martes, 3 de mayo de 2011

El Porvenir: calle de la revolución

Vuelta a la Manzana

De aquella calle combativa y revolucionaria de hace casi treinta años, a la que nunca le cantó el Tuerto López, ni Artel, ni Pedro Blas, y tampoco tiene una sola tarja, blasón o emblema en la pared de una de sus casas que diga que por allí pasó Francis Drake y dejó en una de las norias de los patios un tesoro escondido, o durmió el Libertador con alguna de sus amantes ocasionales, o que en uno de aquellos paredones, en su afán de restaurar el decrépito y rengo reino de España, Morillo fusiló a algún revolucionario patriota, o vivió uno de los muchos oidores, marqueses, condes o barones de embuste embuste que llegaron – y aún llegan- a la ciudad a vivir del erario público, en tiempos de la sangrienta invasión castellana; en esa calle desde donde se programaron las grandes marchas de estudiantes, las diferentes tomas de la Universidad de Cartagena y se dieron los más candentes debates ideológicos y políticos entre marxistas y leninistas, troskystas y stalinistas, maoístas y mamertos pro-soviéticos y pro-chinos, pro-cubanos y proyankis, pro-albaneses y antiyanquis, liberales y godos, izquierdistas y derechistas, que luego, agotados y exánimes terminaban con una parranda de tintos y butifarras en la Cafetería Colombia de la Calle Estanco del Aguardiente, escuchando música de Los Beatles, Violeta Parra, Pablo Milanés o en el menor de los casos a Piero José, la Calle del Porvenir sigue siendo fresca, agradable, amena, silenciosa y una de las de mayor movimiento y más famosas del centro de la ciudad amurallada por sus almacenes, hoteles y celestinajes donde se venden alegrías y placeres, pero por esa inexorabilidad de Cronos que no da tregua, de ella quedan añoranzas y recuerdos, nostalgias y reminiscencias, en fin solo evocaciones de una época desbordada en sentimientos y evocaciones.

Llegué a vivir a la Calle del Porvenir, a una residencia de estudiantes provincianos, alegres y bullosos por recomendación de Hernán Novoa Salcedo, un compañero de primer semestre de la facultad de Derecho, que por aquellos días, a pesar de su juventud quería parecerse a Mao Tse Tung: usaba kimono gris y pantalones de botas anchas, calzaba babuchas y se había dejado crecer tanto la rala barba que los pelos le llegaban hasta la cintura. Los primeros días de mi llegada a Cartagena, me hospedé en una residencia de putas santas y rezanderas ubicada en la Calle Larga en la que pagaba por dormida cada noche sesenta y ocho pesos, y en la que debía soportar no solo el ruido y pataleos de las paredes de cartón que se movían de un lado para el otro, sino los gritos y gemidos de las meretrices y de los gays que cada noche perdían su virginidad. Fueron doce días en que cada mañana, para quitarme el olor a amores comprados, coitos perdidos y tricomonas que siempre llevaba impregnado en mi ropa, me bañaba con la fragancia de la Colonia Moroline que años atrás me había reglado Monseñor Antonio Rosero Perea, un sacerdote católico que siempre tuvo las esperanzas de que yo llegara a ser obispo. “Toma Joce Daniels, me dijo esa, para que la uses cuando seas jerarca de la Iglesia”.

La casa-residencia a donde me mudé era de tres pisos, y aún sigue siéndolo, ubicada en mitad de la acera derecha de la calle yendo hacia el mar, y por esos días era de propiedad de los David, una familia de libaneses criollos dedicada al comercio de camisas y pantalones que llegaban a cobrar el canon de arrendamiento con precisión el día dos de cada mes. “En los negocios hay que ser praciso”, decían.

El piso primero estaba destinado a locales comerciales, el tercero era una exclusiva pensión femenina de estudiantes de medicina que como nosotros, en la segunda planta, vivían hacinadas a montones de cinco personas por cada una de las cinco habitaciones. Las dueñas de cada una de las posadas, ambas se llamaban María y le decíamos Mayo, ambas eran de Cereté, ambas hacía treinta y dos años atrás habían llegado a aquellos aposentos, ambas pagaban dos mil quinientos pesos y aunque no tenían ningún parentesco, por esas coincidencias de la vida, tenían los mismos apellidos y el mismo número de hijos.

