas por negros de sacoleva, corbatín y librea. Fueron ellos quienes solicitaron al alcalde que buscara otro lugar para que se realizara dicho evento, pues la abigarrada muchedumbre podría en un momento dado, terminar en un desorden que perjudicaría notablemente la paz de aquel paraje solitario. No obstante, el burgomaestre un sabanero de sombrero vueltiao y abarcas, alejado de los protocolos, que vivía amancebado con dos negras, una bantú y otra mandinga, no solo se opuso a los requerimientos de las damas de la encopetada sociedad, sino que él mismo, bajo los efectos del almizcle de sus negras de ébano, consiguió que se construyeran nuevas gradas y se conectaran las pantallas al recién inaugurado sistema eléctrico de la ciudad.

En la zona sur de ese barrio habitado por aristócratas criollos y sedientos de títulos nobiliarios, se consturyó La Cabaña, muy cerca al malecón de madera, a donde atracaban buques de vapor provenientes de otras regiones de Colombia y del mundo. Según las cronologías y las notas periodísticas, fue el primer escenario beisbolero que hubo en el país, ya que al propagarse la fiebre del nuevo deporte, los jóvenes con el apoyo de las autoridades acomodaron los playones para practicarlo. Y La Cabaña fue uno de ellos, con la ventaja que fue cercado con láminas de zinc y adentro, alrededor del diamante se construyeron gradas de madera, se puso un tablero con los espacios para escribir los nombres de las novenas local y visitante y los nueve cuadros, uno encima de otro, para indicar el marcador.

Para los entendidos en materia del juego de béisbol, el Buzón Nelson, era un artista del box, con un amplio repertorio, lanzaba en la zona baja y era difícil de conectar, con rectas y curvas mortíferas a más de 100 millas por hora. Había sido fichado por los Medias Blancas para llegar a la gran carpa, pero la suerte esa vez no le acompañó, pues estuvo varios meses incapacitado debido a la herida producida por un pelotazo que le dio de frente y certero en el pómulo derecho. Por eso cuando don Jorge Gómez Peralta, conocido en el ambiente beisbolero como “Brazo de Oro”, el empresario de perros y chorizos de la ciudad, le habló de contratarlo para que viniera como primer lanzador a una novena colombiana, Nelson no lo pensó dos veces. Le dijo que si y que saldría para Colombia al día siguiente. Ahora estaba ahí parado, frente a quien había sido su adversario en los últimos ocho años, muy a pesar de que nunca se habían enfrentado.

A la mente de Nelson llegaron en tropel los recuerdos del día de su llegada al Muelle de los Pegasos en que la muchedumbre apretujada, cuando él asomó la cara por la puerta del hidroavión, lo recibió con una alegría inmensa, una euforia inusitada, y una atronadora salvas de aplausos, características propias de la sinceridad de la gente del trópico, de la gente Caribe, de los habitantes de Cartagena. Recordó su infancia en El Cardonal, uno de los barrios más populosos del Maracaibo de sus amores. Los campos petroleros por donde él con su camada de amigos en las mañanas se iba a mirar como emergía de las profundidades de la tierra el petróleo que subía al cielo como por arte de magia. Nuevamente volvió a la realidad y vio a Chita Miranda allá en el home play que subía y bajaba el bate por encima del hombro derecho, esperando su lanzamiento.

Miró de reojo nuevamente las bases y en medio del silencio aterrador en que podía escucharse la caída sobre la grama de una gota de agua en La Cabaña, pisó el montículo con el guayo derecho y sincronizadamente levantó la pierna izquierda y el brazo, el mismo brazo con el que había ponchado a cientos de bateadores, y con un gesto de alegría, de triunfo, de victoria, dobló el brazo hacía adelante y como si todo hubiese sido calculado desde los orígenes de la humanidad, al momento de tirar el brazo hacia delante y lanzar la bola, ¡ puf! La luz que había sido instalada por orden del alcalde con tanto cuidado y esmero, se había apagado, y mientras todo quedaba en tinieblas y cundía el pánico entre los asistentes, la bóveda celeste se iluminaba por la luz de las centellas y el cielo se reventaba en mil pedazos, por los rayos que anunciaban la tormenta.

