sábado, 5 de febrero de 2011

Don Misael Soracá

El Barbero de Pueblo Bonito

A Don Misael Soracá, legendario barbero
de muchas generaciones


Don Misael Soracá[2] fue el más querido y también el más legendario barbero de Pueblo Bonito, profesión que siempre combinó con la de zapatero, sastre y cuentero y con las que contribuyó al engrandecimiento de la población, muy a pesar del temperamento difícil de sus habitantes, muchos de los cuales estaban más pendientes de la vida de sus vecinos que la de ellos mismos. Después de tantas y tantas lluvias y tempestades lo recuerdo tal como lo conocí cuando yo era una niña llena de alegrías y esperanzas y con una cabellera brillante, larga y rizada que atraía los ojos de todas las personas sensibles a los dones de la belleza natural. Era un hombre humilde, sencillo, sincero, educado, fino en su trato, de noble cuna, amante de su hogar y como todos los barberos de este país y del mundo, conocedor de los problemas ecuménicos, que comentaba y discutía con su clientela, en las horas de insoportable y hostigante calor.

Aún hasta nuestros días inexplicables, tuvo la virtud de innovar finos calzados que encajaban en los pies de las damas, zagalas y mozuelas como si fuesen de espuma o de seda: “Los zapatos que hacía don Misael eran mágicos, no se sentían en los pies y nos transportaban a una dimensión desconocida como si estuviésemos en el fascinante mundo de Cenicienta”, comentó alguna vez Evangelina, la colona, cuando la gente se lamentaba de su silenciosa muerte.

Don Misael era de estatura mediana, delgado, de piel trigueña, cabellos indios y frondosos que le caían por ambos lados de la cara que él peinaba entre las largas y anchas orejas, rostro ovalado, ojos claros, boca pequeña en la que escondía una dentadura blanca y fuerte. Vestía siempre con pantalón gris y camisa blanca abotonada hasta el cuello y mangas largas recogidas hasta los codos de los brazos. En él jamás se cumplió el dicho aquel de “zapatero a tus zapatos”, sino el otro que dice que “en casa de herrero azadón de palo”, pues jamás dejó de usar las abarcas tres punta, ni para los actos más solemnes o extraordinarios. “Los zapatos son para la gente de ciudad”, decía.

En su casa, una casa grande como son las casas de los pueblos, que para esos días las hacían con paredes de lata cruzadas y boñiga y techo de palma, que sus dueños pintaban con cal y una cenefa de unos treinta centímetros en la parte inferior de color rojo o azul, según el partido político a que pertenecía, a la entrada de la única puerta principal siempre escribían una frase como “Dios bendiga este hogar”, “Las quince letras”. Generalmente tenían dos piezas, el cuarto donde estaban los baúles, cofres, camas, escaparates y la mesita para venerar a los santos y en la que dormían hacinados el padre, la madre y los hijos pequeños y la sala en la que estaban los muebles, un juego de sala tejido en mimbre, dos sillas individuales, dos mecedoras, un sillón de tres puestos y la mesita de centro en la que generalmente estaba el florero de loza con figuras de ángeles. En las paredes colgaban los cuadros en blanco y negro, el reloj de dos péndulos y las repisas para las luminarias y linternas, y encima de la entrada de la puerta que da a la calle estaba una rama de sábila. “Es para la buen suerte”, decía la gente. En los vértices de las esquinas opuestas estaban incrustadas las argollas de las que pendían los cáñamos para guindar las hamacas en las que dormían las personas mayores. En la sala y al lado de una de las paredes estaba una consola de un metro con espejo tan grande que cubría media pared de la sala. “Lo traje de Curazao”, decía siempre orgulloso. Varios cuadros adornaban la estancia, uno del Mono Olaya que estaba en la baranda del segundo piso de un buque de vapor. Había una foto de Gaitán, con el brazo derecho levantado y la boca abierta y al fondo miles de rostros aclamando al líder inmolado. Posiblemente el cuadro que más llamaba la atención era el del Ánima Sola, rodeada del Animero de Margarita y el Judío Errante.