Quiero aclarar que mucho antes de llegar a Cartagena, la de Indias, como le dice Meira, ya había tenido dos grandes frustraciones en el estudio. Una en el Seminario Nacional de Cristo, de la Ceja (Antioquia) y otra en la Universidad de Nariño, en la Facultad de Economía. Cartagena, para mi era una ciudad extraña, como lo ha sido para todos los habitantes del sur de Bolívar, pues de ella, lo único que sabía era que en tiempos de la Colonia, no solo enfrentó a Mompox, sino que también quiso disputarle y desconocer el hecho histórico de que fue la ciudad Valerosa la primera en declarar la independencia absoluta de España y desafiar el poder español aquel 6 de agosto de 1810, cuando aún estaban frescas las discusiones que se habían suscitado en Santa Fe de Bogotá.

Casi treinta años después, no logro encontrar una explicación lógica y razonable que me diga como fue que a esa casa de la Calle del Porvenir, donde aún se respira el olor rancio y carcomido de la realeza y de la aristocracia, hubiesen caído en el mismo lugar, aterrizado en la misma parcela, los dirigentes de partidos políticos de izquierda, que de una manera u otra jalonaban la lucha revolucionaria estudiantil de la Universidad de Cartagena. Allí había troskistas, socialistas utópicos, comunistas, leninistas, maoístas, representados por estudiantes como William Márquez, estudiante de medicina, Blas Ojeda, estudiante de Economía Política, Raúl Acosta estudiante de Economía, Salim Amastha, estudiante de medicina, y los estudiantes de ña Facultad de Derecho, Adalberto Pertuz,  Milton Buelvas, Jairo Ruiz, y algunos otros cuyos nombres se pierden en los recovecos de esta memoria descencijada por las lluvias, las alegrías y los avatares.

Los domingos y días de fiestas que llegaban otros dirigentes como Toribio Barreto, César Flórez, el Quique Silvera, Arturo Zea, Freddy Bolívar y Jorge Carrillo, que en cierto sentido eran los duros, acompañados por un séquito de palafreneros, nos reuníamos en el zaguán de la casa, el mismo que nos servía de celestinaje para holgar allí con alguna de las zagalas del piso tercero. Por desgracia, muchos de aquellos revolucionarios pequeños burgueses, con el tiempo mostraron su catadura, para utilizar un término de aquella época gloriosa, pues terminaron en las toldas de partidos tradicionales, ocupando cargos públicos y chupando con ansias en el erario público.

Se armaban discusiones, acerca de la asfixia presupuestal, la privatización de la universidad pública colombiana, el derecho a la autonomía, la ciencia y la investigación, la condena a la invasión y a la agresión gringa a Albania, los kilométricos discursos de Fidel que oíamos a través de Radio Habana Cuba, y muchos otros temas, que hacían que las discusiones se prolongaran hasta altas horas de la noche, que la Niña Mayo, la del segundo piso, a veces se levantaba en bata, para brindarnos tinto y llamarnos la atención. Otras veces, nos íbamos para la Cafetería Colombia, y allí ya cambiábamos el discurso político por la creación literaria, pues nos encontrábamos con el Maestro y dramaturgo Régulo Ahumada Zurbarán, el Maestro Santiago Colorado, y los poetas Erick Bozzi Anderson, Ricardo Vélez Pareja, Gustavo Padrón Barreto y otros escritores que apenas incursionaban en la bella palabra escrita como Pedro Blas Julio Romero, Jorge García Usta, Pedro Badrán Padauí, José Sarabia Canto, Manuel Burgos, Pantaleón Narváez, Gustavo Tatis, Gustavo Padrón Barreto, y Rómulo Bustos Aguirre. Allí, entre tinto y butifarra, butifarra y tinto, leíamos poemas, cuentos, ensayos y cuanto libro llegase a nuestros manos, tanto de literatura como de política. Todos los que vivíamos allí, sabíamos que la casa, ubicada estratégicamente cerca de la Universidad de Cartagena, estaba fichada no solo por el F-2, el G-3, el DAS, el G-7 el Bloque de Búsqueda y todo el aparato militar que montó el Mandato Caro de López Michelsen y que acrecentaría el Gobierno de Trubay con el funesto y tristemente célebre Estatuto de Seguridad, sino también por el esquirolaje de espías de las autoridades de la Universidad. Y no era para menos, pues también cada semana nos llegaban cajas repletas de libros sobre El Estado y La Revolución, Empiriocriticismo, El Manifiesto del Partido Comunista, El origen de la Familia, la Propiedad privada y el Estado y las revistas de China Reconstruye, Beijing Informa y naturalmente el Libro Rojo de la Revolución China, todos aún con el olor a tinta fresca y el hálito agradable de las mujeres orientales y el alma revolucionaria del camarada Mao Tse Tung.