San Sebastián de Calamari, 9 de abril de 2009

sábado, 5 de febrero de 2011

Don Misael Soracá

El Barbero de Pueblo Bonito

A Don Misael Soracá, legendario barbero
de muchas generaciones


Don Misael Soracá[2] fue el más querido y también el más legendario barbero de Pueblo Bonito, profesión que siempre combinó con la de zapatero, sastre y cuentero y con las que contribuyó al engrandecimiento de la población, muy a pesar del temperamento difícil de sus habitantes, muchos de los cuales estaban más pendientes de la vida de sus vecinos que la de ellos mismos. Después de tantas y tantas lluvias y tempestades lo recuerdo tal como lo conocí cuando yo era una niña llena de alegrías y esperanzas y con una cabellera brillante, larga y rizada que atraía los ojos de todas las personas sensibles a los dones de la belleza natural. Era un hombre humilde, sencillo, sincero, educado, fino en su trato, de noble cuna, amante de su hogar y como todos los barberos de este país y del mundo, conocedor de los problemas ecuménicos, que comentaba y discutía con su clientela, en las horas de insoportable y hostigante calor.

Aún hasta nuestros días inexplicables, tuvo la virtud de innovar finos calzados que encajaban en los pies de las damas, zagalas y mozuelas como si fuesen de espuma o de seda: “Los zapatos que hacía don Misael eran mágicos, no se sentían en los pies y nos transportaban a una dimensión desconocida como si estuviésemos en el fascinante mundo de Cenicienta”, comentó alguna vez Evangelina, la colona, cuando la gente se lamentaba de su silenciosa muerte.

Don Misael era de estatura mediana, delgado, de piel trigueña, cabellos indios y frondosos que le caían por ambos lados de la cara que él peinaba entre las largas y anchas orejas, rostro ovalado, ojos claros, boca pequeña en la que escondía una dentadura blanca y fuerte. Vestía siempre con pantalón gris y camisa blanca abotonada hasta el cuello y mangas largas recogidas hasta los codos de los brazos. En él jamás se cumplió el dicho aquel de “zapatero a tus zapatos”, sino el otro que dice que “en casa de herrero azadón de palo”, pues jamás dejó de usar las abarcas tres punta, ni para los actos más solemnes o extraordinarios. “Los zapatos son para la gente de ciudad”, decía.

En su casa, una casa grande como son las casas de los pueblos, que para esos días las hacían con paredes de lata cruzadas y boñiga y techo de palma, que sus dueños pintaban con cal y una cenefa de unos treinta centímetros en la parte inferior de color rojo o azul, según el partido político a que pertenecía, a la entrada de la única puerta principal siempre escribían una frase como “Dios bendiga este hogar”, “Las quince letras”. Generalmente tenían dos piezas, el cuarto donde estaban los baúles, cofres, camas, escaparates y la mesita para venerar a los santos y en la que dormían hacinados el padre, la madre y los hijos pequeños y la sala en la que estaban los muebles, un juego de sala tejido en mimbre, dos sillas individuales, dos mecedoras, un sillón de tres puestos y la mesita de centro en la que generalmente estaba el florero de loza con figuras de ángeles. En las paredes colgaban los cuadros en blanco y negro, el reloj de dos péndulos y las repisas para las luminarias y linternas, y encima de la entrada de la puerta que da a la calle estaba una rama de sábila. “Es para la buen suerte”, decía la gente. En los vértices de las esquinas opuestas estaban incrustadas las argollas de las que pendían los cáñamos para guindar las hamacas en las que dormían las personas mayores. En la sala y al lado de una de las paredes estaba una consola de un metro con espejo tan grande que cubría media pared de la sala. “Lo traje de Curazao”, decía siempre orgulloso. Varios cuadros adornaban la estancia, uno del Mono Olaya que estaba en la baranda del segundo piso de un buque de vapor. Había una foto de Gaitán, con el brazo derecho levantado y la boca abierta y al fondo miles de rostros aclamando al líder inmolado. Posiblemente el cuadro que más llamaba la atención era el del Ánima Sola, rodeada del Animero de Margarita y el Judío Errante.