La cocina, que estaba afuera, en otra casa más pequeña, a la que llamaban ranchito, con todos los elementos propios de las viviendas de los pueblos. El fogón de tierra de tres puestos hecho sobre una troja de estacas de ubito. Otras personas lo hacían en el suelo colocando tres bindes separados y por cuyos espacios metían la leña para el fuego. De las pencas de las paredes y en las madrinas había hileras de cuernos de venados o de garabatos de totumo en las que enganchaban vainas con las rulas o cuchillos, ollas, abanicos de paja con mango, totumas, pellones, mochilas, sombreros y todas esas cosas que son propias de los hombres creados en el ambiente pastoril. Entre las palmas de los alares, la gente acostumbraba a meter rollos de tabaco, cucharas de palo y el dinero fruto de la venta de sus productos. De las varasantas colgaba un gancho en el que estaba el calabazo suerero y de la última viga del techo, encima del fogón colgaba un gajo de guineo manzano. La gente se sentaba en los taburetes, en las banquetas o en el chinchorro, que eran las sillas propias de la cocina y del patio por donde corría toda clase de animales domésticos.

Era ese el sitio que servía de Barbería, que en las horas de la mañana siempre permanecía llena de amigos que iban a charlar o de clientes que mientras esperaban el turno leían una que otra revista o periódico de fechas pasadas. En esa Tertulia espontánea, a la que muchas veces me llevó papá Tomás, escuché a muchos ilustres talaigüeros hablar de la grandeza de otras épocas de la población y cuyo timbre aún guardo como un recuerdo valioso en el arcano baúl de mi meoria. Parece que estuviese viendo a don Pablo Emilio Gutiérrez, de pie vestido de pantalón caqui y camisa azul, hablando con su voz de Polifemo sobre los problemas del comercio en los pueblos del Río Cauca. A don Nemesio Lobo, el ilustre ocañero que dio origen a una noble estirpe de telegrafistas que hablaba de la importancia que en su tiempo tuvo la telegrafía de clave morse y, cómo él fue quien descifró el mensaje de la muerte de Lenin a principios de 1923 cuando llegaba en ruso a todos los teletipos del país. También en ese tertuliadero ocasional no faltaban don Nicolás de la Matta, el más querido terracotero de estos lares y el más notable orador de todos los tiempos y a quien el pueblo buscaba afanosamente cuando llegaba algún político de raca mandaca para que le diera la bienvenida; don Benitico Batista, el más famoso narrador de historias del río y cuyo gran mérito fue el de pescar en su atarraya una tarde de sol una joven sirena encantada que nadie en el pueblo la pudo ver porque él mismo la vendió al capitán de un buque de ruedas que en esos momentos pasaba por ahí; don Gil María Rodríguez, un campesino honesto de corazón ardiente que vivía alegre y vociferando con emoción “viva el gran partido conservador y abajo los mochorocos”. Y Papá habla del conflicto colombo-peruano y de su valiosa y significativa participación en la defensa de la soberanía nacional.

Mientras cada quien exponía su parecer y don Misael con la rapidez de un experto motilaba, cosía un zapato o trazaba el corte de un pantalón, Manuel Noriega, hablaba de su natal Ciénaga y de sus amores felices con Mercedes y el señor Antonio Sánchez, un antioqueño de ancestros campesinos, primer odontólogo que llegó al pueblo con fresa y moldes de chapas, no cesaba de hablar de los triunfos liberales y de la bravura de Uribe Uribe y Benjamín Herrera.

Debo decir que fue una bella época aquella en que don Misael le hizo a cada quien el corte que quiso, pues no hubo sola fémina en toda la región a quien él no le llegara a podar su pelo con sus tijeras mágicas o le hiciera un par de coturnos con cueros traídos de las más prestigiosas marroquinerías del caribe y del país, que en épocas de sarao, fiestas o bailes, las niñas con orgullo lucían. “Me los hizo don Misael”, decían cuando alguien se los miraba.

Pero su verdadera leyenda comenzó en tiempos de la Semana Mayor cuando una mañana de febrero y en pleno apogeo y furor de los carnavales, se presentó a su casa una comisión de notables y blasonados hijos de la ilustre Villa de Mompox.

-Queremos que lo motile, le dijeron y le señalaron un baúl.

