sábado, 5 de febrero de 2011

La Rosa Blanca que le robé al sueño

La Rosa Blanca
que le robé al sueño

A C. R. G., que me inspiró la narración
A doña Cecilia Arbeláez de Castellar,
que me recordó el cuento



Una mañana de diciembre[3] de uno de esos años lejanos y perdidos entre los laberintos inextricables de mi memoria, después de soportar muchos sueños efímeros y pesadillas fugaces sin porvenir y sin esperanzas, desperté asustado sobre la blanda estera de la cama, acompañado de una delicada y tierna rosa blanca que, con esfuerzo había arrancado del techo oscuro de mis sueños y que desde hacía varios meses había jugado a las escondidas con los sentimientos fantasmales al otro lado de la vida.

La rosa blanca la tenía en mi mano bien apretada y de su tallo lleno de espinas caían gotas de sangre que al llegar al suelo iban formando una enorme perla deslumbrante. En el sueño, recuerdo remotamente, la rosa blanca era perseguida por un grupo de alegres colibríes que se peleaban su néctar para en embriagarse de felicidad. A veces la rosa blanca cambiaba de tonalidad o se transformaba en un extraño ser de esos que habitan en los más apartados rincones de los sueños o en los más remotos lugares del universo. A veces era como un copo de espumas posado sobre el torrente de aguas de las más caudalosas cataratas. Hacía varios meses que venía recordando historias remotas de mi infancia, perdidas muchas de ellas en las calles polvorientas de mi pueblo, que se confundían con el desorden de los personajes que poblaban mis sueños. Soñaba con almas de otras regiones y de otros mundos que envidiaban mi felicidad porque yo soñaba en el mismo sueño con la rosa blanca; a veces también soñaba con los espíritus errantes de las almas de mis antepasados, unos eran piratas arruinados que buscaban tesoros ilusorios en las islas del Caribe, otros eran indígenas fueguinos que buscaban la felicidad en el remolino de las pesadillas. De pronto me encontraba viajando sobre una alfombra mágica de las muchas alfombras añoradas en mis tiempos de niñez después de que iba al cine de don Santiago Chica y veía la película El Ladrón de Bagdad, era acompañado por bellas y jóvenes ordalías que con el torso desnudo y vistiendo apenas un trozo de túnica transparente sobre sus partes púdicas danzaban al compás de las notas de una cornamusa encantada. También me perseguían las almas de los muertos de mi pueblo que trataban de asirse a mis esperanzas y me llamaban con sus voces silenciosas, hasta que la rosa crecía y crecía y crecía y entonces, como en mis tiempos de mi niñez, me escondía en uno de sus enormes pétalos y entraba nuevamente al éxtasis de los sueños.

Recuerdo que el médico me dijo que todo eso no era sino el producto de los muchos sueños reprimidos que en mis tiempos de estudiante había soportado.

-“Afloran los deseos reprimidos de otras épocas”, dijo el galeno moviendo artísticamente de un lado a otro su copioso y albo bigote.

En vacaciones cuando regresaba a Pueblo Bonito y me leía en el día un promedio de 10 novelas vaqueras y luego en las noches seguía leyendo con la luz de las espabilosas luminarias o bajo el manto luciferino de las luciérnagas y luego me quedaba dormido, soñaba entonces con los míticos héroes del far west y yo aparecía detrás del bar vendiendo y sirviendo wiski y tequila a los vaqueros y pistoleros del legendario oeste norteamericano. Lo más sorprendente de todo es que entre el grupo de girls que bailaban el can can, estaba la rosa blanca, triste y solariega esperando que un alma caritativa la recogiera.

Soñé muchas veces que había muerto en el sueño y que era justa esa muerte porque yo en este mundo no era más que un infeliz mortal que me había burlado de Cloto, la Parca que corta el hilo de la vida; veía, miraba, sentía como mis amigos y parientes me llevaban alegres al cementerio y cavaban la fosa al lado de un anciano sancuaraño hábitat de cientos de pájaros cantores, oía los rezos y plegarias y el rozar tétrico del féretro con la tierra seca y allí en esa lóbrega soledad sentía la mano amiga de la rosa blanca que me sacaba de las profundidades del Averno y lo más sorprendente, las criptas y mausoleos se convertían en hermosas plantas de rosas blancas de cuyas hojas brotaban melodías que llenaban de felicidad mi corazón.