La calle del Porvenir, ubicada en pleno corazón de Cartagena, con las calles de San Agustín Chiquito, Calle Primera de Badillo y Calle Vicente García, forma una de las manzanas de más intenso comercio de la ciudad, por la cantidad de vendedores ambulantes y estacionarios, pedigüeños, picaros, meretrices, varados, desplazados, refugiados y toda clase de producto de una ciudad que vive en toda su intensidad las políticas del neoliberalismo, pues, podría decirse que la calle Primera de Badillo es el mercado de las pulgas de Cartagena. En otros tiempos estuvieron muy cerca de allí los almacenes Sears, Ley, Tía, Singer, Juliao, la Joyería Onix, una de las más célebres de la ciudad y del país, varias residencias de amores escondidos donde la media hora de polvo valía seis pesos y también uno de los tres edificios Ganem, que para la época era una hacinamiento de juzgados venales, tinterillos remington, arrendadores morosos y vendedoras a plazo de placeres y diversiones. Como otras calles de la ciudad colonial, también ha tenido varios nombres. Inicialmente se llamó Calle de Nuestra Señora de la Altagracia, Calle de San Agustín, Calle de Nuestra Señora del Consuelo y Calle de la Imprenta. El nombre de Calle del Porvenir le viene desde el 1927, en que el Concejo Municipal expidió el Acuerdo que legalizaba dicho nombre, porque en ella, se fundó en 1877 el Periódico El Porvenir, decano de la prensa nacional en su época y célebre porque desde sus páginas el Dr. Rafael Núñez, expuso y defendió su pensamiento político.

A pesar de que han pasado casi treinta años y que luego me fui a vivir a otro lugar de la ciudad, parece que fue ayer, en que llegué un dos de febrero de 1978, a esa calle que jamás había sido famosa. Llegué como mis ancestros, con una mochila de pita de esas que construyen con la magia y el encanto mis parientes chimilas y una maleta de cuero de aquellas que se abrían como un acordeón y se apretaban bien con dos correas de hebillas anchas. En la maleta, además de la ropa, pantalones y camisas que me había hecho mamá Dona, de los libros que me había regalado papa Tomás, traía ilusiones, sueños, esperanzas y recuerdos, especialmente la foto amarillenta en donde estábamos todos los miembros de la familia y que había tomado en el patio de la casa el señor Eufrasio Alvarado, en tiempos que se usaba la cámara de brazo y trípode.

En la mochila, como era costumbre cargaba una hamaca con sus cabuyas, queso, bollo y un frasco de suero que recuerdo me había regalado la Niña Chon, una señora de corazón amplio y cuyo nombre debe encontrarse en estos momentos en una de las muchas listas perdidas de las que llegan de los países subdesarrollados al Vaticano solicitándole la beatifiquen.

Aunque desaparecieron las residencias estudiantiles y los enclaves de polvos baratos para dar paso a los establecimientos y discotecas sofisticadas, los revolucionarios de verdad verdad y también los de pacotillas se fueron perdiendo. Todo ha cambiado, no se oye el pregón del vendedor de las griegas, y mucho menos la carreta de botellita, tampoco se escuchan los piropos a las mozalbetes de minifaldas del Muñecón Bandido y mucho menos se oyen los gritos de “labiodulce”, el vendedor de periódicos que tenía la costumbre de fumar cigarrillos pielroja que pegaba en la bemba de abajo con la baba que le colgaba. La Calle del Porvenir, sigue siendo testigo de una época gloriosa y signando los acontecimientos de la ciudad.

En fin, la Calle del Porvenir, a pesar de que nunca le han cantado un verso, y jamás escondieron en sus norias un tesoro los piratas Drake, el Monoescobar o Morgan, y tampoco Murillo dejó allí su mácula sangrienta y Bolívar nunca echó ningún polvo con muleca alborotada en el pasillo o zaguán de una de sus mansiones palaciegas, es muy famosa porque allí en una de sus casas de tres plantas, se gestó una generación de estudiantes valientes y luchadores, así muchos, tiempo después, hubiesen terminados en las fauces de la burocracia, muchos convertidos hoy grandes profesionales de las diferentes disciplinas del pensamiento, apoltronados en importantes cargos del sector oficial y del sector privado, pero a quienes les cabe el mérito de haber hecho del debate, la discusión y la oratoria un credo y a lo largo de casi una década lideraron la égida revolucionaria de la Universidad de Cartagena y que en su momento hicieron que germinar las ideas combativas para las marchas, las discusiones y los debates, hoy perdidos de las aulas del Claustro de San Agustín, así luego terminaran en parrandas de tinto y butifarra en la Cafetería Colombia de la Calle Estanco del Aguardiente, hablando y leyendo de poesía, ensayo y narrativa, y escuchando canciones de los Beatles, Violeta Parra o Pablito Milanés.

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