Don Misael pensó que se trataba de una broma de mal gusto. Pues no comprendía que había adentro del baúl. Entonces los miembros de la comisión le dijeron que habían escuchado su fama en todos los lugares de la región y por eso le traían la venerada imagen del Cristo para que él le hiciera el corte de pelo según la época que se estaba viviendo y además para que luciera hermoso ante los ojos de la romería de peregrinos y visitantes.

Nadie se explica que fue lo que pasó. Pues para la fecha de la Semana Mayor, el cabello le había crecido tanto al Cristo de Mompox que le llegaba hasta la espalda y las barbas le caían al pecho. “Tiene unas manos embrujadas”, dijeron algunas personas. “Es un hombre milagroso”, dijeron otros. Fue don Pedro Adán Bianchi, arzobispo auxiliar de Cartagena quien le puso punto final a la controversia cuando dijo tajantemente en una homilía:

-“Ese peluquero perdido en uno de los pueblos de la geografía de la Patria, tiene en sus manos un don sobrenatural, otorgado por Dios a muy pocos seres en el mundo”.

Desde ese día no hubo santo o virgen que no llegara a la casa de don Misael para que al menos le cortara un solo pelo de su alma. Fueron tantas y santísimas las vírgenes que llegaron que toda la región se llenó de lugares santos y a donde concurrían los hombres para ver el milagro de aquel hombre prodigioso que tenía el don de hacer crecer el pelo a la más lunga de las zagalas de la región.

_ “La cosa mía estaba pelada y él desde que me pasó sus tijeras prodigiosas, me hizo crecer tanto pelo en la cosa, que cada seis días debo motilarla”, me dijo con picardía doña Chicaleo, cuando supo que yo andaba buscando la historia del legendario barbero de mi pueblo.

Aunque tengo una vaga idea en las nebulosas de mis recuerdos, fue él quien me cortó los lazos rubios que desde mi nacimiento Mamá Dona, me había cuidado con tantos esmero y que aún sigue cuidando porque ella, como toda madre, los guardó en la caja de sus recuerdos. “Aquí está el ombligo y los cabellos de Joche”, suele decir, cuando abre el baúl y curucutea sus añoranzas idas. Esa vez, Betty me llevó a escondidas por toda la Albarrada a la Barbería Soracá, ella quería tener un pretexto para verse con el novio, que los sábados se venía en lancha desde Mompox.

Fue una época gloriosa para Pueblo Bonito, porque a pesar de que las noticias llegaban atrasadas y el periódico aparecía cada mes, la gente estaba informada porque don Nemesio Lobo, cada mañana antes de entrar al gabinete a retransmitir el teletipo, leía las informaciones que había recibido el día anterior a través del telégrafo. A pesar de que yo tenía apenas cuatro años, lo recuerdo muy bien, pues fue para esos días en que mi papá ante la persecución de la gendarmería de la dictadura de Rojas Pinilla, debió salir huyendo una madrugada en canoa para Tacamocho y luego trasladarse a Cartagena. Regresaría meses después cuando el dictador había huido según decía la prensa con las urnas y baúles repletos de monedas de oro.

Para esos días la mayoría de pelaos andábamos cimarrones y montaraces, con pantalones cortos y sin camisas, desnudos y libres como las garzas morenas y los manatíes que en las madrugadas llegaban hasta el frente de la casa, en la orilla del río, y nos despertaban con sus silbos alegres para que mi abuela Ismenia les tirara un trozo de panela y una totuma de leche fresca y caliente, antes de que acuatizaran los hidroaviones y espantaran las cáfilas de caimanes y babillas que dormían plácidamente sobre los matojos de taruyas que se apretujaban entre las raíces de los pintacanillos y clemonares, mientras la gente alegre aplaudía aquel espectáculo inefable.

En las tardes muchos de los habitantes de Pueblo Bonito se sentaban sobre las murallas o tupias para contemplar el sol de los venados o esperar el arribo de los buques de ruedas que anunciaban su llegada tres kilómetros antes con el sonido agudo de la sirena o alguna marcha nupcial y de los que bajaban pasajeros a estirar las piernas, comerse una buena posta de bocachico frito en alguna de las fondas o beberse una totuma de chicha fresca, mientras la orquesta interpretaba valses y pasodobles y los marineros cargaban las calderas con carbón vegetal.