La cocina, que estaba afuera, en otra casa más pequeña, a la que llamaban ranchito, con todos los elementos propios de las viviendas de los pueblos. El fogón de tierra de tres puestos hecho sobre una troja de estacas de ubito. Otras personas lo hacían en el suelo colocando tres bindes separados y por cuyos espacios metían la leña para el fuego. De las pencas de las paredes y en las madrinas había hileras de cuernos de venados o de garabatos de totumo en las que enganchaban vainas con las rulas o cuchillos, ollas, abanicos de paja con mango, totumas, pellones, mochilas, sombreros y todas esas cosas que son propias de los hombres creados en el ambiente pastoril. Entre las palmas de los alares, la gente acostumbraba a meter rollos de tabaco, cucharas de palo y el dinero fruto de la venta de sus productos. De las varasantas colgaba un gancho en el que estaba el calabazo suerero y de la última viga del techo, encima del fogón colgaba un gajo de guineo manzano. La gente se sentaba en los taburetes, en las banquetas o en el chinchorro, que eran las sillas propias de la cocina y del patio por donde corría toda clase de animales domésticos.

Era ese el sitio que servía de Barbería, que en las horas de la mañana siempre permanecía llena de amigos que iban a charlar o de clientes que mientras esperaban el turno leían una que otra revista o periódico de fechas pasadas. En esa Tertulia espontánea, a la que muchas veces me llevó papá Tomás, escuché a muchos ilustres talaigüeros hablar de la grandeza de otras épocas de la población y cuyo timbre aún guardo como un recuerdo valioso en el arcano baúl de mi meoria. Parece que estuviese viendo a don Pablo Emilio Gutiérrez, de pie vestido de pantalón caqui y camisa azul, hablando con su voz de Polifemo sobre los problemas del comercio en los pueblos del Río Cauca. A don Nemesio Lobo, el ilustre ocañero que dio origen a una noble estirpe de telegrafistas que hablaba de la importancia que en su tiempo tuvo la telegrafía de clave morse y, cómo él fue quien descifró el mensaje de la muerte de Lenin a principios de 1923 cuando llegaba en ruso a todos los teletipos del país. También en ese tertuliadero ocasional no faltaban don Nicolás de la Matta, el más querido terracotero de estos lares y el más notable orador de todos los tiempos y a quien el pueblo buscaba afanosamente cuando llegaba algún político de raca mandaca para que le diera la bienvenida; don Benitico Batista, el más famoso narrador de historias del río y cuyo gran mérito fue el de pescar en su atarraya una tarde de sol una joven sirena encantada que nadie en el pueblo la pudo ver porque él mismo la vendió al capitán de un buque de ruedas que en esos momentos pasaba por ahí; don Gil María Rodríguez, un campesino honesto de corazón ardiente que vivía alegre y vociferando con emoción “viva el gran partido conservador y abajo los mochorocos”. Y Papá habla del conflicto colombo-peruano y de su valiosa y significativa participación en la defensa de la soberanía nacional.

Mientras cada quien exponía su parecer y don Misael con la rapidez de un experto motilaba, cosía un zapato o trazaba el corte de un pantalón, Manuel Noriega, hablaba de su natal Ciénaga y de sus amores felices con Mercedes y el señor Antonio Sánchez, un antioqueño de ancestros campesinos, primer odontólogo que llegó al pueblo con fresa y moldes de chapas, no cesaba de hablar de los triunfos liberales y de la bravura de Uribe Uribe y Benjamín Herrera.

Debo decir que fue una bella época aquella en que don Misael le hizo a cada quien el corte que quiso, pues no hubo sola fémina en toda la región a quien él no le llegara a podar su pelo con sus tijeras mágicas o le hiciera un par de coturnos con cueros traídos de las más prestigiosas marroquinerías del caribe y del país, que en épocas de sarao, fiestas o bailes, las niñas con orgullo lucían. “Me los hizo don Misael”, decían cuando alguien se los miraba.

Pero su verdadera leyenda comenzó en tiempos de la Semana Mayor cuando una mañana de febrero y en pleno apogeo y furor de los carnavales, se presentó a su casa una comisión de notables y blasonados hijos de la ilustre Villa de Mompox.

-Queremos que lo motile, le dijeron y le señalaron un baúl.

