martes, 3 de mayo de 2011

El Chiquero

El Chiquero

A la memoria de
Atilio Vásquez y de José Castellar, el canario

Si. Así como se los estoy diciendo. Fue en este lugar en donde mataron a papá. Lo recuerdo muy bien porque ese día, él le dijo a mamá que no iba a salir porque quería escuchar la defensa que haría el ministro Serpa del presidente Samper ante el Senado. Todos esos recuerdos los tengo aquí, si aquí, porque uno lo que más se graba en la mente son los recuerdos de los padres y mucho más si uno es testigo de su muerte. ¿Acaso a ustedes no les ha pasado lo mismo? Ese día yo fui más temprano a clases, ya que debía ir hasta la tienda del pueblo a medirme unos zapatos de charol que mi papá me iba a comprar. Recuerdo que cuando me levanté de la hamaca me llamó para darme la bendición. Era lo que hacía cada mañana. Papá era muy creyente. Me dijo, “David, hoy llegas a la tienda de la Tía Elisa y te mides los zapatos que te voy a comprar”. ¡Ah! Cómo recuerdo a papá, cómo se preocupaba por nosotros, por mamá, por mis hermanos y especialmente la Chiqui, si por ella. Aunque ahora esté alta y bien formada, con unos senos como pomelos y unas nalgas tan grandes y redondas como una calabaza que despiertan la admiración y el apetito a muchos de mis amigos y del personal masculino del pueblo; para esos días ella era una niña flaquita que apenas tenía cinco años. Imagínense ustedes como pasa el tiempo. Trece años desde el día en que esos tipos se presentaron como amigos de papá, y mamá hasta les brindó café y los invitó a cenar, pero uno de ellos que después vi varias veces en televisión hablando de crímenes y de justicia le dijo a mamá, no se preocupe señora, solo hemos venido a arreglar un asunto con su marido. Y entonces se sentaron a esperar a papá, en aquellas sillas que aún todavía están debajo de la sombra del centenario sancuaraño. Por más de dos horas hablaron entre ellos, fumaron cigarrillos y hasta jugaron pelota conmigo. Parecían buenas personas. Eso es lo malo, hasta el más cruel asesino a veces logra pasar desapercibido entre la gente. Papá salía cada mañana a comunicar las noticias. Él era el periodista con más sintonía del pueblo, la voz de los que no tienen voz, decía cuando se presentaba en la emisora local. Ese día lo tengo fresquesito en mi memoria, mamá esperándolo con la nena en los brazos y yo sentado en el columpio, meciéndome hasta las ramas más altas del tamarindo tratando de agarrar el nido de los yolofos.



Ya el país se estaba bañando de sangre. Por un lado los ejércitos privados de las autodefensas que operaban a plena luz del día con la complicidad de las autoridades civiles y militares y por otro lado la guerrilla. En la madrugada cuando papá se levantaba lo primero que hacía era encender la radio. Se bebía una totuma de tinto y después se iba al baño y allí demoraba un largo rato mientras hacía sus necesidades y leía el periódico, se bañaba, se acicalaba el bigote, se cortaba la barba y por último se bañaba de Maria Farina. Papá cuando se cambiaba para salir era muy ceremonioso. Siempre hacía lo mismo. Por último, antes de despedirse de nosotros iba hasta donde tenía la imagen de San Agatón, el patrono de los escritores, periodistas, toreros, bailadores y periqueros y allí le oraba por varios minutos.



A papá todos le respetaban porque jamás se vendía. Era un periodista intachable, incólume, de principios férreos. Daba la información precisa, clara y libre de todo ajamiento. “Fue eso lo que le llevó a la muerte”, dijo uno de los testigos en el juicio. Papá jamás iba a una comida o agasajo de esas que brindan constantemente las autoridades para sobornar indirectamente al periodista y tampoco lo hacía con los terratenientes del pueblo. Las muchas veces que lo propusieron para que recibiera una mención también se opuso a que su nombre estuviese allí, pues el consideraba siempre que la labor del periodista es informar, no para recibir premios o menciones, sino porque esa es la esencia del periodismo: decir cada mañana que sucede en el mundo. Y eso hacía papá. Por eso mataron a papá. Por ser periodista. Él siempre se lo dijo a mamá. La profesión de periodista en este país es la más peligrosa. No sabemos de qué lado nos llegará la muerte, si por la derecha, por el centro o por la izquierda. Pero de que llega, llega.



Una vez le dijo a mamá que temía por su vida. Que había recibido cientos de amenazas de muerte, unas veces por teléfono, otras por anónimos y otras veces por insinuaciones veladas de los agentes de la policía, del alcalde y hasta de los mismos jueces que investigaban los delitos que él denunciaba a través de la emisora. “Recuerda que tienes esposa y tres hijos”, le dijo esa vez el alcalde cuando papá salía de la emisora. Papá investigaba por esos días los enlaces de la naciente parapolítica en el pueblo, que en muchos lugares del país no solo habían realizado acuerdos con políticos tradicionales de las regiones, sino que habían creado un imperio de temor, terror, miedo y angustia entre los pobladores y manejaban los hilos del poder a su antojo



Aunque papá se llamaba Guillermo Cano Ibáñez, no tenía un solo parentesco con el reconocido don Guillermo Cano Isaza, aquel famoso director de El Espectador, inmolado por las armas del narcotráfico y cuyo crimen, como muchos crímenes de periodistas del país siguen impunes. Claro que papá siempre se presentaba con orgullo diciendo “Desde Ecos de la Sierra Virgen, les habla Guillermo Cano I.”.



Eran como las doce y y cuarenta del día. Si esos recuerdos están aquí, aquí en mi mente. Papá nunca cogía ni taxi, ni moto y tampoco perdió sus nexos con la tierra. Sembraba yuca, maíz, ñame y frijol, criaba gallinas, pavos patos y cerdos. Él amaba este lugar. Aquí nació y aquí se crió. El noticiero comenzaba a las once y media y terminaba a las doce y media. Siempre demoraba diez minutos. Esa vez llegó precisó, caminó despacio por la senda entre los árboles cuando vio a los señores que lo estaban esperando. Mamá estaba en la puerta de la casa. Él se puso a hablar con ellos, después se dirigieron al chiquero, mamá pensó que habían venido a comprar algunos cerdos y por eso se metió a la casa con la Chiquí en los brazos y agarró de la mano a mi hermano pequeño. Fue entonces cuando escuché los cuatro disparos, uno detrás del otro. Estuve unos segundos sorprendido, pero luego corrí hacía donde se había ido papá con aquellas personas. Mientras escuchaba el carro que se iba con los asesinos, papá daba sus últimos suspiros y quedaba tendido en el chiquero.


Cartagena de Indias, 12 de enero de 2007

1 comentario:

Unknown dijo...

hola profe dios lo bendiga:el cuento del chiquero es muy triste ya que esa familia sufrió una tragedia..por muy pequeño que sea el niño una situación como esa no se le va a olvidar,ya que es algo que el vivió y se trataba de su padre;
att. candelaria polo castro. ( alcesa 5to D )