La mañana en que Betty me llevó a escondidas para que me cortaran el pelo, estaba fresca y de la sierra bajaba un viento agradable. Lo recuerdo muy bien porque fue el día en que el tornado que surgió del encanto de las aguas se tragó a la bella hilandera que se bañaba junto a su mamá y que según supe, reapareció 25 años después en el mismo lugar, lozana y radiante y diciendo que solo había estado sumergida en las aguas unos pocos segundos.

En tiempos de la Barbería Soracá, también funcionó la Barbería Blanco del Mono Agustín, que no era tan concurrida porque en ella solo se motilaba, pero eso sí, ambas perfumaban a sus clientes con “Agua Viva” o “Moroline”, que eran las aguas de colonia más famosas del momento y que compraban cada quince días a una avioneta que acuatizaba frente a la casa y que según decía el capitán venían directamente de París. Todo en su gabinete tenía su historia, las tijeras, la silla giratoria que le había ganado a unos gitanos en una partida de naipes en el camarote de un remolcador, el cuero de danta donde afilaba la navaja y la barbera, los peines él mismo los hacía de concha de galápagos.

Fueron unos tiempos maravillosos. De Pueblo Bonito se iba a Mompox en lancha, y a las poblaciones cercanas en burro o de a pie por los llamados caminos reales. No había carretera, ni carros, pero si buques de vapor, lanchas, remolcadores y a veces uno se iba para Barranquilla en balsas. Las comunicaciones eran tan lentas que la muerte de Gaitán se vino a saber cuando comenzaron a pasar agua abajo los primeros cadáveres con una garza viajera sobre sus espaldas y un letrero en los testículos que decía murió como su jefe Gaitán. Fue entonces cuando la gente se arremolinó en la casa de don Misael para que encendiera la radio y pudiesen escuchar las noticias, ocho días después.

Aunque no era muy hablador, don Misael hablaba con todas las personas de Pueblo Bonito, hoy lo hacía con don Germán Turrizo, luego con don Pedro Bravo, también con don Víctor Castro y con el señor Obando Sierra. Eso sí, nunca cruzó palabra con Robayo, el inspector de policía y jefe militar, porque él como todos los habitantes del pueblo siempre tuvieron la certeza de que quien incendiaba las casas de techo de paja del pueblo era la misma autoridad y no los mochorocos como a veces lo pregonaba.

Hoy recuerdo a don Misael Soracá tal como era, como un liberal íntegro e intachable y honesto que forjó una bellísima leyenda en torno a su nombre. Creo que sus hijos debieron heredar sus buenas costumbres y transmitirlas a sus nietos, pues la imagen que tengo de él es la misma que una noche se me reveló en sueños: sentado sobre un banco, con su cabeza nevada, el espinazo doblado y clavando el zapato delicado y peludo de alguna virgen extraviada.

Talaigua Nuevo, 1994

Trabajo publicado originalmente con el título “Don Misael Soracá: LEGENDARIO BARBERO DE MUCHAS GENERACIONES”, en la Revista SURCOS, Nos. 3 y 4 de Junio de 1995, publicación trimestral de la Secretaría de Educación Departamental. Páginas 14, 15 y 16.

La Rosa Blanca que le robé al sueño

La Rosa Blanca
que le robé al sueño

A C. R. G., que me inspiró la narración
A doña Cecilia Arbeláez de Castellar,
que me recordó el cuento



Una mañana de diciembre[3] de uno de esos años lejanos y perdidos entre los laberintos inextricables de mi memoria, después de soportar muchos sueños efímeros y pesadillas fugaces sin porvenir y sin esperanzas, desperté asustado sobre la blanda estera de la cama, acompañado de una delicada y tierna rosa blanca que, con esfuerzo había arrancado del techo oscuro de mis sueños y que desde hacía varios meses había jugado a las escondidas con los sentimientos fantasmales al otro lado de la vida.