Don Misael pensó que se trataba de una broma de mal gusto. Pues no comprendía que había adentro del baúl. Entonces los miembros de la comisión le dijeron que habían escuchado su fama en todos los lugares de la región y por eso le traían la venerada imagen del Cristo para que él le hiciera el corte de pelo según la época que se estaba viviendo y además para que luciera hermoso ante los ojos de la romería de peregrinos y visitantes.

Nadie se explica que fue lo que pasó. Pues para la fecha de la Semana Mayor, el cabello le había crecido tanto al Cristo de Mompox que le llegaba hasta la espalda y las barbas le caían al pecho. “Tiene unas manos embrujadas”, dijeron algunas personas. “Es un hombre milagroso”, dijeron otros. Fue don Pedro Adán Bianchi, arzobispo auxiliar de Cartagena quien le puso punto final a la controversia cuando dijo tajantemente en una homilía:

-“Ese peluquero perdido en uno de los pueblos de la geografía de la Patria, tiene en sus manos un don sobrenatural, otorgado por Dios a muy pocos seres en el mundo”.

Desde ese día no hubo santo o virgen que no llegara a la casa de don Misael para que al menos le cortara un solo pelo de su alma. Fueron tantas y santísimas las vírgenes que llegaron que toda la región se llenó de lugares santos y a donde concurrían los hombres para ver el milagro de aquel hombre prodigioso que tenía el don de hacer crecer el pelo a la más lunga de las zagalas de la región.

_ “La cosa mía estaba pelada y él desde que me pasó sus tijeras prodigiosas, me hizo crecer tanto pelo en la cosa, que cada seis días debo motilarla”, me dijo con picardía doña Chicaleo, cuando supo que yo andaba buscando la historia del legendario barbero de mi pueblo.

Aunque tengo una vaga idea en las nebulosas de mis recuerdos, fue él quien me cortó los lazos rubios que desde mi nacimiento Mamá Dona, me había cuidado con tantos esmero y que aún sigue cuidando porque ella, como toda madre, los guardó en la caja de sus recuerdos. “Aquí está el ombligo y los cabellos de Joche”, suele decir, cuando abre el baúl y curucutea sus añoranzas idas. Esa vez, Betty me llevó a escondidas por toda la Albarrada a la Barbería Soracá, ella quería tener un pretexto para verse con el novio, que los sábados se venía en lancha desde Mompox.

Fue una época gloriosa para Pueblo Bonito, porque a pesar de que las noticias llegaban atrasadas y el periódico aparecía cada mes, la gente estaba informada porque don Nemesio Lobo, cada mañana antes de entrar al gabinete a retransmitir el teletipo, leía las informaciones que había recibido el día anterior a través del telégrafo. A pesar de que yo tenía apenas cuatro años, lo recuerdo muy bien, pues fue para esos días en que mi papá ante la persecución de la gendarmería de la dictadura de Rojas Pinilla, debió salir huyendo una madrugada en canoa para Tacamocho y luego trasladarse a Cartagena. Regresaría meses después cuando el dictador había huido según decía la prensa con las urnas y baúles repletos de monedas de oro.

Para esos días la mayoría de pelaos andábamos cimarrones y montaraces, con pantalones cortos y sin camisas, desnudos y libres como las garzas morenas y los manatíes que en las madrugadas llegaban hasta el frente de la casa, en la orilla del río, y nos despertaban con sus silbos alegres para que mi abuela Ismenia les tirara un trozo de panela y una totuma de leche fresca y caliente, antes de que acuatizaran los hidroaviones y espantaran las cáfilas de caimanes y babillas que dormían plácidamente sobre los matojos de taruyas que se apretujaban entre las raíces de los pintacanillos y clemonares, mientras la gente alegre aplaudía aquel espectáculo inefable.

En las tardes muchos de los habitantes de Pueblo Bonito se sentaban sobre las murallas o tupias para contemplar el sol de los venados o esperar el arribo de los buques de ruedas que anunciaban su llegada tres kilómetros antes con el sonido agudo de la sirena o alguna marcha nupcial y de los que bajaban pasajeros a estirar las piernas, comerse una buena posta de bocachico frito en alguna de las fondas o beberse una totuma de chicha fresca, mientras la orquesta interpretaba valses y pasodobles y los marineros cargaban las calderas con carbón vegetal.

