lunes, 24 de octubre de 2011

Los heroicos y gloriosos hidroaviones


A mis hermanos, Tico, Betty, Papi, Franky,
Haydée, Eddie, Key y la Cuqui,
con quienes corrí detrás de la cola de los
hidroaviones, mientras nuestros padres, desde la orilla de la albarrada
nos regañaban


Los heroicos y gloriosos hidroaviones[1] que irrumpieron en el ciclo de la patria con su estridente ruido y con los adelantos tecnológicos, que en los amaneceres cuando decolaban en Barranquilla hacia los remotos pueblos del interior despertaban a los obreros de fábricas de espesas chimeneas y a los pescadores de ilusiones y fueron dejando en cada lugar del río Grande de la Magdalena un retoño de sus ancestros y un trozo de recuerdo o una carta de amor y un pedazo de semilla, una ráfaga de civilización y también de modernidad y a su alrededor forjaron pilas de leyendas que al paso de días y semanas y meses y años las contaron nuestros padres y abuelos como los grandes pioneros que abrieron de par en par las puertas del tiempo para la conquista del cielo colombiano y que hoy no son sino recuerdos en los rincones del olvido o piezas desvencijadas y tiradas en cuartos de anticuarios y museos.

La historia de los hidroaviones en nuestro país es bastante parecida a la de los desaparecidos buques de vapor o a la de los trenes míticos y fabulosos, que con cien años de diferencia contribuyeron a engrandecimiento del país, al auge del comercio que ingresaba por el Caribe hasta Santa Fe de Bogotá y que le dio vida y vigor a calamar y Tenerife, Plato y Zambrano, Tacamocho y Magangué, Mompox y Santa Ana, Guamal y Tamalameque, el Banco y la Gloria, San Pablo y Puerto Wilches, Puerto Berrío, y Giraldot, La Dorada y Honda, Guamal y Barrancabermeja y además las convirtió en pequeñas babilonias donde la cultura y el comercio, las cantinas y los cabaret, los astilleros y las factorías, las fondas y los malecones, la incipiente tecnología y la inesperada modernidad hicieron parte de las rutinas de los habitantes.

La vida de esas ciudades y pueblos era el río, vibraban por la acuatizada de un hidroavión, el arribo de un buque de vapor o la llegada estridente de una locomotora, que dejaba un reguero de putas y meretrices, de gambusinos y vividores, ilusiones y quimeras, mercachifles y prestidigitadores, culturas y valores. Cuando se extinguieron estas formas multimodales del transporte frente a la negligencia e incapacidad del gobierno para sostenerlos, muchas de esas ciudades y pueblos lenta y paulatinamente se sumergieron en un letargo del que fue difícil despertar quedando convertidas en pueblos fantasmas, recordados únicamente por la imaginería popular.

La fantasía deambuló tanto a principios del siglo XX por el invento de Glenn Hammond Curtis (1878-1930) e Igor Sikorski (1889-1972), quienes diseñaron el hidroavión NC-4 con flotadores y el de uso comercial, que Gonzalo Mejía, un soñador antioqueño, salió de Medellín con un vagón lleno de lingotes y pesos oro, lo trajo hasta Barranquilla, contrató un buque de ruedas y cruzó el Atlántico hasta Burdeos, en Francia, donde buscó afanosamente a Louis Blériot, el más famoso piloto de su época que había cruzado pocos meses antes en 1909 el Canal de la Mancha. “Quiero que venga y caiga sobre un mar de rosas y flores que le haremos en la piel del Río Medellín”, le dijo mostrándole un lingote de oro.

En ese sentido hay que resaltar el empuje de la naciente clase empresarial de la ciudad de Barranquilla, que aún no se ha detenido, encabezada en esos días por Ernesto Cortissoz, Arístides Noguera, Werner Kaemerer, Stuart Hoste, Cristóbal Restrepo, Alberto Tietjen, Jacobo Correa y Rafael Palacio, que hicieron posible la fundación de la Scadta y el servicio comercial aéreo, primero de este continente y el segundo en el mundo y el primer correo aéreo de la Tierra, que se inauguraron el 5 de diciembre de 1919.

Para algo servían los hidroaviones. Años antes, en 1912 el inglés D. Smith, que solo hablaba hindú, se convirtió en el primer piloto en sobrevolar el cielo colombiano y lo hizo en Barranquilla ante el asombro de miles de personas y el susto y espanto de cientos de goleros cuando el hidroavión se precipitó a tierra y cayó sobre un matojo de taruyas en el Caño de la Ahuyama. Fue Knox Martín el primero que realizó el vuelo de correo aéreo entre Barranquilla y Puerto Colombia en su Curtis Yenny con tan mala suerte que, cuando lanzó los paquetes desde el aire, el fuerte viento los tiró al mar y allí ante la alegría de la gente fueron dentellados por los amaestrados tiburones.

Posiblemente el hecho más trascendental de esta época fue la osadía de los empresarios bogotanos A. Castello y Edmundo Ramos, quienes compraron un Blériot en París, lo trajeron hasta Barranquilla en barco y de allí lo subieron hasta Honda en el planchón de un buque de ruedas, con tan mala suerte que cuando trataron de subirlo a la montaña en una zorra para llevarlo a Bogotá, se vino abajo, se estrelló contra una roca y quedó hecho añicos. Muchas fueron las leyendas que se tejieron en torno a estos míticos pájaros alados que irrumpieron en el cielo de la patria y contribuyeron mucho al desarrollo del país. Por su funcionalidad aún son esenciales, y más ahora cuando amplias zonas de nuestra geografía necesitan y pugnan por el desarrollo de sus regiones. Ojalá vuelvan aquellos aparatos que en un pasado no muy remoto despertaron con su ruido estridente el sueño de los caimanes y espantaron las pasiones atrasadas de las babillas y las zorras que poblaban las riberas y cimentaron ilusiones y quimeras en pueblos y ciudades, convertidos hoy día en territorios abandonados y habitados por fantasmas y espíritus que sueñan con la resurrección de los hidroaviones.

San Sebastián de Calamarí.


[1] Nota publicada en el Diario EL TIEMPO Caribe, en la página 2, el día sábado 19 de abril de 1997.

La noche feliz de Juana la Fea

A Manuelita Castro, mi amiga de infancia

La historia[1] de Juana la Fea la escuché una mañana del mes julio en la matanza del viejo Mondaseca, hace más o menos medio siglo, cuando yo andaba agarrado de la ancha falda de cuadros abigarrados de mi abuela Ismenia, en tiempos en que tan solo se hablaba de caimanes y violencia, y de la llegada de los hidroaviones que apenas comenzaban a sobrevolar el cielo de la patria y con sus ruidos estridentes asustaban a los manatíes dormilones y a las hornadas de goleros atrevidos que retozaban a lo largo de las albarradas de los pueblos aledaños al río.

Juana la Fea era entonces una zagala de quince años, que jamás arrancaba un piropo de cumplido a los jóvenes de su tiempo y tampoco una frase morbosa a los viejos otoñales y cloróticos que deambulaban por los parques. Realmente era fea y por eso la llamaban así, pero Dios que es muy sabio, además del corazón de paloma con que la había premiado también la había dotado de un hermoso cuerpo que exhalaba una fresca fragancia que hacía suspirar en silencio a más de uno. “Lástima por la cara de puño que tiene” decían. Y era así.

Todo el mundo le decía Juana la Fea y no había una razón para que yo, que entonces comenzaba a vivir mis primeras pasiones en las culatas de la casa, escondido de la mirada severa de Dona, mi mamá, con Martina, la pata tuerta, no la llamara como las otras personas. Además del corazón frágil y sensible de paloma, era la mujer más sencilla y la más querida de todas cuantas en mi vida de felicidad y de infortunios he conocido. La gente la quiso mucho y con el paso del tiempo, cuando ya me había ido de mi pueblo, su nombre adquirió una aureola llena de mitos y leyendas.

Contaba la gente que una mañana apareció fresca y radiante, muy cerca de la orilla del río donde estaba Mojarraloca, el Orfeo del millo encantado. Ella misma vociferó con alegría y emoción que la imagen de la Virgen de la Candelaria, a quien muchas veces le había pedido con humildad que le diera fuerzas para soportar las burlas que hacían quienes decían ser sus amigas, la había premiado y la había convertido en la mujer más bella del mundo.

Yo que para esos días ya me había largado de mi pueblo, agobiado y cansado por las muchas crecientes y por los tantos polvos echados en la calle y en los traspatios, escuché la historia casi treinta años después en casa de mi hermano Eddie, de boca de un brujo de la sierra que vendía ungüentos contra el amor y leía la suerte pasada de las mujeres viudas. Contaba todos los pormenores y con tantos detalles que me pareció una mentira más de las muchas que yo había dicho y también había recibido en mis correrías de vendedor de purgantes a la gente que habitaba en los pueblos de la ribera.

Todo ocurrió una noche del mes de febrero, en tiempos de carnavales, cuando la gente bailaba en temple en el fandango y las mujeres con toda clase de disfraces cobraban a sus parejos un beso furtivo pero lleno de amor o una arropilla de felicidad, y ellas en contraprestación entonces en el tibio amanecer cuando en el cielo tenían como único testigo al mítico boyero, llenas de sudor y de cansancio y con el alma imbuida de sueños y quimeras, le entregaban entonces la flore ardiente de la felicidad. Esa noche Juana la Fea, por expresa voluntad de la Virgen fue convertida, como cenicienta, en la mujer más bella del mundo.

Juana la Fea no quería asistir al fandango, propio en la última noche del carnaval, por su fealdad y por no exponerse a los desprecios y vacíos de los efebos que siempre le miraban con deseos el apetitoso tafanario, pero jamás le decían una sola frase de cumplido. Impulsada por los requerimientos de una hechicera que para esos días había llegado de Chimichagua a ayudar a un candidato a la alcaldía, y por las voces de aliento de muchas de sus envidiosas amigas que cuando estaban cerca de ella le decía “lástima tu cara porque tienes el culo más bello del pueblo”, fue hasta el taller de don Nicolás de la Matta, un terracotero sabio que siempre andaba con el chuzo en la mano cazando babillas y zorras jóvenes, porque según el mismo decía, la carne de la zorra joven es más apetitosa que la carne de la zorra vieja. Le hizo una máscara de mujer con trozos de papel y barro y luego fue desinfectada y sometida a un extraño sortilegio y a una ceremonia de hechicería.

La noche del fandango y cuando la fiesta estaba en todo su apogeo, un joven que pretendía a la mujer de la máscara más bella, se llevó a Juana la Fea al patio para conocer su rostro y cuanta no sería la sorpresa de la joven, que había opuesto una tenaz resistencia, que cuando claudicó ante la insistencia del joven por quien ella suspiraba, la máscara se le había adherido al rostro como si fuera su propia cara. Desde ese día Juana la Fea, siguió siendo la mujer más bella del mundo y siempre fue querida por sus amigos del pueblo porque consideraban que la Virgen con ese milagro había hecho justicia al darle un nuevo rostro a quien tenía el alma de oro y un corazón ardiente que atraía y alegraba al más triste de los humanos.