La rosa blanca la tenía en mi mano bien apretada y de su tallo lleno de espinas caían gotas de sangre que al llegar al suelo iban formando una enorme perla deslumbrante. En el sueño, recuerdo remotamente, la rosa blanca era perseguida por un grupo de alegres colibríes que se peleaban su néctar para en embriagarse de felicidad. A veces la rosa blanca cambiaba de tonalidad o se transformaba en un extraño ser de esos que habitan en los más apartados rincones de los sueños o en los más remotos lugares del universo. A veces era como un copo de espumas posado sobre el torrente de aguas de las más caudalosas cataratas. Hacía varios meses que venía recordando historias remotas de mi infancia, perdidas muchas de ellas en las calles polvorientas de mi pueblo, que se confundían con el desorden de los personajes que poblaban mis sueños. Soñaba con almas de otras regiones y de otros mundos que envidiaban mi felicidad porque yo soñaba en el mismo sueño con la rosa blanca; a veces también soñaba con los espíritus errantes de las almas de mis antepasados, unos eran piratas arruinados que buscaban tesoros ilusorios en las islas del Caribe, otros eran indígenas fueguinos que buscaban la felicidad en el remolino de las pesadillas. De pronto me encontraba viajando sobre una alfombra mágica de las muchas alfombras añoradas en mis tiempos de niñez después de que iba al cine de don Santiago Chica y veía la película El Ladrón de Bagdad, era acompañado por bellas y jóvenes ordalías que con el torso desnudo y vistiendo apenas un trozo de túnica transparente sobre sus partes púdicas danzaban al compás de las notas de una cornamusa encantada. También me perseguían las almas de los muertos de mi pueblo que trataban de asirse a mis esperanzas y me llamaban con sus voces silenciosas, hasta que la rosa crecía y crecía y crecía y entonces, como en mis tiempos de mi niñez, me escondía en uno de sus enormes pétalos y entraba nuevamente al éxtasis de los sueños.

Recuerdo que el médico me dijo que todo eso no era sino el producto de los muchos sueños reprimidos que en mis tiempos de estudiante había soportado.

-“Afloran los deseos reprimidos de otras épocas”, dijo el galeno moviendo artísticamente de un lado a otro su copioso y albo bigote.

En vacaciones cuando regresaba a Pueblo Bonito y me leía en el día un promedio de 10 novelas vaqueras y luego en las noches seguía leyendo con la luz de las espabilosas luminarias o bajo el manto luciferino de las luciérnagas y luego me quedaba dormido, soñaba entonces con los míticos héroes del far west y yo aparecía detrás del bar vendiendo y sirviendo wiski y tequila a los vaqueros y pistoleros del legendario oeste norteamericano. Lo más sorprendente de todo es que entre el grupo de girls que bailaban el can can, estaba la rosa blanca, triste y solariega esperando que un alma caritativa la recogiera.

Soñé muchas veces que había muerto en el sueño y que era justa esa muerte porque yo en este mundo no era más que un infeliz mortal que me había burlado de Cloto, la Parca que corta el hilo de la vida; veía, miraba, sentía como mis amigos y parientes me llevaban alegres al cementerio y cavaban la fosa al lado de un anciano sancuaraño hábitat de cientos de pájaros cantores, oía los rezos y plegarias y el rozar tétrico del féretro con la tierra seca y allí en esa lóbrega soledad sentía la mano amiga de la rosa blanca que me sacaba de las profundidades del Averno y lo más sorprendente, las criptas y mausoleos se convertían en hermosas plantas de rosas blancas de cuyas hojas brotaban melodías que llenaban de felicidad mi corazón.