La mañana en que Betty me llevó a escondidas para que me cortaran el pelo, estaba fresca y de la sierra bajaba un viento agradable. Lo recuerdo muy bien porque fue el día en que el tornado que surgió del encanto de las aguas se tragó a la bella hilandera que se bañaba junto a su mamá y que según supe, reapareció 25 años después en el mismo lugar, lozana y radiante y diciendo que solo había estado sumergida en las aguas unos pocos segundos.

En tiempos de la Barbería Soracá, también funcionó la Barbería Blanco del Mono Agustín, que no era tan concurrida porque en ella solo se motilaba, pero eso sí, ambas perfumaban a sus clientes con “Agua Viva” o “Moroline”, que eran las aguas de colonia más famosas del momento y que compraban cada quince días a una avioneta que acuatizaba frente a la casa y que según decía el capitán venían directamente de París. Todo en su gabinete tenía su historia, las tijeras, la silla giratoria que le había ganado a unos gitanos en una partida de naipes en el camarote de un remolcador, el cuero de danta donde afilaba la navaja y la barbera, los peines él mismo los hacía de concha de galápagos.

Fueron unos tiempos maravillosos. De Pueblo Bonito se iba a Mompox en lancha, y a las poblaciones cercanas en burro o de a pie por los llamados caminos reales. No había carretera, ni carros, pero si buques de vapor, lanchas, remolcadores y a veces uno se iba para Barranquilla en balsas. Las comunicaciones eran tan lentas que la muerte de Gaitán se vino a saber cuando comenzaron a pasar agua abajo los primeros cadáveres con una garza viajera sobre sus espaldas y un letrero en los testículos que decía murió como su jefe Gaitán. Fue entonces cuando la gente se arremolinó en la casa de don Misael para que encendiera la radio y pudiesen escuchar las noticias, ocho días después.

Aunque no era muy hablador, don Misael hablaba con todas las personas de Pueblo Bonito, hoy lo hacía con don Germán Turrizo, luego con don Pedro Bravo, también con don Víctor Castro y con el señor Obando Sierra. Eso sí, nunca cruzó palabra con Robayo, el inspector de policía y jefe militar, porque él como todos los habitantes del pueblo siempre tuvieron la certeza de que quien incendiaba las casas de techo de paja del pueblo era la misma autoridad y no los mochorocos como a veces lo pregonaba.

Hoy recuerdo a don Misael Soracá tal como era, como un liberal íntegro e intachable y honesto que forjó una bellísima leyenda en torno a su nombre. Creo que sus hijos debieron heredar sus buenas costumbres y transmitirlas a sus nietos, pues la imagen que tengo de él es la misma que una noche se me reveló en sueños: sentado sobre un banco, con su cabeza nevada, el espinazo doblado y clavando el zapato delicado y peludo de alguna virgen extraviada.

Talaigua Nuevo, 1994

Trabajo publicado originalmente con el título “Don Misael Soracá: LEGENDARIO BARBERO DE MUCHAS GENERACIONES”, en la Revista SURCOS, Nos. 3 y 4 de Junio de 1995, publicación trimestral de la Secretaría de Educación Departamental. Páginas 14, 15 y 16.

La Rosa Blanca que le robé al sueño

La Rosa Blanca
que le robé al sueño

A C. R. G., que me inspiró la narración
A doña Cecilia Arbeláez de Castellar,
que me recordó el cuento



Una mañana de diciembre[3] de uno de esos años lejanos y perdidos entre los laberintos inextricables de mi memoria, después de soportar muchos sueños efímeros y pesadillas fugaces sin porvenir y sin esperanzas, desperté asustado sobre la blanda estera de la cama, acompañado de una delicada y tierna rosa blanca que, con esfuerzo había arrancado del techo oscuro de mis sueños y que desde hacía varios meses había jugado a las escondidas con los sentimientos fantasmales al otro lado de la vida.