Juana la Fea se me perdió de la memoria, así como apareció una tibia mañana en la carnicería del viejo Mondaseca. He traído desde los más lejanos lugares de mi destartalado almario esta historia porque hace días escuché una Talaigua, mi tierra, y en la que contaban que Agripina Malaparte, una joven escluencle y desgarbada, fue premiada con una panocha enorme y suculenta por un Cristo mocho de cabello churrusco que anda haciendo toda clase de milagros por aquellas tierras.

Talaigua Nuevo, 17 de septiembre de 1988

[1] Cuento publicado originalmente en el periódico Prensa Nueva de Magangué, el 5 de octubre de 1988

domingo, 23 de octubre de 2011

La Palmera de Mariipaz

A Marii Paz Jiménez Canedo,
que me inspiró el relato


Cuentan los abuelos y las abuelas de mi pueblo, que en el camino que va de Pueblo Bonito a la Ladera de San Martín, hasta hace pocos años había un jagüey de aguas encantadas a donde acudía la gente en tropel cada tarde a bañarse y de esa manera mantener el cuerpo sano y libre de cualquiera de esas enfermedades tropicales, como el dengue, disentería, mal de ojo, viruela o simplemente sarampión. A medida que fue pasando el tiempo, el lago también perdió importancia por la contaminación de las aguas y por las muchas leyendas que en tono a él se tejieron. Y a pesar de que las generaciones lo fueron olvidando, y ya nadie hablaba del mítico jagüey en torno al cual había crecido el legendario Chagualo, en cuyas ramas dormitaban de tiempo en tiempo espíritus mansos y las brujas trasnochadas después de sus aquelarres, lo que más llamaba la atención era que en los últimos tiempos se había hecho costumbre que cada día iba hasta a aquel olvidado lugar una niña de ojos negros, pestañas grandes y gruesas, cejas pobladas, de trenzas largas de cabello negro y rostro ovalado del color de la canela quemada. Siempre se sentaba al pie de la planta, que la gente había comenzado a llamar la palmera de Mariipaz. Era una planta extraña que ella encontró a la orilla del camino en uno de los paseos matinales en que ella acompañaba a su padre, un agrónomo de reconocida fama que desde hacía años estaba empecinado en encontrar una solución al hambre, realizando experimentos de cruce entre una mata de yuca y una mata de maíz, pues para él era posible realizar un injerto de esas dos plantas que estaban en primer lugar en el plato entre la gente de la región.

Con el paso de los días y de las semanas, los meses y los años, Mariipaz creció y creció y se hizo una joven alegre y hermosa, que según decían quienes la conocían, no había nadie que la igualara por aquella comarca, hasta el punto que en las fiestas o reuniones a donde iba acompañada de su mamá, siempre era el epicentro de las miradas, tanto masculinas como femeninas, pero ella con su alma ingenua de campesina, solo daba una sonrisa de cumplido.

-Mariipaz, como has crecido mija, eres la mujer más bella del pueblo, le dijo cierta mañana Tránsito, una señora de alta consideración, que le había parido a Tito, su marido, una docena de hijos, entre ellos diez mujeres y dos varones, pero que desde hacía rato habían cogido destino y se habían regado por todo el continente.

Lo mismo sucedió con la Palmera de Mariipaz que fue creciendo hasta ser una planta adulta, cuyas hojas intensamente verdes podían verse desde Sincahecha, La Envidia y Tierraebarro, que eran pequeñas fincas habitadas por gente honesta, humilde trabajadora y de una seriedad proverbial, en donde cultivaban caña de azúcar, hortalizas, yuca y ñame y también criaban gallinas, cerdos pavos y una que otra vaca para la leche de la casa.

Llamaba la atención que en la Envidia, la finca del señor David Naizzir, un libanés que jamás aprendió a decir una palabra en castellano, en las mañanas la gente de pueblo Bonito y la Ladera de San Martín, llegaban bien temprano, cuando aún en el cielo estaba asomado el boyero que guiaba la ruta de los pescadores, a comprar leche caliente recién salida de la ubre de la vaca y a beberla con panela que hacían de la caña que molían en el trapiche que estaba en la misma finca.

Mariipaz, iba a todos esos parajes, desde pequeña y tiempo después cuando ya estudiaba bachillerato, lo primero que hacía cuando regresaba a su casa era tirar el morral y salir corriendo, asida de la mano de su hermana Jessika para ir a visitar a su amiga la palmera.

-Ven, vamos Jessy, le decía, acompáñame a visitar a mi amiga.

Jessika, que había iniciado estudios de medicina en una universidad de la capital del país, y llegaba cada seis meses a Pueblo Bonito hablando como una cachaca nativa, no solo era mayor que Mariipaz, sino que se creía con autoridad para orientar a su hermana.

-Marii, esa no puede ser amiga tuya. Es solo una planta.

-Pero es mi amiga, Jessi, ella habla conmigo, le decía Mariipaz a su hermana.

-Mírala Marii, ella no puede hablar, le decía. Son ideas tuya.

Maripaz con su alegría contagiaba el ambiente. Las dos salían alegres y brincando, saludaban a quien encontraban a su paso y cuando se encontraban a las afueras del pueblo, muy cerca de la Palmera de Mariipaz, ella, se subía a los burros y caballos, saltaba cercas y como sabía que sus padres no la observaban se iba hasta la orilla del río, y allí se subía en las canoas que estaban en el puerto del señor Benito Batista y muchas veces con Jessyka y Elebeth, su amiga de infancia, intentaba cruzar el canal que separaba a Pueblo Bonito de la Isla del Encanto. De Elebeth, que se dedicó de lleno a la música folclórica e integró con otros jóvenes una agrupación cuya fama creció tan rápido como la espuma del mar, se fue a vivir a París, cuando los contrataron apara hacer una gira internacional y nunca más volvió a su pueblo, aunque de tiempo en tiempo enviaba una que otra partitura de sus canciones vía internet, siempre la tendría entre sus amigas y entre sus recuerdos, pues fue ella quien la salvó de las garras del Mohán, una mañana en que siendo aún muy niñas, con apenas ocho años, cuando el mítico endriago surgió de las profundidades de las aguas con el cuerpo lleno de pelos y una garra de perica ligera y trató de llevársela, fue Elebeth, quien se la arrancó al rociarle ácido en los ojos al Mohán.

Jessy que siempre estuvo consciente que su hermana menor divagaba respeto a la palmera, una mañana en que acompañó a Mariipaz, ante la insistencia de ésta, por poco casi se muere del susto cuando escuchó una voz melodiosa que salía del follaje y se esparcía a través de las tenues rachas de viento que traían desde el bosque el aroma fresco de las flores silvestres.

-Hola Jessy, desde hace tiempo te estaba esperando, se escuchó la voz, clara y femenina que emanaba de la palmera, mientras sus hojas largas se movían alegres como si quisieran saludarla.

Lo cierto fue que Jessy, que aún llevaba sobre sus espaldas el frío de la capital, no resistió el asombro de su sorpresa cuando escuchó la voz y salió corriendo hacía su casa.

Cuando su papá, que estaba imbuido en otro invento para sacar whisky casero del jugo del cardón con jalea de maní, le preguntó que qué le pasaba. Ella solo respondió:

-Me salió un muerto.

Desde ese día se olvidó de la planta y cuando su hermana la invitaba, ella le decía, Marii, ve tú, ella es amiga tuya.

Pero como todo es relativo en este mundo, hasta la amistad entre seres de diferentes especies, cuando Mariipaz fue cruzando la línea de la infancia a la pubertad y después se hizo toda una hermosa zagala, también ella se fue olvidando de su amiga la Palmera de Mariipaz. Ya el campo era prehistoria para ella, el jagüey, el canto de los pájaros, la brisa matinal y hasta la íntima amistad que había tenido con sus padres, también se fue perdiendo. Maríipaz, se guardaba sus secretos, los secretos de los primeros venablos que le lanzaba a su joven corazón el inmortal Cupido.

Era raro el día en que no recibía más de un piropo, y cuando iba por la calle sola o acompañada arrancaba más de una mirada de alegría y de emoción y en sus oídos sonaban frases hermosas que le lanzaban sus pretendientes.

Cuando alguien le preguntaba, ajá Mariipaz ¿y tú amiga la palmera? ella apenas respondía:

-Está allá sola, acompañada de los pájaros y de sus trinares y se reía.

Se olvidó tanto de la palmera, que una mañana en que se levantó por la reprimenda que le daban sus padres porque ella había ido a una fiesta sin el consentimiento de ellos, de pronto recordó a su amiga, a esa amiga de infancia que ella había recogido a la vera del camino y que había cuidado con tanto esmero, que habían crecido juntas, una en el hogar con sus padres y la otra a la intemperie, con la brisa y el ambiente montaraz del campo, recordó la época en que la palmera había sido su confidente y como toda joven que aún lleva en su alma los valores de la ingenuidad y la inocencia, se recriminó por su ingratitud. Siguió caminando por toda la calle hasta salir del pueblo, la gente la saludó, pero ella no escuchaba a nadie, sus pensamientos estaban en su amiga. ¡Cómo he sido de ingrata! Se dijo y nuevamente recordó las tardes en que la planta cuando ella llegaba desparramaba las hojas y traía la brisa fresca de las montañas y allí en el tronco de la noble palmera se subía y sus amigas de infancia y de juventud le tomaban fotos y se reían. Recordaba la vez en que la planta le susurró al oído: ¡Mariipaz, en esta foto viviremos juntas para siempre! ¡Si yo muero siempre me tendrás junto a ti!

Cuando Mariipaz, llegó a la orilla del pozo de aguas encantadas, al no ver la planta, sintió que algo extraño le atenazaba su corazón, que sus voces no lograban salir y que algo se le atoraba en la garganta.

-Qué buscas joven, le dijo un anciano pescador ocasional que tiraba y tiraba la piola y nada sacaba.

-La planta, busco la planta, le dijo ella.

-¿Cuál planta?, le preguntó nuevamente el anciano, mientras fumaba un tabaco y echaba humo por la nariz. Aquí hay muchas plantas, le dijo.

-No. Dijo Mariipaz, repuesta de su sorpresa, busco la Palmera.

-Ah, tú eres la niña de la palmera, le dijo el anciano de pelo blanco. Pues has de saber mi bella y hermosa niña, que la planta hace muchos días murió. Murió en el olvido que es lo peor que le puede suceder a una persona. Aquí cada vez que yo llegaba hablaba conmigo y me contaba que tenía una amiga, pero que ella la había olvidado, que seguramente algún día volverías, que tenía la esperanza de verte nuevamente. Pero al ver que no llegabas, se fue muriendo lentamente. Y antes de morir me dijo que ella del otro lado de la vida te recordará siempre, porque la amistad entre ustedes, a pesar de los avatares de la vida no debe morir.

Mariipaz, no quiso escuchar más al anciano y se fue a su casa. Sus padres habían salido y ella se metió en su alcoba, se sentó en la cama, buscó el álbum y sacó la foto que se había tomado con su amiga y entonces comenzó a recordar la frase que ella le había dicho y a medida que recordaba esos días felices, mientras los pájaros en la ventana trinaban y trinaban y la gente afuera gritaba, ¡corran, corran qué Pueblo Bonito se hunde! ¡Se rompió el hueco de Teresita! se fue durmiendo lenta y paulatinamente hasta quedar profundamente dormida.

