lunes, 24 de octubre de 2011

Los heroicos y gloriosos hidroaviones


A mis hermanos, Tico, Betty, Papi, Franky,
Haydée, Eddie, Key y la Cuqui,
con quienes corrí detrás de la cola de los
hidroaviones, mientras nuestros padres, desde la orilla de la albarrada
nos regañaban


Los heroicos y gloriosos hidroaviones[1] que irrumpieron en el ciclo de la patria con su estridente ruido y con los adelantos tecnológicos, que en los amaneceres cuando decolaban en Barranquilla hacia los remotos pueblos del interior despertaban a los obreros de fábricas de espesas chimeneas y a los pescadores de ilusiones y fueron dejando en cada lugar del río Grande de la Magdalena un retoño de sus ancestros y un trozo de recuerdo o una carta de amor y un pedazo de semilla, una ráfaga de civilización y también de modernidad y a su alrededor forjaron pilas de leyendas que al paso de días y semanas y meses y años las contaron nuestros padres y abuelos como los grandes pioneros que abrieron de par en par las puertas del tiempo para la conquista del cielo colombiano y que hoy no son sino recuerdos en los rincones del olvido o piezas desvencijadas y tiradas en cuartos de anticuarios y museos.

La historia de los hidroaviones en nuestro país es bastante parecida a la de los desaparecidos buques de vapor o a la de los trenes míticos y fabulosos, que con cien años de diferencia contribuyeron a engrandecimiento del país, al auge del comercio que ingresaba por el Caribe hasta Santa Fe de Bogotá y que le dio vida y vigor a calamar y Tenerife, Plato y Zambrano, Tacamocho y Magangué, Mompox y Santa Ana, Guamal y Tamalameque, el Banco y la Gloria, San Pablo y Puerto Wilches, Puerto Berrío, y Giraldot, La Dorada y Honda, Guamal y Barrancabermeja y además las convirtió en pequeñas babilonias donde la cultura y el comercio, las cantinas y los cabaret, los astilleros y las factorías, las fondas y los malecones, la incipiente tecnología y la inesperada modernidad hicieron parte de las rutinas de los habitantes.

La vida de esas ciudades y pueblos era el río, vibraban por la acuatizada de un hidroavión, el arribo de un buque de vapor o la llegada estridente de una locomotora, que dejaba un reguero de putas y meretrices, de gambusinos y vividores, ilusiones y quimeras, mercachifles y prestidigitadores, culturas y valores. Cuando se extinguieron estas formas multimodales del transporte frente a la negligencia e incapacidad del gobierno para sostenerlos, muchas de esas ciudades y pueblos lenta y paulatinamente se sumergieron en un letargo del que fue difícil despertar quedando convertidas en pueblos fantasmas, recordados únicamente por la imaginería popular.

La fantasía deambuló tanto a principios del siglo XX por el invento de Glenn Hammond Curtis (1878-1930) e Igor Sikorski (1889-1972), quienes diseñaron el hidroavión NC-4 con flotadores y el de uso comercial, que Gonzalo Mejía, un soñador antioqueño, salió de Medellín con un vagón lleno de lingotes y pesos oro, lo trajo hasta Barranquilla, contrató un buque de ruedas y cruzó el Atlántico hasta Burdeos, en Francia, donde buscó afanosamente a Louis Blériot, el más famoso piloto de su época que había cruzado pocos meses antes en 1909 el Canal de la Mancha. “Quiero que venga y caiga sobre un mar de rosas y flores que le haremos en la piel del Río Medellín”, le dijo mostrándole un lingote de oro.

En ese sentido hay que resaltar el empuje de la naciente clase empresarial de la ciudad de Barranquilla, que aún no se ha detenido, encabezada en esos días por Ernesto Cortissoz, Arístides Noguera, Werner Kaemerer, Stuart Hoste, Cristóbal Restrepo, Alberto Tietjen, Jacobo Correa y Rafael Palacio, que hicieron posible la fundación de la Scadta y el servicio comercial aéreo, primero de este continente y el segundo en el mundo y el primer correo aéreo de la Tierra, que se inauguraron el 5 de diciembre de 1919.

Para algo servían los hidroaviones. Años antes, en 1912 el inglés D. Smith, que solo hablaba hindú, se convirtió en el primer piloto en sobrevolar el cielo colombiano y lo hizo en Barranquilla ante el asombro de miles de personas y el susto y espanto de cientos de goleros cuando el hidroavión se precipitó a tierra y cayó sobre un matojo de taruyas en el Caño de la Ahuyama. Fue Knox Martín el primero que realizó el vuelo de correo aéreo entre Barranquilla y Puerto Colombia en su Curtis Yenny con tan mala suerte que, cuando lanzó los paquetes desde el aire, el fuerte viento los tiró al mar y allí ante la alegría de la gente fueron dentellados por los amaestrados tiburones.

Posiblemente el hecho más trascendental de esta época fue la osadía de los empresarios bogotanos A. Castello y Edmundo Ramos, quienes compraron un Blériot en París, lo trajeron hasta Barranquilla en barco y de allí lo subieron hasta Honda en el planchón de un buque de ruedas, con tan mala suerte que cuando trataron de subirlo a la montaña en una zorra para llevarlo a Bogotá, se vino abajo, se estrelló contra una roca y quedó hecho añicos. Muchas fueron las leyendas que se tejieron en torno a estos míticos pájaros alados que irrumpieron en el cielo de la patria y contribuyeron mucho al desarrollo del país. Por su funcionalidad aún son esenciales, y más ahora cuando amplias zonas de nuestra geografía necesitan y pugnan por el desarrollo de sus regiones. Ojalá vuelvan aquellos aparatos que en un pasado no muy remoto despertaron con su ruido estridente el sueño de los caimanes y espantaron las pasiones atrasadas de las babillas y las zorras que poblaban las riberas y cimentaron ilusiones y quimeras en pueblos y ciudades, convertidos hoy día en territorios abandonados y habitados por fantasmas y espíritus que sueñan con la resurrección de los hidroaviones.

San Sebastián de Calamarí.


[1] Nota publicada en el Diario EL TIEMPO Caribe, en la página 2, el día sábado 19 de abril de 1997.

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