La primera vez que soñé con la rosa blanca viajaba en un tres de palo y fierro viejo que dejaba una nube negra y espesa de humo, pero a diferencia de los otros trenes de caldera de carbón, este no bufaba como un buey, sino que runruneaba como los gatos en celos. Muchas veces desperté por las frenadas en las estaciones olvidadas y otras veces porque a veces los niños y niñas que subían para ir a sus escuelas y colegios me hacían cosquillas y maldades. Agobiado por el peso de tantos y tantos trasnochos atrasado, adormilado veía por la ventanilla la campiña florecida de aquellas regiones agrestes, hasta que plácidamente, como un bebé en el regazo de su madre me quedé profundamente dormido. A medida que me introducía más y más en el agujero de lo desconocido aparecía por todos los lados la rosa blanca, unas veces como la guía sobre los rieles del tren, otras veces posada sobre los durmientes, encima de los riscos, al lado de los árboles. No había un solo rincón en donde no estuviera la rosa blanca. Me introducía por esos parajes solitarios llenos únicamente de plantas exóticas de aromas penetrantes cuyas flores eran visitadas por tominejos y colibríes, que libaban con ansia y frenesí el néctar de la vida. De las profundidades de la madre tierra emergían voces y melodías y fue cuando me dije: “Estoy loco”. Mientras, yo hacía esfuerzos para asirme a una tabla de salvación y despertar, el tren subía y subía por esas montañas y bosques, todo era más hermoso, más enigmático, más encantado, y más allá, muy cerca en los confines de la vida con la muerte, en los propios riscos de la eternidad estaba la rosa blanca, transparente y bella como si hubiese emergido del sueño. Lo inexplicable del sueño era que yo soñaba en otro sueño que estaba soñando y así sucesivamente se hacía una cadena interminable. Cientos de aves y pájaros acosaban la rosa blanca, otros desde las ramas de árboles y arbustos le prodigaban melodiosos trinares y cantos, pero lo más asombroso era que el mismo Morfeo, el dios de los sueños, hacía hasta lo imposible para que yo soñara con la rosa blanca porque él estaba enamorado locamente de ella. Esa vez, en el tren de palo y fierro, la rosa desapareció cuando desperté por el tirón de orejas que me dio el vigilante que me llamaba para decirme que habíamos llegado al sitio de destino. Los ronquidos de gato en celo de la locomotora me pusieron nuevamente en la realidad, aunque me levanté y me bajé en aquella estación alejada del tiempo, seguí sumergido, soñando despierto con la rosa blanca mientras escuchaba a lo lejos el trinar alegre de los pájaros.

Quiero expresar que aquel sueño durante muchos meses se me repitió. Cuando acompañaba a pescar a papá a la ciénaga de los recuerdos para espantar los mosquitos a la pesca y me quedaba dormido en la proa de la almadía; en los camarotes de los buques de vapor a donde muchas se metían los caimanes que jugueteaban con los tercos manatíes y con sus coletazos sobre el camarote me despertaban; en las vacaciones de julio o diciembre que llegaba a mi pueblo y a escondidas me metía en la cabina de los hidroaviones que acuatizaban en la boya que estaba frente a la casa y los gringos le decían a mis hermanos mayores que lo cuidaran. “Cuiden ese fósil”, decían. También soñé con la rosa blanca en las madrugadas cuando adormilado sobre la burrita de mi tía, iba en busca de leche tibia a la huerta de mamá. Lo inexplicable fue que las veces que traté de acercarme a la rosa blanca, fuerzas extrañas y misteriosas lo impedían. Sentía que alguien por detrás me agarraba con fuerzas cuando yo trataba de cogerla. Cuando la gente tuvo conocimiento de mis pesadillas dijeron que yo estaba loco y otras apenas atinaron a decir que esos sueños eran producto de la enfermedad del desarrollo y de las tantas pesadillas sin miedo que había tenido a causa de la pasión que vivía. Al paso de los días, el médico me dijo que esa obsesión por la rosa blanca tantas veces soñada no era sino un sueño más de los muchísimos sueños a que somos susceptibles los humanos. Fue cuando opté por no soñar nunca más con la rosa blanca, puesto que ese sueño era una quimera fugaz de las muchas que padecemos cuando soñamos despiertos.

Las pocas veces que logré acercarme eludiendo toda clase de obstáculos y quise tocarla se alejó entre las nebulosas de la memoria seguida de cientos de voces y de ecos encantados que brotaban de las hendiduras de la tierra, unas veces de los valles y otras veces de las altas montañas. Desesperado lloré en el sueño de otro sueño y desperté con tantas lágrimas en la cama que empecé a creer que yo no era el mismo sino otra persona que vivía en mí. Despertaba desesperado con el puño de la mano derecha bien apretado como si agarrara un objeto, como si asiera el tallo de la rosa blanca, y así me quedaba durante varios minutos hasta que caía en la cuenta que no agarraba nada y entonces soltaba los músculos de mi brazo. Lo hacía con una gran frustración pues no había podido sacar la rosa de los pasillos silenciosos de la memoria. La realidad era otra, la rosa se había quedado del otro lado del tiempo. Pero una mañana en que me desperté con el puño bien cerrado, comprendí que en realidad la rosa blanca existía. Toda la estancia estaba impregnada del aroma y la fragancia que en el sueño despedían sus pétalos, allí regado en las rachas de polvo y en las burbujas del viento estaba el mismo perfume que tantas veces me había embriagado cuando lograba cruzar la barrera entre la quimera y la realidad, entre la ilusión y lo existente, entre lo imaginado y lo concreto.