Cartagena de Indias, 21 de noviembre de 2010

Taty

A T. H,
a quien no conozco y tampoco conoceré


Hace muchos años escuché la historia de Taty, una joven que tenía cientos de guacamayas, loros, cotorras, quetzales y gonzalas que andaban en tropel detrás de ella con la algarabía propia de estos animales y solo se calmaban cuando le ponía bangañas y aguaderas llenas frutas, especialmente mangos y algunos cogollos de árboles tropicales.

Aunque era querida y admirada, de la vida de Taty muy poco sabían los habitantes del pueblo, ya que una mañana apareció sola y sin memoria acostada en el piso de una almadía que iba agua abajo, vestida con unos harapos, que no le restaban ninguna clase de brillo a su extraordinaria belleza. Tendría unos quince años, era de piel trigueña y alta, de rostro ovalado, cejas pobladas, pestañas coposas y ojos grandes. La nariz era recta y los labios delgados y redondos. En las orejas traía un par de aretes de oro, seguramente hechos por algún orfebre de la vecina ciudad de Mompox.

Esa mañana en que fue la sensación de los habitantes de Pueblo Bonito y de las poblaciones vecinas, con la anuencia del inspector de policía se fue a vivir a la casa cural, pues el cura fue el único habitante que se ofreció en darle aposento.

Con el paso de los años y a medida que se fueron acumulando montañas de tiempo, una mañana, convencida de que su ambiente no estaba en la Casa Cural, se fue a vivir a una cabaña abandonada en el bosque rodeada de un clemonar maravilloso, y allí cada mañana llegaban los pájaros a buscar alguna fruta, hoja o trozo de pan para comer.

En contra del querer de sus vecinos que estaban pendientes de la llegada de los pájaros para ahuyentarlos con piedras que lanzaban con hondas y caucheras, pues muchos se quejaban de que arrasaban con sus cosechas y sembrados, ocasionándoles pérdidas en su economía, Taty tejió una gran amistad con esos pájaros parlachines especialmente con aquellos que imitaban su voz, que terminó asimilando las costumbres de esos animales y convirtiéndose en uno más de la bandada.

No dormía y tampoco permanecía en la casa, sino en la rama de un anciano clemón, Allí permanecía desnuda, horas y horas en cuclillas agarrada con las uñas de sus pies, o paseándose de una rama en otra rama. Ya Taty, cuando alguien la llamaba, no hablaba, ahora imitaba el gang, gang de los loros, las guacamayas, los quetzales y las cotorras.

Se alimentaba de hojas de cogollos y de frutas, con sus dientes arrancaba las conchas de los árboles de jobo, los hojas de las ramas de pringamosas y de los pintacanillos, y en los atardeceres se subía a la copa de un anciano piñón, y allí junto a los demás animales dormía, dormía como los pájaros, en cuclillas y con un ojo abierto. Su piel se poniendo verde como la piel de las hojas.

Taty había traído a aquella cabaña abandonada y triste, la alegría de los pájaros, y el bullicio de los habitantes del pueblo que cada mañana concurrían en tropel acompañados de turistas que desde la ciudad venían en caravanas solo para mirar el espectáculo que le brindaba ese hecho extraordinario.

Una mañana no solo llegó la gente del pueblo y los turistas, sino también el inspector de policía acompañado del cura y de cuatro agentes del orden, pues se decía que Taty no era más que una bruja huida de un aquelarre. Llevaban un guacal en la chaza del carro y le dijeron a todos los que estaban allí que les colaboraran en la captura del siniestro engendro del mal.

Muchos se acercaron y en medio del alboroto, comenzaron a amontonar leña para incendiar el árbol en que habitaba Taty junto a los pájaros, pues le había traído mala suerte a los habitantes de Pueblo Bonito, el mismo pueblo donde hay un jagüey de aguas encantadas que devuelve la virginidad a la mujer que la haya perdido después de qui se sumerja en sus aguas en una noche de plenilunio. No se había encendido el primer tronco, cuando la gente que estaba aglomerada se asustó y comenzó a correr, pues Taty, de pronto comenzó a sacudirse, sacudía el cuerpo, las manos y las piernas, como si entrara en un extraño paroxismo y ante la sorpresa de los asustados turistas, pues uno de los comerciantes del pueblo no perdió oportunidad y desde hacía rato explotaba aquel espectáculo realizando tours y travesías, comenzaron a salirle plumas, plumas de vistosos colores, y las manos y las piernas se fueron convirtiendo en alas, hasta que todos vieron con sorpresa que Taty, se había transformado en una enorme gonzala en la que sobresalía el rostro, su rostro bello de mujer con su frondosa cabellera.

Quizás fue el susto de la gritería de la gente la que la hizo volar, volar y volar, y a pesar de que aún todavía la siguen esperando, nunca más volvió.

Cartagena, 24 de abril de 2010

domingo, 31 de julio de 2011

Grandes Compositores Vallenatos

Tras los orígenes de autores e
inmortales piezas del mundo vallenato
-Prologo al libro de Eddie Jose Daniels-

Quizás uno de los grandes dilemas que tuve para hacer esta nota era el de escribirla o no escribirla, no porque no tuviese el bagaje de enfrentarme a la obra sino porque a veces con mi hermano he tenido discrepancias respecto a algún punto de vista dentro de los tejemanejes de la creación o la investigación literaria, sin trasladar esos hechos de las páginas a la realidad, y naturalmente porque podría mirarse como un punto de vista muy favorable al autor por cuanto por sus venas corre el mismo río de taruyas florecidas que ha muchos años vimos en la Talaigua de nuestra infancia. No obstante, al final después de consultar durante cientos de lluvias y tibios amaneceres el espíritu de mi alma, de esta alma que algún día la pira voraz arramblará, decidí pergeñarla, porque si hay una persona que conoce a Eddie José, qué sabe de su vastísima cultura, de su apostolado como docente de lengua castellana, de sus cuidadosos estudios de lingüística y de literatura, de su casi enfermiza pasión por la música y especialmente por la música vallenata, cuya colección de piezas musicales es inmensa, soy yo desde que éramos niños y corríamos en el patio de la casa o nos íbamos a la playa a patear vejigas de puerco y luego ya en el Colegio Nacional Pinillos de Mompox, en donde fungió como un estudiante notable y casi que monitor de las clases de algunos docentes y hasta del mismo rector.

Fue así como leí y leo con una lupa cada uno de los veinticinco trabajos que conforman el Tomo I del libro Grandes Compositores de la Música Vallenata – Reflejos Biográficos, en el que el autor analiza la vida de veinticinco compositores ampliamente conocidos y laureados en el ámbito nacional y de paso curucutea aspectos de la vida y de aquellos momentos en que por arte de magia, de esa magia natural y prodigiosa que se cierne sobre muchos humanos ungidos por las Musas, escribieron sus canciones o la canción con la cual se inmortalizaron para bien de la Música vallenata y para honra del riquísimo folclor nacional, pero también para la literatura universal.

El gran mérito de esta obra radica en que desde el mismo momento en que se comienzan a leer los trabajos, ya que cada uno es independiente de otro, pega al lector con una base de sentimientos y de nostalgias al hacerlo evocar en cada nota particular dedicada a los compositores seleccionados su nombre, la canción que lo llevó al estrellato y un hecho histórico que ubica al lector mediante el recurso de la diacronía en un pasado remoto. Eddie José, con “ese”, que es un purista del lenguaje, vierte en este libro en que las palabras fluyen y fluyen con melodía, ritmo y musicalidad lo que podría llamar la empatía del lector, pues al ir leyendo y saboreando cada frase, oración, texto o párrafo este se sumerge más y más hasta encontrarse con una época lejana que lo transporta de la realidad.

La mejor nota de presentación que hace el narrador cuando presenta al autor estudiado es poner de epígrafe una estrofa de la canción tema del estudio, que devela como por arte de magia un horizonte ilimitado para adentrar al lector a ese mundo mágico de recuerdo, sagas y leyendas vallenatas en que se ve envuelto el mágico Caribe desde hace más de cinco décadas. A ello se suma el ingrediente natural o la mácula del autor al imprimirle una serie de elementos propios de la narración, colaterales con los hechos, en que aparecen los amigos, las parrandas, los festivales, otras canciones de la época y los momentos sublimes en que podría decirse que el compositor tuvo la genialidad de escribir su canción y verter en ella todo ese cúmulo de alma para escribir lo que estaba viviendo y vivir lo que estaba escribiendo y transmitirlo a los posibles lectores u oyentes.

Las crónicas dedicadas a cada compositor, ordenadas no de acuerdo con las cronologías de su edad, sino por orden alfabético, pero con fechas precisas de su grabación, nombres de quienes las llevaron a la musicología y el momento en que ingresan a la pléyade de grandes figuras del vallenato, inician con Alberto “Beto” Murgas Peñaloza y “Cariñito Mío”, hasta llegar a Tomás Darío Gutiérrez Hinojosa y su canción “Necesito de ti”. Así nos introducimos en un laberinto de nombres y canciones, canciones y nombres, agrupaciones folclóricas, fechas, hechos pasando por Álvaro Cabas Pumarejo y “Mi Rosalbita”, Antonio Serrano Zúñiga y “Reminiscencia”, Armando Zabaleta Guevara quien pregonará a los cuatro vientos “No voy a Patillal”; Camilo Namen Rapalino, el compositor que inmortalizará la amistad de padre e hijo al cantar “Mi gran amigo”, pero también sublimará los primeros años de la infancia con “Recordando mi niñez”. Carlos Huertas Gómez, el juglar que dirá su biografía al expresar que él es “el Cantor de Fonseca”. Edilberto Daza Gutiérrez, quien se consagra con “La Conquista” pero se inmortaliza porque grita orgulloso que es un “Patillalero de cepa”. Emiliano Zuleta Díaz, conocido como Emilianito, consagrado universitario que en su paso por la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Tunja vive en medio de la incertidumbre del amor por sus dos novias. Emiro Zuleta Calderón, el insigne poeta del “Corazón vallenato”. Fernando Meneses Romero, compositor que vive el tormento de los “Momentos de Amor”. Freddy Molina Daza, el malogrado compositor de Patillal, que legó a las generaciones no solo Dos rosas, El amor sensible, sino también “Los tiempos de la Cometa”. Gustavo Gutiérrez Cabello, el compositor que a través de las notas de guitarra enviará mensajes de Confidencias. Hernando Marín Lacouture, quien se erigió a través de sus melodías en el defensor de “Los Maestros”. Ildefonso Ramírez Bula, quien a todos nos dio alegría al entregarnos una “Rosa Jardinera”. Julio Oñate Martínez, quien le canta al “Encuentro con Simón”. Leandro Díaz Duarte, el hombre que ve con los ojos del alma. Mateo Torres Barrera, compositor que se caracteriza porque él hace “Todo en chanza”. Máximo Movil Mendoza, quien le canta a “La mujer conforme”. Octavio Daza Daza, quien pone testigo de sus andanzas y aventura al “Río Badillo”. Pedro García Díaz, parrandero infatigable que andaba por ahí como un “Trovador ambulante”. Roberto Calderón Cujia, quien se enorgullece de cantar, de cantar al astro de su tierra, la “Luna sanjuanera”. Rosendo Romero Ospino, poeta que es su voz la que ilumina el universo en una “Noche sin luceros”. Santander Durán Escalona, quien le dio libertad a sus voces como esas cometas que vuelan al horizonte al lanzar sus “Palabras al viento”. Y lo agota con Sergio Moya Molina, a quien le dará el título de dos composiciones: “experto contrabandista de la mujer celosa”.