La rosa blanca la tenía en mi mano bien apretada y de su tallo lleno de espinas caían gotas de sangre que al llegar al suelo iban formando una enorme perla deslumbrante. En el sueño, recuerdo remotamente, la rosa blanca era perseguida por un grupo de alegres colibríes que se peleaban su néctar para en embriagarse de felicidad. A veces la rosa blanca cambiaba de tonalidad o se transformaba en un extraño ser de esos que habitan en los más apartados rincones de los sueños o en los más remotos lugares del universo. A veces era como un copo de espumas posado sobre el torrente de aguas de las más caudalosas cataratas. Hacía varios meses que venía recordando historias remotas de mi infancia, perdidas muchas de ellas en las calles polvorientas de mi pueblo, que se confundían con el desorden de los personajes que poblaban mis sueños. Soñaba con almas de otras regiones y de otros mundos que envidiaban mi felicidad porque yo soñaba en el mismo sueño con la rosa blanca; a veces también soñaba con los espíritus errantes de las almas de mis antepasados, unos eran piratas arruinados que buscaban tesoros ilusorios en las islas del Caribe, otros eran indígenas fueguinos que buscaban la felicidad en el remolino de las pesadillas. De pronto me encontraba viajando sobre una alfombra mágica de las muchas alfombras añoradas en mis tiempos de niñez después de que iba al cine de don Santiago Chica y veía la película El Ladrón de Bagdad, era acompañado por bellas y jóvenes ordalías que con el torso desnudo y vistiendo apenas un trozo de túnica transparente sobre sus partes púdicas danzaban al compás de las notas de una cornamusa encantada. También me perseguían las almas de los muertos de mi pueblo que trataban de asirse a mis esperanzas y me llamaban con sus voces silenciosas, hasta que la rosa crecía y crecía y crecía y entonces, como en mis tiempos de mi niñez, me escondía en uno de sus enormes pétalos y entraba nuevamente al éxtasis de los sueños.

Recuerdo que el médico me dijo que todo eso no era sino el producto de los muchos sueños reprimidos que en mis tiempos de estudiante había soportado.

-“Afloran los deseos reprimidos de otras épocas”, dijo el galeno moviendo artísticamente de un lado a otro su copioso y albo bigote.

En vacaciones cuando regresaba a Pueblo Bonito y me leía en el día un promedio de 10 novelas vaqueras y luego en las noches seguía leyendo con la luz de las espabilosas luminarias o bajo el manto luciferino de las luciérnagas y luego me quedaba dormido, soñaba entonces con los míticos héroes del far west y yo aparecía detrás del bar vendiendo y sirviendo wiski y tequila a los vaqueros y pistoleros del legendario oeste norteamericano. Lo más sorprendente de todo es que entre el grupo de girls que bailaban el can can, estaba la rosa blanca, triste y solariega esperando que un alma caritativa la recogiera.

Soñé muchas veces que había muerto en el sueño y que era justa esa muerte porque yo en este mundo no era más que un infeliz mortal que me había burlado de Cloto, la Parca que corta el hilo de la vida; veía, miraba, sentía como mis amigos y parientes me llevaban alegres al cementerio y cavaban la fosa al lado de un anciano sancuaraño hábitat de cientos de pájaros cantores, oía los rezos y plegarias y el rozar tétrico del féretro con la tierra seca y allí en esa lóbrega soledad sentía la mano amiga de la rosa blanca que me sacaba de las profundidades del Averno y lo más sorprendente, las criptas y mausoleos se convertían en hermosas plantas de rosas blancas de cuyas hojas brotaban melodías que llenaban de felicidad mi corazón.