La primera vez que soñé con la rosa blanca viajaba en un tres de palo y fierro viejo que dejaba una nube negra y espesa de humo, pero a diferencia de los otros trenes de caldera de carbón, este no bufaba como un buey, sino que runruneaba como los gatos en celos. Muchas veces desperté por las frenadas en las estaciones olvidadas y otras veces porque a veces los niños y niñas que subían para ir a sus escuelas y colegios me hacían cosquillas y maldades. Agobiado por el peso de tantos y tantos trasnochos atrasado, adormilado veía por la ventanilla la campiña florecida de aquellas regiones agrestes, hasta que plácidamente, como un bebé en el regazo de su madre me quedé profundamente dormido. A medida que me introducía más y más en el agujero de lo desconocido aparecía por todos los lados la rosa blanca, unas veces como la guía sobre los rieles del tren, otras veces posada sobre los durmientes, encima de los riscos, al lado de los árboles. No había un solo rincón en donde no estuviera la rosa blanca. Me introducía por esos parajes solitarios llenos únicamente de plantas exóticas de aromas penetrantes cuyas flores eran visitadas por tominejos y colibríes, que libaban con ansia y frenesí el néctar de la vida. De las profundidades de la madre tierra emergían voces y melodías y fue cuando me dije: “Estoy loco”. Mientras, yo hacía esfuerzos para asirme a una tabla de salvación y despertar, el tren subía y subía por esas montañas y bosques, todo era más hermoso, más enigmático, más encantado, y más allá, muy cerca en los confines de la vida con la muerte, en los propios riscos de la eternidad estaba la rosa blanca, transparente y bella como si hubiese emergido del sueño. Lo inexplicable del sueño era que yo soñaba en otro sueño que estaba soñando y así sucesivamente se hacía una cadena interminable. Cientos de aves y pájaros acosaban la rosa blanca, otros desde las ramas de árboles y arbustos le prodigaban melodiosos trinares y cantos, pero lo más asombroso era que el mismo Morfeo, el dios de los sueños, hacía hasta lo imposible para que yo soñara con la rosa blanca porque él estaba enamorado locamente de ella. Esa vez, en el tren de palo y fierro, la rosa desapareció cuando desperté por el tirón de orejas que me dio el vigilante que me llamaba para decirme que habíamos llegado al sitio de destino. Los ronquidos de gato en celo de la locomotora me pusieron nuevamente en la realidad, aunque me levanté y me bajé en aquella estación alejada del tiempo, seguí sumergido, soñando despierto con la rosa blanca mientras escuchaba a lo lejos el trinar alegre de los pájaros.

Quiero expresar que aquel sueño durante muchos meses se me repitió. Cuando acompañaba a pescar a papá a la ciénaga de los recuerdos para espantar los mosquitos a la pesca y me quedaba dormido en la proa de la almadía; en los camarotes de los buques de vapor a donde muchas se metían los caimanes que jugueteaban con los tercos manatíes y con sus coletazos sobre el camarote me despertaban; en las vacaciones de julio o diciembre que llegaba a mi pueblo y a escondidas me metía en la cabina de los hidroaviones que acuatizaban en la boya que estaba frente a la casa y los gringos le decían a mis hermanos mayores que lo cuidaran. “Cuiden ese fósil”, decían. También soñé con la rosa blanca en las madrugadas cuando adormilado sobre la burrita de mi tía, iba en busca de leche tibia a la huerta de mamá. Lo inexplicable fue que las veces que traté de acercarme a la rosa blanca, fuerzas extrañas y misteriosas lo impedían. Sentía que alguien por detrás me agarraba con fuerzas cuando yo trataba de cogerla. Cuando la gente tuvo conocimiento de mis pesadillas dijeron que yo estaba loco y otras apenas atinaron a decir que esos sueños eran producto de la enfermedad del desarrollo y de las tantas pesadillas sin miedo que había tenido a causa de la pasión que vivía. Al paso de los días, el médico me dijo que esa obsesión por la rosa blanca tantas veces soñada no era sino un sueño más de los muchísimos sueños a que somos susceptibles los humanos. Fue cuando opté por no soñar nunca más con la rosa blanca, puesto que ese sueño era una quimera fugaz de las muchas que padecemos cuando soñamos despiertos.

Las pocas veces que logré acercarme eludiendo toda clase de obstáculos y quise tocarla se alejó entre las nebulosas de la memoria seguida de cientos de voces y de ecos encantados que brotaban de las hendiduras de la tierra, unas veces de los valles y otras veces de las altas montañas. Desesperado lloré en el sueño de otro sueño y desperté con tantas lágrimas en la cama que empecé a creer que yo no era el mismo sino otra persona que vivía en mí. Despertaba desesperado con el puño de la mano derecha bien apretado como si agarrara un objeto, como si asiera el tallo de la rosa blanca, y así me quedaba durante varios minutos hasta que caía en la cuenta que no agarraba nada y entonces soltaba los músculos de mi brazo. Lo hacía con una gran frustración pues no había podido sacar la rosa de los pasillos silenciosos de la memoria. La realidad era otra, la rosa se había quedado del otro lado del tiempo. Pero una mañana en que me desperté con el puño bien cerrado, comprendí que en realidad la rosa blanca existía. Toda la estancia estaba impregnada del aroma y la fragancia que en el sueño despedían sus pétalos, allí regado en las rachas de polvo y en las burbujas del viento estaba el mismo perfume que tantas veces me había embriagado cuando lograba cruzar la barrera entre la quimera y la realidad, entre la ilusión y lo existente, entre lo imaginado y lo concreto.