Aunque el libro seguramente ingresará a la prolífica bibliografía que ha tratado el tema del vallenato. Éste de una u otra manera se aleja del formato tradicional, pues además de la pureza del idioma con que está escrito, es una obra más académica y menos folclórica, más científica y menos tradicional. En ella no hay una sola frase suelta o evocación a las tradicionales anécdotas, muchas veces vulgares en que se mueve la vallenatología popular. Es un libro menos popular y más intelectual en que el autor quiere mostrar facetas de los compositores, facetas humanas, muchas veces desconocidas. Creo y posiblemente muchos de los lectores del libro estarán de acuerdo conmigo en que cada texto es un homenaje a los compositor seleccionados, ya que Eddie José enfatiza en algunos avatares generales conocidos, pero también en hechos particulares desconocidos que, además por su profundo contenido la convierten en una obra bibliográfica, en un texto de consulta obligada.

En fin podría decir mucho más. Pero será mejor que el lector se introduzca en la densidad de las páginas en que el lenguaje ameno, agradable, sencillo, poético y musical reina en cada una de los folios, que como una Espada de Damocles, también condena al autor. Pues lo obliga a seguir investigando, ya que cuando se publica un tomo, debe venir el otro y el otro y otro más. Y creo que Eddie José. mi hermano, tiene todas las armas para hacerlo. Mientras eso sucede, mientras va Tras los orígenes de autores e inmortales piezas del mundo vallenato introduzcámonos en la sinfonía de las más bellas canciones que pueblan el universo de los grandes compositores de la música vallenata.

Cartagena, la de Indias, 14 de mayo de 2011

domingo, 8 de mayo de 2011

Minicuento - Milagro

Milagro




La mañana del domingo las primeras personas que entraron a la iglesia para escuchar la misa de resurrección observaron que el pecho de la imagen del Crucificado, que desde hacía años reposaba plácidamente en la hornacina, tenía una estaca de guayacán enterrada.

Él, que estaba cebado en el amor de Friné desde el mismo día en se casó y desde su cruz la vio radiante y fresca, jamás imaginó que algún día descubrirían su secreto.

-El marido aún sigue buscando el cuerpo del hombre que encontró anoche en el lecho con su amada y a quien le dio un estacazo, le dijo una vieja a la otra, mientras, contaba con rapidez las pepas del rosario.

Minicuento - Ironía

Ironía




Mientras el hombre sentía que la vida se le iba lenta y paulatinamente por cada una de las heridas producidas por las cuchilladas que el delincuente le propinaba, recordó que esa tarde le había dado a su agresor un billete de veinte mil pesos para que comprara material de trabajo.

Minicuento - Cañañolo

Cañañolo



Cañañolo, el onagro de alto pedigrí, a los pocos días de estar en la nómina oficial, no solo decepcionó a las burras y pollinas que esperaban mucho de él, sino a toda la población.

Y ahora por qué no trabajas como cuando tu amo te alquilaba de burro para que hicieras todos los oficios del pueblo.

- Porque ahora soy empleado oficial, gafo. Le dijo a su interlocutor, rebuznando de alegría y de felicidad.

viernes, 6 de mayo de 2011

FRANCISCO EL HOMBRE: UNA LEYENDA DE MAS DE DOS MIL AÑOS

A Julio Oñate, mi compadre


“Yo soy Francisco el Hombre,
yo fui el acordeonero que le ganó
al demonio una piquería
cuando venía del Paso”
Pacho Rada, entrevista en Telecaribe
1995


Aunque fue en 1968 con los inicios del festival de la Leyenda Vallenata cuando comenzó a conocerse y a hablarse intensamente de la fábula de Francisco el Hombre y cuya esencia consiste en que trata de revivir una antiquísima tradición del cantor que recorre las vastas llanuras de las exuberante y enigmática alta y baja Guajira, realmente esta viene atada inexorablemente al recorrido de las leyendas universales y en especial a aquellas que tienen relación con Orfeo, el dios de la música en la rica mitología griega. De allí que la leyenda del trovador que vence al demonio es tan antigua e inmemorial como muchas de las leyendas que llegaron con los invasores en su afán de someter estos territorios e imponer su propia cultura.

Se puede afirmar que en cada rincón del universo, en el más remoto lugar de América o en cada pueblo o ciudad colombiana existe una leyenda agazapada de un juglar, vate o trovador que al menos una vez en su vida enfrentó con el númen de su espíritu y la inspiración de su instrumento musical al demonio y lo hizo retroceder con el candente rabo entre las piernas a su reino de ilusión.

Con el resurgimiento del espíritu renacentista y la aparición en todos los rincones de Europa de ciudades y castillos, de impresión de libros y de pergaminos que difundían aspectos del arte y de la cultura hasta esos momentos ocultos a los ojos de la humanidad que ponían de presente la grandeza del pensamiento griego y latino y de otras notables culturas de la antigüedad, el hombre medieval que estaba aún sumergido en las nebulosas del confesionario y la sotana, comenzó a leer y a escarbar y en la medida en que escudriñaba más y más se fue topando con un mundo grandioso cuya cultura, leyendas y mitos influían notablemente sobre la sociedad. Fue entonces cuando comprendieron que el mundo era caldeo, mesopotámico, egipcio, babilónico y griego y que mucho del acervo cultural que mostraban pertenecía a dichas culturas las que sospechosamente habían querido ocultar.

Muchas leyendas se aglomeraron en el espíritu del hombre que no encontraba formas para llevarlas al papiro y entre tantas y tantas estaba la que hoy es tema de este trabajo, cuyo protagonista en sus orígenes, fue Orfeo, el dios de la cornamusa, con cuyas notas vence a Plutón (Hades), el dios custodio del Averno y le arranca del mundo de las tinieblas a su amada Eurídice.

Con la a veces perniciosa influencia de la Iglesia Católica en todos los campos, fue menester que poetas y narradores se ingeniaran la manera de vencer al recién creado Demonio de Dante, cuya morada estaba en el Infierno, un sitio que según el poeta napolitano estaba lleno de fuego para purificar las almas de los pecadores.

Aunque muchos poetas y trovadores, aedos y vates, cronistas y bardos, en Alemania y España, Francia e Inglaterra, Italia y Portugal narran en sus escritos la fábula del juglar que enfrenta a Lucifer y lo vence en tiempos en que se celebran las ferias frente a la muchedumbre aglomerada en las plazas, enmarcándose entre la lucha del bien y del mal, ésta tiene sus orígenes desde los arcaicos tiempos de la mitología griega.

Hesíodo en su Teogonía2, cuenta como Orfeo, el dios de la música y de la poesía, a quien las Musas le enseñaron a tocar una lira que le regaló el dios Apolo y con la cual adormecía las fieras, y las aves en su vuelo al escuchar las melodías se detenían, al morir su esposa Eurídice por la mordedura de una serpiente, bajó a las profundidades del Averno3, al Mundo Subterráneo y allí con su lira enfrentó a Plutón, el dios de los infiernos. Lo venció y rescató a su esposa con la condición de que no mirase el Hades, pero ésta infringió la prohibición y se sumergió para siempre en las inefables aguas de la Laguna Estigia. Fue Orfeo quien apaciguó con las notas de su lira la furia del Cancerbero cuando los Argonautas andaban buscando el Vellocino de Oro.

Sin embargo, a pesar de que el mito de Orfeo fue conocido también entre las antiguas civilizaciones, caldeas, asirias, mesopotámicas y egipcias, entre la gente que habita la región de los departamentos de la Guajira y Cesar, en Colombia, especialmente entre los intelectuales y vallenatólogos, existe la clara conciencia de que la leyenda de Francisco el Hombre, el juglar que representa el bien y vence el mal, tuvo sus orígenes en esa parte del mundo y no en otra. Además en los muchos tratados que se han publicado con posterioridad al fenómeno del vallenato se ha dicho que por allí, por las aguas que circuyen la Península de la Guajira fue por donde llegó el acordeón y que fue Francisco Moscote “el hombre que venció al diablo en un duelo de piqueria cuando tenía 10 años”.

En una charla que tuve en un pueblo de la Guajira cuando andaba rastreando los orígenes de la leyenda, una anciana octogenaria de la raza wayúu, a la que el hambre le hacía comer sus propias muelas, se levantó de pronto de la silla y me gritó la lección que seguramente había ensayado durante años y cuya oportunidad había esperado: “Míreme a los ojos, yo soy nieta de Francisco el Hombre”.

Merece especial mención el acordeón, pues su llegada a esta parte del continente sigue siendo un enigma. Fue Cyril Demian quien patentó el invento del acordeón en 1829 en Viena (Alemania). A principios de 1820 se conocía el handaöline, que podría decirse es el más próximo antecedente. Pero realmente, para muchos investigadores la génesis se encuentra en el Sheng, una antiquísima y milenaria armónica de boca que fue muy utilizada en la China muchos siglos antes de Cristo. De ella se derivan otros instrumentos, casi hermanos del acordeón como la Concertina, creada en 1829 por el inventor y físico británico Charles Wheatstone y el Bandoneón, instrumento musical cromático, inventado en el siglo XIX por el alemán Heinrich Band de Krefeld, que puede producir más de doscientas notas al mismo tiempo, muy usado entre los solistas del tango en los arrabales de las ciudades de Argentina, Brasil y Uruguay. En todo caso, el número de botones o teclas de un acordeón, varía según quien la arme y quien le imprima la delicadeza de la guitarra, la malicia de la marimba, el hechizo indígena de la gaita, la finura de la flauta, la agudeza del pífano, el fragor de la balalaica, la aristocracia del piano y el ritmo y vigorosidad del tambor africano.

Entre los habitantes de algunos pueblos del Darién y especialmente en la región de Necoclí, siento de San Sebastián de Buenavista, primera población de Tierra Firme, en tiempos en que se iniciaba la invasión española y que inexplicablemente desde mediados del siglo XIX sufrió una migración de mulatos de pelo tieso y de ojos azules provenientes de las islas del Caribe y de Cartagena, descendientes de piratas y bucaneros, filibusteros y corsarios, se conoció el acordeón muchos años antes que los alemanes la trajeran en sus naos de contrabando por los mares de la Alta Guajira.

Don Salustiano Zúñiga Porto4, un isleño de origen dudoso, y según él mismo contaba sus ancestros estaban enterrados en cofres y arcones en algunas islas de las Antillas, llegó a finales de 1870 y sobrevivió hasta mediados de los años treinta. Conformó en los pueblos del Golfo de Urabá una orquesta cuyos principales instrumentos eran el acordeón y una vieja balalaica que tocaba un ruso al que todos conocían como Ivanov. No hubo un solo buque, lancha, barco o casino a donde no se presentara la orquesta cuya fama trascendía mucho más allá de las fronteras del reino de Dabeiba.