La primera vez que soñé con la rosa blanca viajaba en un tres de palo y fierro viejo que dejaba una nube negra y espesa de humo, pero a diferencia de los otros trenes de caldera de carbón, este no bufaba como un buey, sino que runruneaba como los gatos en celos. Muchas veces desperté por las frenadas en las estaciones olvidadas y otras veces porque a veces los niños y niñas que subían para ir a sus escuelas y colegios me hacían cosquillas y maldades. Agobiado por el peso de tantos y tantos trasnochos atrasado, adormilado veía por la ventanilla la campiña florecida de aquellas regiones agrestes, hasta que plácidamente, como un bebé en el regazo de su madre me quedé profundamente dormido. A medida que me introducía más y más en el agujero de lo desconocido aparecía por todos los lados la rosa blanca, unas veces como la guía sobre los rieles del tren, otras veces posada sobre los durmientes, encima de los riscos, al lado de los árboles. No había un solo rincón en donde no estuviera la rosa blanca. Me introducía por esos parajes solitarios llenos únicamente de plantas exóticas de aromas penetrantes cuyas flores eran visitadas por tominejos y colibríes, que libaban con ansia y frenesí el néctar de la vida. De las profundidades de la madre tierra emergían voces y melodías y fue cuando me dije: “Estoy loco”. Mientras, yo hacía esfuerzos para asirme a una tabla de salvación y despertar, el tren subía y subía por esas montañas y bosques, todo era más hermoso, más enigmático, más encantado, y más allá, muy cerca en los confines de la vida con la muerte, en los propios riscos de la eternidad estaba la rosa blanca, transparente y bella como si hubiese emergido del sueño. Lo inexplicable del sueño era que yo soñaba en otro sueño que estaba soñando y así sucesivamente se hacía una cadena interminable. Cientos de aves y pájaros acosaban la rosa blanca, otros desde las ramas de árboles y arbustos le prodigaban melodiosos trinares y cantos, pero lo más asombroso era que el mismo Morfeo, el dios de los sueños, hacía hasta lo imposible para que yo soñara con la rosa blanca porque él estaba enamorado locamente de ella. Esa vez, en el tren de palo y fierro, la rosa desapareció cuando desperté por el tirón de orejas que me dio el vigilante que me llamaba para decirme que habíamos llegado al sitio de destino. Los ronquidos de gato en celo de la locomotora me pusieron nuevamente en la realidad, aunque me levanté y me bajé en aquella estación alejada del tiempo, seguí sumergido, soñando despierto con la rosa blanca mientras escuchaba a lo lejos el trinar alegre de los pájaros.

Quiero expresar que aquel sueño durante muchos meses se me repitió. Cuando acompañaba a pescar a papá a la ciénaga de los recuerdos para espantar los mosquitos a la pesca y me quedaba dormido en la proa de la almadía; en los camarotes de los buques de vapor a donde muchas se metían los caimanes que jugueteaban con los tercos manatíes y con sus coletazos sobre el camarote me despertaban; en las vacaciones de julio o diciembre que llegaba a mi pueblo y a escondidas me metía en la cabina de los hidroaviones que acuatizaban en la boya que estaba frente a la casa y los gringos le decían a mis hermanos mayores que lo cuidaran. “Cuiden ese fósil”, decían. También soñé con la rosa blanca en las madrugadas cuando adormilado sobre la burrita de mi tía, iba en busca de leche tibia a la huerta de mamá. Lo inexplicable fue que las veces que traté de acercarme a la rosa blanca, fuerzas extrañas y misteriosas lo impedían. Sentía que alguien por detrás me agarraba con fuerzas cuando yo trataba de cogerla. Cuando la gente tuvo conocimiento de mis pesadillas dijeron que yo estaba loco y otras apenas atinaron a decir que esos sueños eran producto de la enfermedad del desarrollo y de las tantas pesadillas sin miedo que había tenido a causa de la pasión que vivía. Al paso de los días, el médico me dijo que esa obsesión por la rosa blanca tantas veces soñada no era sino un sueño más de los muchísimos sueños a que somos susceptibles los humanos. Fue cuando opté por no soñar nunca más con la rosa blanca, puesto que ese sueño era una quimera fugaz de las muchas que padecemos cuando soñamos despiertos.

Las pocas veces que logré acercarme eludiendo toda clase de obstáculos y quise tocarla se alejó entre las nebulosas de la memoria seguida de cientos de voces y de ecos encantados que brotaban de las hendiduras de la tierra, unas veces de los valles y otras veces de las altas montañas. Desesperado lloré en el sueño de otro sueño y desperté con tantas lágrimas en la cama que empecé a creer que yo no era el mismo sino otra persona que vivía en mí. Despertaba desesperado con el puño de la mano derecha bien apretado como si agarrara un objeto, como si asiera el tallo de la rosa blanca, y así me quedaba durante varios minutos hasta que caía en la cuenta que no agarraba nada y entonces soltaba los músculos de mi brazo. Lo hacía con una gran frustración pues no había podido sacar la rosa de los pasillos silenciosos de la memoria. La realidad era otra, la rosa se había quedado del otro lado del tiempo. Pero una mañana en que me desperté con el puño bien cerrado, comprendí que en realidad la rosa blanca existía. Toda la estancia estaba impregnada del aroma y la fragancia que en el sueño despedían sus pétalos, allí regado en las rachas de polvo y en las burbujas del viento estaba el mismo perfume que tantas veces me había embriagado cuando lograba cruzar la barrera entre la quimera y la realidad, entre la ilusión y lo existente, entre lo imaginado y lo concreto.