Huyéndole al sueño que tenía con la rosa blanca, me acosté en la misma cama en que en otras épocas durmieron los caimanes y me hice la idea de que no soñaría otra vez con la rosa. Urdí toda clase de trampas, pues le hice creer a la rosa que yo quien me acostaba y acostaba a mi hermano, y cuando entonces se percataba que no era yo quien estaba acostado iba por todos los sueños, me buscaba con codicias hasta que me encontraba durmiendo entre nidos de patos y gallinas. Entonces se burlaba de mí, abría cada pétalo y luego los cerraba y por último se me introducía y yo la veía espléndida y delicada, me daba una sonrisa y me pedía que la siguiera, y yo la seguía por senderos arborizados y oscuros unas veces, otras iluminados por rayos de estrellas perdidas que se colaban por el tupido follaje y dejaban marcas de haces por la espesa bruma, unas veces me perdía, pero me guiaba por la fragancia de sus pétalos. Lo más extraordinario eran las trinitarias y los heliotropos y las gardenias y todas las flores de ese bosque ilusorio que le prodigaban cantos y alegría a la rosa blanca y yo en el sueño miraba asombrado todo cuanto sucedía y daba gracias en nombre de la rosa mientras ellas emocionadas abrían sus pétalos para que los pájaros cantores chuparan el néctar de su vida.

Debí recurrir a los malabares de la hechicería, a los sabios consejos de los gurúes y a las marusas de los brujos citadinos que me vendieron la fórmula para descifrar el enigma de los sueños y así poder arrancar la rosa blanca que tantas y tantas veces me había sido esquiva. Fue la noche decembrina de fandangos y chandés en que me preparé para arrancarle la rosa blanca al sueño. Me tapé bien los oídos ya que según me dijeron los brujos consultados el hechizo estaba en el canto melodioso del cortejo de flores que siempre la acompañaban y que en el sueño me enloquecían, solo debía percibir el aroma y fragancia de sus pétalos y así lo hice. En el sueño logré acercarme a los confines de la tierra, miré los abismos y tuve miedo y quise renunciar a la aventura. En un momento dado la vi sobre un montículo de oro, fue entonces cuando estiré el brazo y agarré fuertemente el tallo de la rosa, y entonces todo sucedió en un segundo, como si fuera la primera pesadilla de mi vida, como si fuera el primer susto de los muchos sustos que en la vida había tenido, desperté con la rosa blanca en mi mano. La tenía bien apretada y con los ojos cerrados, temiendo que fuera otra jugada del destino o una de las muchas ilusiones que en los últimos meses había padecido. Me quité los algodones de los oídos y escuché entre las nebulosas de la madrugada cantos y voces que provenían de lejanos lugares. Para alegría mía cuando abrí los ojos la rosa blanca estaba en mi mano derecha y de su tallo lleno de espinas salió una gota de savia que al caer al suelo se convirtió en una perla iridiscente. Me levanté de la cama y observé al trasluz de la ventana la rosa blanca, era la misma rosa que había visto en los últimos veinte años en mis sueños desesperados, estaba fresca, lozana y radiante, pero en sus pétalos pude leer la tristeza que la embargaba. No quise seguir aumentando su dolor, así que me fui al jardín de la casa, cavé un hoyo al que le eché bastante abono y la sembré en un lugar privilegiado, pero con tan mala suerte que a los pocos días moría de tristeza. Desde ese día hice un juramente junto a su cadáver vegetal que nunca más buscaría una rosa blanca en mis sueños efímeros o en mis pesadillas sin porvenir y sin esperanzas.



San Sebastián de Calamarí, a finales de 1986.

En su versión original, el cuento fue publicado en el Suplemento Literario del Diario La Libertad el día 29 de septiembre de 1985 y en el periódico Caribe Libre correspondiente a la edición de Octubre de 1985.

1 comentario:

Nemesis dijo...

*Me gusta la forma como maneja los géneros, el análisis, el orden y el realismo mágico.

*Mantiene una cordura corta, clara y concisa en lo que desata el texto.

*Da gusto leerlo!

*El lenguaje usado no es solo "Palabra" lleva belleza de estilo.

Textos así, valen la pena el tiempo.