Don Salus, como fue conocido por sus amigos, era un diestro intérprete del acordeón. Según cuenta la tradición enfrentó una tarde de tornados y de brisas de mar al demonio y lo venció en la playa frente a los nativos del pueblo. La derrota fue tan estruendosa y humillante que el demonio nunca más apareció y desde esos tiempos las aguas del río Atrato dejaron de ser caudalosas. Esa victoria tan sonada y conocida por todos los habitantes le dio tanta fama entre las féminas que no hubo una sola que en las postrimerías del siglo XIX no llegara a conocer las melodiosas notas de su instrumento encantador.

Conocido como el don Juan de las Antillas, una mañana en que viajaba, su lancha fue atacada por las furias de una tromba que arremetió contra él, lo sacó de la nave y lo llevó por los aires varios kilómetros hasta dejarlo en las playas de Necoclí donde quedó tirado para siempre con las liras de su acordeón. “Se lo llevó la venganza del demonio” fue lo único que dijeron los nativos.

La fábula del trovador que vence al demonio, tambien la encontramos en las vastísimas llanuras de la Orinoquia venezolana y colombiana. Allá los campesinos cuentan la leyenda del coplero de araguaney y sombreo, que derrotó al demonio tocando arpa. Anda por todos los pueblos de ese llano interminable e inhóspito con su mensaje de alegría y de felicidad. El consagrado escritor Rómulo Gallegos en su novela “Doña Bárbara”5, menciona un mítico personaje con iguales características al Francisco el Hombre de Cien años de soledad. Al respecto, dice:



“Florentino el araucano, el encantador llanero que todo lo dijo en coplas y a quien ni el mismo Demonio pudo ganarle la apuesta de cual improvisara más, que una noche vino a hacerle disfrazado de cristiano porque aquel, cuando ya no le alcanzaba la voz, sobrábale todavía el ingenio, faltando poco para que los gallos comenzasen a menudear, le nombró en una copla las tres divinas personas y lo hizo volverse a los infiernos de cabeza con maracas y todo”.



En esa llanura inmensa e ingenua, enigmática y chispeante mora el espíritu de Florentino, el más grande coplero que con su arpa al hombro recorría los pueblos improvisando en cada esquina una copla e invitando a los llaneros para espantar en una parranda el llamado de los espíritus. En el Arauca vibrador, en el bongó y en el caney, los indios bravos y los nativos mansos, hablan con emoción de Florentino el araucano que aún en plena selva sigue esperando al demonio para vencerlo. Es la ley del coplero y en el llano las leyes se cumplen.

Cabe anotar que Doña Bárbara, cimera obra de la literatura americana apareció publicada en la década de los años 20, casi simultáneamente con La Vorágine, de José Eustacio Rivera, y Don Segundo Sombra, del argentino Ricardo Güiraldes, conocidas como novelas de barbarie o terrígenas.

En nuestro país, por cualquier lugar, urbano o agreste, rural o citadino, sentimos el aroma fresco de las leyendas, de los mitos y de las tradiciones. Unas veces es la Madremonte, endriago custodio de los bosques que recorre desnuda las selvas y montañas con la cabellera suelta al viento, llevando a los más remotos lugares la semilla de la fertilidad, como en la mitología griega lo hiciera la diosa Diana, la cazadora. O el Mohán, espíritu de las aguas y de los bosques, con el cuerpo lleno de pelo y desnudo, acosando las zagalas, como en la mitología clásica lo hicieran Pan y su séquito de Sátiros. Otras veces es a Saúl Montenegro, el Hombrecaimán, cuyos poderes mágicos como los de Lucio Apuleyo, en el “Asno de Oro”, cuando quiso convertirse en búho y perseguir la esbelta y casquivana esposa de Milón, que volaba sobre el cielo de Tesalia en busca de aventuras amorosas.

En Ciénaga, en el Departamento del Magdalena, según cuenta la tradición también hay un Francisco el Hombre agazapado. Dice el maestro José Manuel Elías Cabanal en un relato aparecido en la revista Ponqueyca6, que Jacobo Buitrago Eslait, un cura medio real, medio legendario, educado en las más prestigiosas universidades de Europa, que volvió a finales del siglo XIX con sotana y birrete imbuido de una atmósfera de santidad, en uno de sus actos de valor venció al Demonio en plena plaza principal. Al respeto cuenta el narrador cienaguero:

“Una mañana de esas tibias que suelen darse en Ciénaga a causa de la brisa que baja de los ríos Córdoba y Manzanares, el cura Jacobo Buitrago Eslait tañó las campanas la Iglesia para que la gente se reuniera en la misma plaza en la que más tarde el ejército colombiano masacraría a más de un millar de obreros de las fincas de la zona bananera. El cura que interpretaba piezas de los clásicos de la música en el atrio la noche anterior, fue retado por un caminante que dijo ser el hijo de Belcebú y que poseía todos los secretos del infierno y la virtud de tocar mejor las teclas del piano. Con la plaza atestada hasta los balcones se inició el singular reto en el que cada uno improvisaba una copla y le agregaba las melodías del piano de dos colas. Primero fue el hijo de Belcebú, después el cura, y así sucesivamente estuvieron por horas y días hasta que el cura, observando cauteloso que el diablo estaba agotado y con la lengua afuera, le tocó una misa negra en latín y después en griego y descontroló tanto al diablo que el piano de éste se le fundieron las teclas”.

Desde aquellos remotos días, a través de la tradición la gente recuerda la manera como el cura Jacobo Buitrago Eslait venció al demonio. Con el paso de los años, además de la leyenda que generó y que la gente cuenta con entusiasmo, quedaron también los restos del destartalado piano de tres pedales y dos colas con el que derrotó al demonio. Nadie nunca supo a donde fue el cura después de aquel duelo de verseadores y tampoco nadie dio una razón lógica de su llegada. La última noticia que se tuvo de él, la dieron unos gitanos ricos que dijeron haberlo visto entre montañas de gente en la ciudad de Ocaña cuando cargaba sobre sus hombros un piano de cola que en otros tiempos trajo desde Viena en un buque de vapor, cundo aún era fácil la navegación marítima.

Según Guillermo Henríquez, el cienaguero que viajó a Barcelona especialmente a conocer el hielo, en una de las viejas y abandonadas casonas de la cuadrilonga ciudad del banano, todavía habita el espíritu del levita Jacobo Buitrago Eslait. La gente dice que lo ven y otros cuentan que a veces escuchan las notas que brotan a torrentes del destartalado piano.

La primera información que se tiene de Francisco el Hombre data del siglo XIX y es una referencia que se hace en una carta privada que envía don Jorge Isaacs a una de sus muchas amigas y admiradoras de Cali, en la que cuenta que ha escuchado noticias por boca de los nativos que narran que un campesino de esos que andan de ranchería en ranchería con un acordeón terciao en el pecho le ha ganado varias veces al demonio improvisando y tocando un aparato musical.



“El asunto del carbón lo tengo casi finiquitado con los representantes del Gobierno y de los técnicos extranjeros que están alegres porque sus estudios han demostrado que en esta parte del mundo hay tanto carbón que con él se podrían encender las más enormes calderas del universo. Pero estoy intrigado querida amiga por lo que cuentan acerca de un nativo que no se cansa de hablar y que según dicen peleó a puño con el mismo Lucifer y después de revolcarse varias veces en el suelo, acordaron enfrentarse con la improvisación de versos. Saliendo ganador el hombre llamado Francisco, porque además le canto varias veces el credo al revés” 7

Don Jorge Isaacs fue el primero de todos los colombianos que en el siglo XIX obtuvo contratos de explotación de las minas de carbón en Manaure, Sierra Nevada, Sabanas de Bolívar y las vastísimas y ubérrimas regiones del Urabá. Su proyecto se desplomó cuando la gloria de María lo cubrió tanto que se olvidó para siempre de explotar el carbón en una región donde la gente bebía agua de cactos, las mujeres dominaban el clan y en muchos lugares pregonaban la historia de un juglar que había derrotado al demonio.

Es importante resaltar que en casi todas las crónicas de la literatura española aparece la historia del estudiante Cleofás, quien en la novela El diablo cojuelo de don Luis Vélez de Guevara8, viaja al infierno y libera al diablo, se lo trae a la tierra para competir con él en eventos de inspiración, lo vence y al final como castigo lo guarda en una botella y anda con él por todas partes. El demonio agradecido le muestra los secretos de la vida y la satisfacción de los vicios.

El Demonio9 como personaje de la leyenda es una constante en las páginas literarias de la juglaría universal. La lucha permanente entre el bien y el mal, entre la felicidad y la discordia, en la que siempre triunfa el bien. En “El diablo predicador”, de Luis Belmonte (1587-1636), obra de teatro de corte picaresco, en el que el demonio que acosa a las mujeres de una aldea, es vencido por una joven pastora, que mediante ciertos artilugios, vestida de juglar lo reta, lo vence y lo pone a predicar el bien entre las aldeas del contorno.

La versión de don Luis Vélez de Guevara ha sido recreada posteriormente por J. L. Stevenson en su novela “El diablo de la botella” y por el escritor colombiano Enrique Medina Flórez, quien en su obra “Los desvelos del búho”, narra la historia de Simón campanero que le gana una mano al demonio en pleno centro de la ciudad de Tunja, lo vence tocando una marimba y como castigo lo mete en una botella. Según cuenta la tradición, Simón campanero exhibe el día de mercado de cada semana el preciado trofeo, convirtiéndose el demonio en un objeto de burla de los transeúntes y mercaderes.

Johann Wolfgang Goethe, el más notable escritor alemán recrea la leyenda del demonio que viene haciendo su recorrido a través de la tradición teutona. El joven Fausto se ve en la necesidad de hacer un pauto con Mefistófeles a quien le vende el alma con el fin de llevar a cabo ciertas empresas. Fausto realiza toda clase de argucias y artimañas que tienen como objetivo burlar a Lucifer. Pero a pesar que Mefistófeles cobra su premio y se lleva el alma de Fausto, finalmente la devolverá cuando sucumbe ante una nueva apuesta.

Guillermo Tell, el legendario héroe suizo que fue obligado a probar su puntería disparando un flecha sobre una manzana que estaba colocada en la cabeza de su hijo, también tuvo sus enfrentamientos con el demonio. La venció con el arco, la lira y la gaita y después como castigo lo vistió de mujer y durante años lo exhibió y paseó por las plazas de villas y pueblos.

Entre los escoceses e ingleses, cuyas sagas sufrieron una influencia notoria de griegos y latinos, el demonio también es vencido por los trovadores. En muchos de los relatos recogidos por Sir Walter Scott, considerado el creador de la novela histórica, se revive la antiquísima y milenaria leyenda del bardo que vence al demonio entre los riscos de la Inglaterra campesina. Shakespeare también hizo sucumbir ante las fuerzas creadoras del hombre al demonio.