Huyéndole al sueño que tenía con la rosa blanca, me acosté en la misma cama en que en otras épocas durmieron los caimanes y me hice la idea de que no soñaría otra vez con la rosa. Urdí toda clase de trampas, pues le hice creer a la rosa que yo quien me acostaba y acostaba a mi hermano, y cuando entonces se percataba que no era yo quien estaba acostado iba por todos los sueños, me buscaba con codicias hasta que me encontraba durmiendo entre nidos de patos y gallinas. Entonces se burlaba de mí, abría cada pétalo y luego los cerraba y por último se me introducía y yo la veía espléndida y delicada, me daba una sonrisa y me pedía que la siguiera, y yo la seguía por senderos arborizados y oscuros unas veces, otras iluminados por rayos de estrellas perdidas que se colaban por el tupido follaje y dejaban marcas de haces por la espesa bruma, unas veces me perdía, pero me guiaba por la fragancia de sus pétalos. Lo más extraordinario eran las trinitarias y los heliotropos y las gardenias y todas las flores de ese bosque ilusorio que le prodigaban cantos y alegría a la rosa blanca y yo en el sueño miraba asombrado todo cuanto sucedía y daba gracias en nombre de la rosa mientras ellas emocionadas abrían sus pétalos para que los pájaros cantores chuparan el néctar de su vida.

Debí recurrir a los malabares de la hechicería, a los sabios consejos de los gurúes y a las marusas de los brujos citadinos que me vendieron la fórmula para descifrar el enigma de los sueños y así poder arrancar la rosa blanca que tantas y tantas veces me había sido esquiva. Fue la noche decembrina de fandangos y chandés en que me preparé para arrancarle la rosa blanca al sueño. Me tapé bien los oídos ya que según me dijeron los brujos consultados el hechizo estaba en el canto melodioso del cortejo de flores que siempre la acompañaban y que en el sueño me enloquecían, solo debía percibir el aroma y fragancia de sus pétalos y así lo hice. En el sueño logré acercarme a los confines de la tierra, miré los abismos y tuve miedo y quise renunciar a la aventura. En un momento dado la vi sobre un montículo de oro, fue entonces cuando estiré el brazo y agarré fuertemente el tallo de la rosa, y entonces todo sucedió en un segundo, como si fuera la primera pesadilla de mi vida, como si fuera el primer susto de los muchos sustos que en la vida había tenido, desperté con la rosa blanca en mi mano. La tenía bien apretada y con los ojos cerrados, temiendo que fuera otra jugada del destino o una de las muchas ilusiones que en los últimos meses había padecido. Me quité los algodones de los oídos y escuché entre las nebulosas de la madrugada cantos y voces que provenían de lejanos lugares. Para alegría mía cuando abrí los ojos la rosa blanca estaba en mi mano derecha y de su tallo lleno de espinas salió una gota de savia que al caer al suelo se convirtió en una perla iridiscente. Me levanté de la cama y observé al trasluz de la ventana la rosa blanca, era la misma rosa que había visto en los últimos veinte años en mis sueños desesperados, estaba fresca, lozana y radiante, pero en sus pétalos pude leer la tristeza que la embargaba. No quise seguir aumentando su dolor, así que me fui al jardín de la casa, cavé un hoyo al que le eché bastante abono y la sembré en un lugar privilegiado, pero con tan mala suerte que a los pocos días moría de tristeza. Desde ese día hice un juramente junto a su cadáver vegetal que nunca más buscaría una rosa blanca en mis sueños efímeros o en mis pesadillas sin porvenir y sin esperanzas.



San Sebastián de Calamarí, a finales de 1986.

En su versión original, el cuento fue publicado en el Suplemento Literario del Diario La Libertad el día 29 de septiembre de 1985 y en el periódico Caribe Libre correspondiente a la edición de Octubre de 1985.