Huyéndole al sueño que tenía con la rosa blanca, me acosté en la misma cama en que en otras épocas durmieron los caimanes y me hice la idea de que no soñaría otra vez con la rosa. Urdí toda clase de trampas, pues le hice creer a la rosa que yo quien me acostaba y acostaba a mi hermano, y cuando entonces se percataba que no era yo quien estaba acostado iba por todos los sueños, me buscaba con codicias hasta que me encontraba durmiendo entre nidos de patos y gallinas. Entonces se burlaba de mí, abría cada pétalo y luego los cerraba y por último se me introducía y yo la veía espléndida y delicada, me daba una sonrisa y me pedía que la siguiera, y yo la seguía por senderos arborizados y oscuros unas veces, otras iluminados por rayos de estrellas perdidas que se colaban por el tupido follaje y dejaban marcas de haces por la espesa bruma, unas veces me perdía, pero me guiaba por la fragancia de sus pétalos. Lo más extraordinario eran las trinitarias y los heliotropos y las gardenias y todas las flores de ese bosque ilusorio que le prodigaban cantos y alegría a la rosa blanca y yo en el sueño miraba asombrado todo cuanto sucedía y daba gracias en nombre de la rosa mientras ellas emocionadas abrían sus pétalos para que los pájaros cantores chuparan el néctar de su vida.

Debí recurrir a los malabares de la hechicería, a los sabios consejos de los gurúes y a las marusas de los brujos citadinos que me vendieron la fórmula para descifrar el enigma de los sueños y así poder arrancar la rosa blanca que tantas y tantas veces me había sido esquiva. Fue la noche decembrina de fandangos y chandés en que me preparé para arrancarle la rosa blanca al sueño. Me tapé bien los oídos ya que según me dijeron los brujos consultados el hechizo estaba en el canto melodioso del cortejo de flores que siempre la acompañaban y que en el sueño me enloquecían, solo debía percibir el aroma y fragancia de sus pétalos y así lo hice. En el sueño logré acercarme a los confines de la tierra, miré los abismos y tuve miedo y quise renunciar a la aventura. En un momento dado la vi sobre un montículo de oro, fue entonces cuando estiré el brazo y agarré fuertemente el tallo de la rosa, y entonces todo sucedió en un segundo, como si fuera la primera pesadilla de mi vida, como si fuera el primer susto de los muchos sustos que en la vida había tenido, desperté con la rosa blanca en mi mano. La tenía bien apretada y con los ojos cerrados, temiendo que fuera otra jugada del destino o una de las muchas ilusiones que en los últimos meses había padecido. Me quité los algodones de los oídos y escuché entre las nebulosas de la madrugada cantos y voces que provenían de lejanos lugares. Para alegría mía cuando abrí los ojos la rosa blanca estaba en mi mano derecha y de su tallo lleno de espinas salió una gota de savia que al caer al suelo se convirtió en una perla iridiscente. Me levanté de la cama y observé al trasluz de la ventana la rosa blanca, era la misma rosa que había visto en los últimos veinte años en mis sueños desesperados, estaba fresca, lozana y radiante, pero en sus pétalos pude leer la tristeza que la embargaba. No quise seguir aumentando su dolor, así que me fui al jardín de la casa, cavé un hoyo al que le eché bastante abono y la sembré en un lugar privilegiado, pero con tan mala suerte que a los pocos días moría de tristeza. Desde ese día hice un juramente junto a su cadáver vegetal que nunca más buscaría una rosa blanca en mis sueños efímeros o en mis pesadillas sin porvenir y sin esperanzas.



San Sebastián de Calamarí, a finales de 1986.

En su versión original, el cuento fue publicado en el Suplemento Literario del Diario La Libertad el día 29 de septiembre de 1985 y en el periódico Caribe Libre correspondiente a la edición de Octubre de 1985.