Entre los serranos del sur y sobre en San Juan de los Pastos aún la gente habla de la leyenda del poeta que anda con una marimba y vence al Patas componiendo coplas y tocando con maestría el aborigen instrumento musical. Según el investigador Mauro Gomajoa Buchelli, un cronista pastuso de finales del siglo XIX, mencionado por Fray Antonio Iluminado de la Calle en su obra “Tradiciones de San Juan de Pasto”, cuenta que hace muchísimos años, en un lugar de la ciudad sucedió un hecho insólito que aún la gente lo recuerda:

“Cuando el Patas o el Demonio, como llaman a este engendro del mal los nativos de la región, llegó a San Juan de los Pastos que según dicen los cholos venía de Chachaguí, en la parte más alta de sierra, traía puesta una ruana como de tres pulgadas de gruesa de vistosos colores. Por debajo del ala del sombreo asomaban dos grandes cuernos y de su mochila de fuego sacaba la marimba de cañas de bambú con la que enfrentaría a su oponente. Doménico Cerón Botina, así se llamaba el indio cuya fama de poeta y trovador por todos era conocida. Nadie se la discutía y en su mano derecha como siempre asía la marimba de la que nunca se separaba. Iniciaron el duelo, primero con los sones andinos y después con las coplas de la tierra. Al final el vate, salido de las entrañas de la tierra le ganó cuando de su instrumento musical salieron una a una como por encanto las notas de la guaneña, cuyas rachas melodiosas se esparcieron por todos los rincones de las montañas y de la serranía. La gente aglomerada sobre las lomas aplaudió una y otra vez y el cura que estaba en el campanario de la iglesia de Santiago no cesaba de tañer, templando a cada momento los badajos de alegría y de emoción. Alguien entonces se percató de que Domenico enfrentaba al mismo demonioy que había llegado a aquellas montañas para acabar con la fama del poeta y músico que alegraba el alma de esa región abandonada de Dios y de los hombres. Al final, el Patas, como los campesinos llaman a Belcebú, fue vencido y no le quedó otro camino que irse a pasar su vergüenza a las profundidades del volcán. A veces ronca y entonces asusta a la gente, pues echa fuego y ceniza por la boca”10.

Quienes han andado por los pueblos y ciudades ubicadas a orillas del Río Grande de la Magdalena o viajaron en los enigmáticos buques de rueda que surcaban las aguas bufando con desespero como bueyes cansados y dejaban como herencia una espesa columna de humo gris, recuerdan seguramente las fantásticas historias que la gente contaba cuando los pasajeros bajaban a estirar las piernas, a comer pescado frito con yuca y a beber totumas del delicioso y aromático café almendra tropical endulzado con panela. Allí escuchaban la historia de “Iluminada de los Espíritus, una niña que estuvo veinticinco años sumergida en las aguas, cuando salió contaba que solo había pasado un segundo y que en ese lapso había visto una ciudad de cristal en las profundidades del río. Por cierto nadie le creyó hasta que vieron su foto en el álbum de los recuerdos y sus padres la reconocieron por las réplicas de los lunares en forma de murciélago que tenía en el muslo de la pierna derecha”.

Otros contaban la historia del millero encantado, un legendario músico que vivió a principios del siglo XX en muchos pueblos de la Isla de Mompox. Según la leyenda, su abuela que tuvo la costumbre después de muerta de visitarlo cada seis meses para traer y llevar noticias de los muertos y de los vivos le regaló un millo encantado, cuyas notas brotaban a torrentes de su boca llena de escarlachina y de colores. “Era como si soplara un canuto lleno de estrellas luminosas”, decía la gente. Tañía la cornamusa en el lugar y a la hora que fuera, atrayendo inmediatamente la atención de cuantas especies vivientes hay en la tierra. Desde la zorra más tierna hasta la babilla más encopetada, corrían para escuchar el millo encantado. Lo que más nos llenaba de satisfacción era tocarle el canuto a Josenel, como se llamaba el millero encantado. Una tarde que tañía un concierto a los animales del cielo y de la tierra, de las aguas surgió el Mohán, con una guabina en la boca, que lo asustó tanto que las cañas de millo se regaron por el suelo. El Mohán lo retó para que no sonara su flauta encantada sobre sus dominios. Lo cierto fue que el endriago del río tuvo que volverse a su mundo subterráneo, porque fue vencido en franca lid después de varias horas y días de sonar cada uno su instrumento musical. Él tocaba con entusiasmo y concentración, con los ojos cerrados, como si estuviese en otro mundo y cada cual improvisaba sobre la copla del río por muchos conocida:



“Pájaro del monte

pájaro del río

cuando va volando

se le oye el zumbío”





Con el paso de los días y de los meses y de los años, el triunfo de Josenel sobre el Mohán legó a las nuevas generaciones otra copla que se escucha en las noches de fandangos, tamboras y chandé:



“Josenel, el millero

el millero del río

con su millo encantado

al Mohán ha vencío”.





Según la gente el Mohán se sumergió en las aguas y dejó a la posteridad como castigo, remolinos encantados que de época en época se enfurecen y arremeten contra las lanchas, buques y remolcadores, produciendo siniestros y desgracias. “Es Itzalcoa, el espíritu de las aguas”, dicen algunos.

Muchos capitanes de lanchas y buques de ruedas dicen que frente a la ciudad de Magangue, en uno de los cascotes de los buques siniestrados habita un Mohán desde hace más de una centuria, es por eso que en esos recodos del río, muy cerca de aquella Babilonia desaforada, cada cierto tiempo se produce una catástrofe por el hundimiento de una lancha o remolcador.

Del millero encantado, después de vencer al Mohán nadie supo nunca a donde fue. Para algunos murió de viejo, anciano y pidiendo limosnas, para otros aún esta vivo y de vez en cuando aparece con su cornamusa llena de notas que riega a lo largo de la ribera dejando una estela de felicidad y de alegría. Esta antigua tradición del millero encantado en muchos pueblos del río la rememoran con un festival en su honor cada año.

En los pueblos que circuyen en las frescas sabanas de los Montes de María también existe una versión de un Francisco el Hombre agazapado. Reinaldo Bustillo Cuevas, un matemático, metido a poeta de voz de trueno, corazón ardiente, alma de cosaco, bebedor de cerveza en toneles, autor de muchos libros de poesías, cuenta la leyenda de Trino el Brujo, un juglar que apareció cierta tarde en aquellos campos de vaquería. Según se supo después venía de las profundidades del cauce del Río Grande de la Magdalena, subió por el valle de El Guamo y llegó a San Juan Nepomuceno donde se granjeo la simpatía y la admiración de la gente. Además de montar una fábrica de tabaco de exportación y dar trabajo a cientos de mujeres dobladoras, en las tardes después de la agotadora jornada, se sentaba en la plaza a tocar como el más consagrado Orfeo, sus canciones y los ritmos variados del acordeón11.

Según la versión que manejan los habitantes de esos pueblos, Francisco el Hombre que conoció de oídas la fama de Trino el Brujo, lo invitó a su fuero para que compitieran en versificación y en melodías. Trino el Brujo, aceptó el reto, fue a las vastas llanuras de la serranía del Perijá y a orillas del río, Guatapurí, muy cerca de Patillal, ante la sorpresa de la gente que había acudido en masa para apreciar el singular duelo, Francisco el Hombre fue vencido, puesto en ridículo y arrumado varias veces por su oponente.

No obstante, investigaciones posteriores a los hechos narrados, demuestran que de Trino el Brujo es muy poco lo que la gente sabe, aunque muchos creen que se trata de una reencarnación de Foción Rodríguez, un cura cartagenero de origen castellano, que tuvo tantos hijos en la sacristía de la iglesia de San Juan Nepomuceno y cuya particularidad consistía en comer en las madrugadas pebres suculentos de zorras tiernas y en los atardeceres guisos apetitosos de gallina criolla. “Es la mejor carne”, solía decir.

Trino el Brujo, de todas maneras desapareció tal y como había llegado, no dejó otra huella que las fábricas de tabaco de exportación que había montado, que la carcoma las fue acabando hasta convertirlas en ruinas. Tampoco sembró un tronco. Algunas personas muy serias dicen que en los atardeceres a veces aparece montado sobre un caballo bayo, vestido completamente de blanco, con su acordeón, su sombrero vueltiao y gritando sus cantos de vaquería.

De acuerdo con lo anterior, es fácil observar que son cientos los Orfeos que existen agazapados en el país y que mucho antes de que se hablara de Francisco el Hombre en las ubérrimas regiones del Cesar y de la rica, yerma y abandonada Guajira, ya esta versión de la mitología griega, que fue recreada por los poetas castellanos medievales hacía su recorrido a la par con otras leyendas americanas como la de Eldorado o la de Quivira, que buscaron los conquistadores y jamás encontraron, pues las expediciones terminaron en verdaderas catástrofes tal como lo describe el cronista Albar Núñez Cabeza de Vaca en su obra “Naufragios”.

El hecho de que existan tantas leyendas con orígenes órficos, nos obliga sobremanera a pensar cual fue la primera versión del trovador que vence al demonio de las que se mencionan en cada una de las regiones del país, aunque muchos investigadores consideran como original la leyenda de la Alta Guajira.

Esa diversidad y riqueza en las leyendas y en la concepción que tiene cada región para acomodarla de acuerdo con sus costumbres y tradición demuestran hasta que punto el ingenio y la fantasía particularizan los mitos universales. En este caso parecería que en algún lugar del universo hubo un poeta que en un enfrentamiento de ingenio y de creación, derrotó al Demonio, lo puso patas arriba y después para bien de la humanidad lo encerró eternamente en una botella. En todo caso, llámese Orfeo, Francisco Moscote, Pacho Rada, Trino el Brujo, Florentino el araucano, Simón campanero o Josenel, lo cierto es que en alguna parte del mundo en estos momentos anda un juglar con su instrumento bien agarrado para vencer a Lucifer, sea cual fuere la postura que éste tenga.

En estos momentos Francisco el Hombre está latente y palpable, con su ambiente bucólico, su instrumento campesino, con su nombre en una tarima donde se realiza el más importante festival de la cultura musical colombiana y el más auténtico de cuantos existen en el país, con una gama de trovadores y de poetas, inspirados en las más bellas costumbres y tradiciones de las regiones que en otras épocas habitaron los valientes Tupes, Chimilas y Pocabuyes. Juglares de la talla de Freddy Molina, Luis Pitre, Armando Moscote, Lorenzo Morales, Rafael Escalona, Emiliano Zuleta Díaz, Alejo Durán, Julio Oñate Martínez y tantos y tantos otros que con sus voces, composiciones y pentagramas, son émulos de quien en algún momento de la historia venció al demonio en una noche de parrandas y polifonías.

Naturalmente que a los habitantes de la ciudad de los Santos Reyes del Valle de Uparí, y en especial a los defensores de los aires vallenatos les interesa por múltiples razones defender como original una leyenda, que es patrimonio mundial de la humanidad, es decir, que es de todos y es universal.

Consuelo Araujo Noguera, la más ferviente e insigne investigadora de la música vallenata y pilar de una tradición anclada en la historia de Valledupar y sus contornos, en una ardua discusión que sostuvo a través de las páginas de El Espectador con el columnista Manuel Drezner, argumentaba que la leyenda de Francisco el Hombre era originaria y auténtica de aquellas regiones y que el protagonista había existido. Además aseguraba que todos los Moscotes eran descendientes del tronco que cierto día de lluvia venció al demonio en un duelo de piquería.

Es importante anotar que otros acordeoneros se han atrevido a asegurar muy personalmente que “soy yo y no otro quien se enfrentó al demonio” y que el tal Francisco Moscote nunca tuvo la osadía y el valor de enfrentarse al maligno.

En Talaigua, la tierra donde yo nací, hace pocos años don Facundo Bravo, un anciano ganadero que en su juventud aprendió a tocar acordeón en San Jacinto, que vestía pantalón y camisa blanca con botones de oro y abarca tres puntá, decía y pregonaba que él era quien había vencido al demonio con su acordeón debajo del palo de chagualo.

“Mire, aquí se sentó el demonio y yo me senté allí, decía, pero es muy diferente a la forma como la gente lo menciona y lo pintan. Pues éste era de piel morena y pelo tieso. Sabía que era el demonio porque me ofreció dinero, placer y muchas satisfacciones personales si yo ganaba y se llevaba mi alma si yo perdía. Además en las sienes asomaban los cuernos y meneaba a cada momento la cola de fuego con la que chamuscaba las hojas. Sus ojos eran rojos como dos brasas de candela. Yo temblaba de miedo, pero después de cuatro horas, me tome confianza y me encomendé a Dios y a la Virgen María y comencé a tocar de verdad verdad. Me lo llevé por delante, pues no pudo soportar el ingenio con que salían las notas de mi acordeón y mucho menos los versos que yo improvisaba, todos relacionados con la Madre de Dios y su hijo Jesucristo. De pronto tiró su aparato por allá y salió volando y nunca más supe de él”, terminaba diciendo con emoción y tratando de agarrar a sus noventa y siete años algún recuerdo perdido.

Debido a la poca investigación y naturalmente la falta de cultura para discernir entre lo bueno y lo malo, casi nunca se analizan las leyendas y las tradiciones que nos llegan de muchas partes. Los mitos y sus protagonistas, dioses, semidioses, gigantes, gnomos, hadas y toda clase de seres fantásticos son productos de la invención de los poetas. He ahí la gran diferencia con las leyendas, pues estas tienen un origen real, nacen de un hecho concreto y no de la ficción. Colombia es rica en leyendas y tradiciones. Es una leyenda, por ejemplo Eldorado, la balsa de oro de Guatavita, el Salto de Tequendama, Bochica y aquellas que se relacionan con la Virgen del Rosario, en Valledupar, la Virgen de las Lajas, en Nariño, la Virgen de la Candelaria de El Banco y Magangue. Pero también tenemos mitos cosmogónicos y teogónicos. Fura y Tena, son el primer hombre y la primera mujer de la creación, hechos por Are de una bola de barro, igual que Zeus creó a Pandora y a Epimeteo, primer hombre y primera mujer de la creación en la mitología griega, como lo narra Moisés en el Génesis, Dios creó a Adán de una bola de barro y a Eva de una costilla de Adán, después de someterlo a un profundo sopor. En fin, hay mitos y leyendas que tienen iguales o parecidos sentidos o temas, lo que demuestra la universalidad de ellos y que el espíritu del hombre siempre tiene una tendencia a unos mismos objetivos.

Naturalmente que el rescate de Francisco el Hombre fue, antes que de la tradición, literario. Debió aparecer en las páginas de Cien años de soledad para que se bautizara y universalizara su leyenda y entre copa y copa y ron de caña y sancocho de tres carnes se proyectara la empresa más ambiciosa del folclor nacional. En cierto sentido, el laureado escritor cae también el error al considerar como auténtica y original de la Guajira, la leyenda de Francisco el Hombre, cuando narra en su obra:

“Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano trovador de casi 200 años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas por él mismo. En aquellas Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un recado que mandar o un acontecimiento que divulgar, le pagaba dos centavos para que lo incluyera en su repertorio. Fue así como se enteró Úrsula de la muerte de su madre, por pura casualidad, una noche escuchaba las canciones con la esperanza de que dijera algo de su hijo José Arcadio. Francisco el Hombre, así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y cuyo verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de Macondo durante la peste del insomnio”

En todas esas leyendas particulares en que los poetas y trovadores, bardos y juglares, vates y aedos se enfrentaron con el demonio, desde el medioevo hasta nuestros días, siempre ha habido un elemento identificador: es la imaginación, el ingenio, el estro o el numen creador del artista el que vence las fuerzas del mal. Todas esas leyendas aún todavía siguen vivas en los más remotos lugares de la tierra.

En conclusión, los anteriores son algunos de los argumentos que se pueden mencionar desde Orfeo, el dios de la música, que vence a Plutón, dios de los infiernos, cuando baja al Averno en busca de su esposa Eurídice, que demuestran que dicha leyenda no tiene origen en la yerma y enigmática Guajira, sino que esta inexorablemente arranca desde los tiempos de la mitología griega, pero que en la medida en que han ido llegando la gente las ha ido acomodando según sus intereses, costumbres y tradiciones.

Esa es nuestra cultura, una fusión de muchas cosas, de bellas tradiciones en la que aparecen elementos tan disímiles que a veces nos preguntamos ciertamente qué es lo auténticamente nuestro y que es lo que nos puede dar sentido de pertenencia. En todas las anteriores leyendas, el Demonio como ente que encarna las fuerzas del mal ha salido perdiendo ante las fuerzas del bien, aunque en Riosucio, una exótica y tibia población del Viejo Caldas, donde se celebra el encuentro de la palabra, el Festival del Diablo se hace en honor a Lucifer por haber vencido hace muchos años a un poeta que se creía el más versado rimador del mundo de las Musas. Sea de verdad verdad o de embuste embuste, lo cierto es que la leyenda más compacta y la que más se ha metido entre los corazones de los colombianos, así tenga sus orígenes en la mitología griega, es la de Francisco el Hombre, el juglar que venció al Demonio cuando apenas tenía diez años y lo mandó para el infierno con todo y cuernos allá en las remotas y ardientes regiones de la alta Guajira, muy cerca del jagüey de aguas encantadas que tienen la particularidad de devolver la virginidad a la mujer que haya parido muchos hijos y se bañe desnuda en sus aguas en una noche de luna llena.



San Sebastián de Calamarí, octubre de 1992.



1 Conferencia leída el 12 de octubre de 1992, en el salón Barahona del Centro de Convenciones de Cartagena, en el marco de la Primera Feria Escolar organizada por la División de Cultura de la Secretaría de Educación Departamental. El nombre original del trabajo fue EN CADA PUEBLO DE COLOMBIA HAY UN FRANCISCO EL HOMBRE AGAZAPADO.

2 Hesíodo, poeta griego del siglo VII antes de Jesucristo. Autor de muchas obras, pero el tiempo solo ha conservado “Los trabajos y los días” y “Teogonía”. La primera hace mención al castigo impuesto por Zeus a la humanidad, después que Prometeo le robó el fuego y la libertad y se la dio a los hombres y la segunda se refiere al nacimiento de los dioses, diosas, semidioses, gigantes y titanes.

3 Averno, Hades o Mundo Subterráneo, fueron diferentes maneras de llamar al Infierno en la antigüedad. El mito de Orfeo en el Hades, atribuye varios instrumentos. Algunos hablan de un arpa, otros de una lira y otros de una flauta o cornamusa.

4 Ismael Porto Herrera: “Historia y Leyendas del Urabá”, Alcaldía Municipal, de Necoclí, 1990.

5 Rómulo Gallegos: “Doña Bárbara”, editorial Voluntad. Medellín, Col. 1968, página 85.

6 José Manuel Elías Cabanal: “Orígenes de Ponqueyca”, revista Ponqueyca, Ciénaga (Mag). No. 3 Pág. 7

7 Jorge Isaacs, “Cartas Personales”, Edit. Iqueima, 1937.

8 Luis Vélez de Guevara (1579-1644), poeta español, natural de Ecija, uno de los más notables de la historia literaria universal. Además escribió “El diablo está en Castillana” y “Los hijos de la barbuda”.

9 Demonio, del griego daimon. Palabra acuñada por Sócrates para designar el espíritu, un genio o ser sobrenatural. El Concepto de Demonio, con la connotación semántica actual fue acuñado por la Iglesia cristiana a principios del siglo III de nuestra era.

10 Gomajoa Buchelli Mauro: “Tradiciones y leyendas de los habitantes del Valle de Atrix”, Imprenta Departamental, San Juan de los Pasto, 1938.

11 Reinaldo Bustillo Cuevas: “Trino el brujo”, El Espectador, Costa. 15 de junio de 1984, página 2.

martes, 3 de mayo de 2011

El Porvenir: calle de la revolución

Vuelta a la Manzana

De aquella calle combativa y revolucionaria de hace casi treinta años, a la que nunca le cantó el Tuerto López, ni Artel, ni Pedro Blas, y tampoco tiene una sola tarja, blasón o emblema en la pared de una de sus casas que diga que por allí pasó Francis Drake y dejó en una de las norias de los patios un tesoro escondido, o durmió el Libertador con alguna de sus amantes ocasionales, o que en uno de aquellos paredones, en su afán de restaurar el decrépito y rengo reino de España, Morillo fusiló a algún revolucionario patriota, o vivió uno de los muchos oidores, marqueses, condes o barones de embuste embuste que llegaron – y aún llegan- a la ciudad a vivir del erario público, en tiempos de la sangrienta invasión castellana; en esa calle desde donde se programaron las grandes marchas de estudiantes, las diferentes tomas de la Universidad de Cartagena y se dieron los más candentes debates ideológicos y políticos entre marxistas y leninistas, troskystas y stalinistas, maoístas y mamertos pro-soviéticos y pro-chinos, pro-cubanos y proyankis, pro-albaneses y antiyanquis, liberales y godos, izquierdistas y derechistas, que luego, agotados y exánimes terminaban con una parranda de tintos y butifarras en la Cafetería Colombia de la Calle Estanco del Aguardiente, escuchando música de Los Beatles, Violeta Parra, Pablo Milanés o en el menor de los casos a Piero José, la Calle del Porvenir sigue siendo fresca, agradable, amena, silenciosa y una de las de mayor movimiento y más famosas del centro de la ciudad amurallada por sus almacenes, hoteles y celestinajes donde se venden alegrías y placeres, pero por esa inexorabilidad de Cronos que no da tregua, de ella quedan añoranzas y recuerdos, nostalgias y reminiscencias, en fin solo evocaciones de una época desbordada en sentimientos y evocaciones.

Llegué a vivir a la Calle del Porvenir, a una residencia de estudiantes provincianos, alegres y bullosos por recomendación de Hernán Novoa Salcedo, un compañero de primer semestre de la facultad de Derecho, que por aquellos días, a pesar de su juventud quería parecerse a Mao Tse Tung: usaba kimono gris y pantalones de botas anchas, calzaba babuchas y se había dejado crecer tanto la rala barba que los pelos le llegaban hasta la cintura. Los primeros días de mi llegada a Cartagena, me hospedé en una residencia de putas santas y rezanderas ubicada en la Calle Larga en la que pagaba por dormida cada noche sesenta y ocho pesos, y en la que debía soportar no solo el ruido y pataleos de las paredes de cartón que se movían de un lado para el otro, sino los gritos y gemidos de las meretrices y de los gays que cada noche perdían su virginidad. Fueron doce días en que cada mañana, para quitarme el olor a amores comprados, coitos perdidos y tricomonas que siempre llevaba impregnado en mi ropa, me bañaba con la fragancia de la Colonia Moroline que años atrás me había reglado Monseñor Antonio Rosero Perea, un sacerdote católico que siempre tuvo las esperanzas de que yo llegara a ser obispo. “Toma Joce Daniels, me dijo esa, para que la uses cuando seas jerarca de la Iglesia”.

La casa-residencia a donde me mudé era de tres pisos, y aún sigue siéndolo, ubicada en mitad de la acera derecha de la calle yendo hacia el mar, y por esos días era de propiedad de los David, una familia de libaneses criollos dedicada al comercio de camisas y pantalones que llegaban a cobrar el canon de arrendamiento con precisión el día dos de cada mes. “En los negocios hay que ser praciso”, decían.

El piso primero estaba destinado a locales comerciales, el tercero era una exclusiva pensión femenina de estudiantes de medicina que como nosotros, en la segunda planta, vivían hacinadas a montones de cinco personas por cada una de las cinco habitaciones. Las dueñas de cada una de las posadas, ambas se llamaban María y le decíamos Mayo, ambas eran de Cereté, ambas hacía treinta y dos años atrás habían llegado a aquellos aposentos, ambas pagaban dos mil quinientos pesos y aunque no tenían ningún parentesco, por esas coincidencias de la vida, tenían los mismos apellidos y el mismo número de hijos.

Quiero aclarar que mucho antes de llegar a Cartagena, la de Indias, como le dice Meira, ya había tenido dos grandes frustraciones en el estudio. Una en el Seminario Nacional de Cristo, de la Ceja (Antioquia) y otra en la Universidad de Nariño, en la Facultad de Economía. Cartagena, para mi era una ciudad extraña, como lo ha sido para todos los habitantes del sur de Bolívar, pues de ella, lo único que sabía era que en tiempos de la Colonia, no solo enfrentó a Mompox, sino que también quiso disputarle y desconocer el hecho histórico de que fue la ciudad Valerosa la primera en declarar la independencia absoluta de España y desafiar el poder español aquel 6 de agosto de 1810, cuando aún estaban frescas las discusiones que se habían suscitado en Santa Fe de Bogotá.

Casi treinta años después, no logro encontrar una explicación lógica y razonable que me diga como fue que a esa casa de la Calle del Porvenir, donde aún se respira el olor rancio y carcomido de la realeza y de la aristocracia, hubiesen caído en el mismo lugar, aterrizado en la misma parcela, los dirigentes de partidos políticos de izquierda, que de una manera u otra jalonaban la lucha revolucionaria estudiantil de la Universidad de Cartagena. Allí había troskistas, socialistas utópicos, comunistas, leninistas, maoístas, representados por estudiantes como William Márquez, estudiante de medicina, Blas Ojeda, estudiante de Economía Política, Raúl Acosta estudiante de Economía, Salim Amastha, estudiante de medicina, y los estudiantes de ña Facultad de Derecho, Adalberto Pertuz,  Milton Buelvas, Jairo Ruiz, y algunos otros cuyos nombres se pierden en los recovecos de esta memoria descencijada por las lluvias, las alegrías y los avatares.

Los domingos y días de fiestas que llegaban otros dirigentes como Toribio Barreto, César Flórez, el Quique Silvera, Arturo Zea, Freddy Bolívar y Jorge Carrillo, que en cierto sentido eran los duros, acompañados por un séquito de palafreneros, nos reuníamos en el zaguán de la casa, el mismo que nos servía de celestinaje para holgar allí con alguna de las zagalas del piso tercero. Por desgracia, muchos de aquellos revolucionarios pequeños burgueses, con el tiempo mostraron su catadura, para utilizar un término de aquella época gloriosa, pues terminaron en las toldas de partidos tradicionales, ocupando cargos públicos y chupando con ansias en el erario público.

Se armaban discusiones, acerca de la asfixia presupuestal, la privatización de la universidad pública colombiana, el derecho a la autonomía, la ciencia y la investigación, la condena a la invasión y a la agresión gringa a Albania, los kilométricos discursos de Fidel que oíamos a través de Radio Habana Cuba, y muchos otros temas, que hacían que las discusiones se prolongaran hasta altas horas de la noche, que la Niña Mayo, la del segundo piso, a veces se levantaba en bata, para brindarnos tinto y llamarnos la atención. Otras veces, nos íbamos para la Cafetería Colombia, y allí ya cambiábamos el discurso político por la creación literaria, pues nos encontrábamos con el Maestro y dramaturgo Régulo Ahumada Zurbarán, el Maestro Santiago Colorado, y los poetas Erick Bozzi Anderson, Ricardo Vélez Pareja, Gustavo Padrón Barreto y otros escritores que apenas incursionaban en la bella palabra escrita como Pedro Blas Julio Romero, Jorge García Usta, Pedro Badrán Padauí, José Sarabia Canto, Manuel Burgos, Pantaleón Narváez, Gustavo Tatis, Gustavo Padrón Barreto, y Rómulo Bustos Aguirre. Allí, entre tinto y butifarra, butifarra y tinto, leíamos poemas, cuentos, ensayos y cuanto libro llegase a nuestros manos, tanto de literatura como de política. Todos los que vivíamos allí, sabíamos que la casa, ubicada estratégicamente cerca de la Universidad de Cartagena, estaba fichada no solo por el F-2, el G-3, el DAS, el G-7 el Bloque de Búsqueda y todo el aparato militar que montó el Mandato Caro de López Michelsen y que acrecentaría el Gobierno de Trubay con el funesto y tristemente célebre Estatuto de Seguridad, sino también por el esquirolaje de espías de las autoridades de la Universidad. Y no era para menos, pues también cada semana nos llegaban cajas repletas de libros sobre El Estado y La Revolución, Empiriocriticismo, El Manifiesto del Partido Comunista, El origen de la Familia, la Propiedad privada y el Estado y las revistas de China Reconstruye, Beijing Informa y naturalmente el Libro Rojo de la Revolución China, todos aún con el olor a tinta fresca y el hálito agradable de las mujeres orientales y el alma revolucionaria del camarada Mao Tse Tung.

La calle del Porvenir, ubicada en pleno corazón de Cartagena, con las calles de San Agustín Chiquito, Calle Primera de Badillo y Calle Vicente García, forma una de las manzanas de más intenso comercio de la ciudad, por la cantidad de vendedores ambulantes y estacionarios, pedigüeños, picaros, meretrices, varados, desplazados, refugiados y toda clase de producto de una ciudad que vive en toda su intensidad las políticas del neoliberalismo, pues, podría decirse que la calle Primera de Badillo es el mercado de las pulgas de Cartagena. En otros tiempos estuvieron muy cerca de allí los almacenes Sears, Ley, Tía, Singer, Juliao, la Joyería Onix, una de las más célebres de la ciudad y del país, varias residencias de amores escondidos donde la media hora de polvo valía seis pesos y también uno de los tres edificios Ganem, que para la época era una hacinamiento de juzgados venales, tinterillos remington, arrendadores morosos y vendedoras a plazo de placeres y diversiones. Como otras calles de la ciudad colonial, también ha tenido varios nombres. Inicialmente se llamó Calle de Nuestra Señora de la Altagracia, Calle de San Agustín, Calle de Nuestra Señora del Consuelo y Calle de la Imprenta. El nombre de Calle del Porvenir le viene desde el 1927, en que el Concejo Municipal expidió el Acuerdo que legalizaba dicho nombre, porque en ella, se fundó en 1877 el Periódico El Porvenir, decano de la prensa nacional en su época y célebre porque desde sus páginas el Dr. Rafael Núñez, expuso y defendió su pensamiento político.

A pesar de que han pasado casi treinta años y que luego me fui a vivir a otro lugar de la ciudad, parece que fue ayer, en que llegué un dos de febrero de 1978, a esa calle que jamás había sido famosa. Llegué como mis ancestros, con una mochila de pita de esas que construyen con la magia y el encanto mis parientes chimilas y una maleta de cuero de aquellas que se abrían como un acordeón y se apretaban bien con dos correas de hebillas anchas. En la maleta, además de la ropa, pantalones y camisas que me había hecho mamá Dona, de los libros que me había regalado papa Tomás, traía ilusiones, sueños, esperanzas y recuerdos, especialmente la foto amarillenta en donde estábamos todos los miembros de la familia y que había tomado en el patio de la casa el señor Eufrasio Alvarado, en tiempos que se usaba la cámara de brazo y trípode.

En la mochila, como era costumbre cargaba una hamaca con sus cabuyas, queso, bollo y un frasco de suero que recuerdo me había regalado la Niña Chon, una señora de corazón amplio y cuyo nombre debe encontrarse en estos momentos en una de las muchas listas perdidas de las que llegan de los países subdesarrollados al Vaticano solicitándole la beatifiquen.

Aunque desaparecieron las residencias estudiantiles y los enclaves de polvos baratos para dar paso a los establecimientos y discotecas sofisticadas, los revolucionarios de verdad verdad y también los de pacotillas se fueron perdiendo. Todo ha cambiado, no se oye el pregón del vendedor de las griegas, y mucho menos la carreta de botellita, tampoco se escuchan los piropos a las mozalbetes de minifaldas del Muñecón Bandido y mucho menos se oyen los gritos de “labiodulce”, el vendedor de periódicos que tenía la costumbre de fumar cigarrillos pielroja que pegaba en la bemba de abajo con la baba que le colgaba. La Calle del Porvenir, sigue siendo testigo de una época gloriosa y signando los acontecimientos de la ciudad.

En fin, la Calle del Porvenir, a pesar de que nunca le han cantado un verso, y jamás escondieron en sus norias un tesoro los piratas Drake, el Monoescobar o Morgan, y tampoco Murillo dejó allí su mácula sangrienta y Bolívar nunca echó ningún polvo con muleca alborotada en el pasillo o zaguán de una de sus mansiones palaciegas, es muy famosa porque allí en una de sus casas de tres plantas, se gestó una generación de estudiantes valientes y luchadores, así muchos, tiempo después, hubiesen terminados en las fauces de la burocracia, muchos convertidos hoy grandes profesionales de las diferentes disciplinas del pensamiento, apoltronados en importantes cargos del sector oficial y del sector privado, pero a quienes les cabe el mérito de haber hecho del debate, la discusión y la oratoria un credo y a lo largo de casi una década lideraron la égida revolucionaria de la Universidad de Cartagena y que en su momento hicieron que germinar las ideas combativas para las marchas, las discusiones y los debates, hoy perdidos de las aulas del Claustro de San Agustín, así luego terminaran en parrandas de tinto y butifarra en la Cafetería Colombia de la Calle Estanco del Aguardiente, hablando y leyendo de poesía, ensayo y narrativa, y escuchando canciones de los Beatles, Violeta Parra o Pablito Milanés.