El mango,
manjar de los dioses
Fábula
A Dona,
mi mamá, que hizo brotar
nueve árboles de mango
en los feraces campos de la
patria
cuyos frutos se riegan como
las nubes del cielo.
A los gloriosos
pueblos de Malagana, tierra de
José Carrascal
y a
Valledupar,
que conoció la grandeza de
Consuelo Araujo Noguera,
y cuyos habitantes
descubrieron
a tiempo los enigmas y misterios del mango
“Hay que comer mangos,
dulces o agrios,
todos son una bendición de
Brahma”
(Aforismo hindú)
Capítulo I
Los mangos1, desde que los
trajeron los españoles y africanos a
estos territorios se convirtieron en
ricos manjares para los aborígenes y de eso hace muchas, pero muchas calendas.
A mi pueblo, los mangos llegaron por accidente según contaban los abuelos, ya
que cierta madrugada en que freían una pila de mojarras y ruñecopas cuyos
olores los esparcían las rachas de viento que bajaban de las montañas, varios
champanes que surcaban las tibias y mansas aguas de Yuma2,
remados por indios y negros, pioneros de los ulteriores bogas, se desató una
fuerte tempestad de vientos y huracanes que en medio de aquella vorágine
impredecible arremetió contra el convoy de
piraguas y canoas.
Algunas lograron mantener el equilibrio, pero otras sucumbieron a las
adversidades del momento y con todo, virreyes y oidores, escribanos y
amanuenses, alhajas y tesoros, frutas y contrabando se fueron a pique atraídos
por el remolino de Itzalcoa3. Al amanecer,
en momentos en que aparecía Aurora, la de los dedos de rosa, y el lucero
espiritual se cabeceaba del sueño, mientras el vigilante allectrión, alegre,
eufórico y muy alegre, anunciaba el
último polvo encantado de la ardiente
Venus con su fogoso amante antes de que llegara el belicoso Helios, y más allá entre la frondosidad y fragancia
de las taruyas, las chanas peleaban ferozmente contra las mansas y tontas
garzas para ser las primeras en sacarle a los dormilones caimanes las
garrapatas y la miel de los ojos, la
gente se sorprendió cuando vio que
encima de la dorada arena de la playa, estaba aquella fruta exquisita, pulposa
y suculenta.
En tropel, sin importarles un bledo los cofres llenos de oro, ni las
sedas orientales de los lujosos vestidos, y tampoco la presencia de los feroces
caimanes y las belicosas babillas y tampoco el Mohán4
que dormitaba sobre las raíces del anciano sancuaraño, se lanzaron con ansias
sobre ellas, las cogieron, las mordieron y las saborearon, les gustaron tanto y
les parecieron tan deliciosas que sus semillas las sembraron como una prueba testimonial para las
generaciones venideras y demostrarle a los incrédulos que al menos el creador,
una vez en su vida se había acordado de ellos enviándoles la fruta comparada
con el mítico mana de los israelitas.
Cuando crecieron los árboles y
poblaron el territorio de manera silvestre y los agricultores
comprobaron que sus raíces no producían
daño a sus heredades, pues todo lo contrario, además de la fresca y
agradable sombra y los frutos que
prodigaban, atrajeron con el aroma tibio a miles de pájaros errantes que
llenaron con una fragorosa melodía el cielo con sus alegres trinares, los
habitantes del pueblo, mamagallistas como lo son muchos habitantes del mágico
Caribe, le pusieron a cada uno, según el sabor, la forma y la contextura, un nombre.
“Este se parece a la cosa de la reina Isabel la Católica , se llamará el papo
de la reina”.
“Ese que tiene un sabor a pimienta y es pulposo como el tafanario de
Nilda, se llamará de pimienta”.
“Aquel que tiene formas rugosas
como las piernas de la anciana Dorotea, se llamará de morisqueta”.
“Y ese que es liso, plano, simple
y largo como el pectoral velludo de Anaesterlina, se llamara de chancleta”.
“Ah, y éste, pequeñito que tiene
la forma y sabor como pezón de señorita mentirosa, se llamará de chupa”.
“Estos, grandes y cipotuos como
los testículos de un onagro, se llamarán de huevo e’burro”.
“Este que está aguado y simple
como los glúteos de la ardiente e inagotable Marta Emilia, se llamará de masa”.
“Y este rojito y tierno que se ve tan suculento y provocativo como el
encanto de la reina Susana, se llamará de manzana”.
“Ese que tiene un aroma embriagador como el almizcle que despide la rosa de la negra Timotea, se
llamará de flores”.
“Y ese que se ve solo y un poco aristocrático como algunos nobles
arruinados de la ciudad, se llamará de clase”.
“Y este pequeño, dulce y jugoso como los pezones de huevos de codorniz
de la poeta Eva de los Espíritus, se
llamará de azúcar.
“Bueno y este que aparentemente solo lo comen los cerdos por la
cantidad de hilazas que desprende, lo llamaremos de puerco”.
Y así sucesivamente, la rica e
inefable creatividad e ingenio de la
gente le fue colocando un nombre a cada una de las frutas para que se
grabaran para siempre en la memoria y
nunca jamás olvidaran ese exquisito manjar comparado con la ambrosía de los
dioses del Olimpo.
En mis tiempos de niñez, cuando apenas tenía unos diez años me iba a
la huerta de mi abuelo Asterio para sentir en el rostro el golpe de la fragancia agreste de la flora,
escuchar el canto de los pájaros y los gruñidos de los animales salvajes, y
sobre todo a recoger los mangos que habían caído la noche anterior. Eddie y Franco,
que llevaban los sendos sacos se subían a las ramas más altas para
estremecerlas de las que se desprendían una verdadera lluvia de frutas de todas
las especies, en contra de la protesta de los loros, los pericos y las loras
que se abalanzaban furibundamente a picotearlos. En las tardes cuando salía de la Escuela , en la que
enseñaba mi papa, debido a mi agorafobia atávica jamás subía a ninguna clase de
árbol, pero si lo hacían mis compañeras que eran unas expertas subiendo y
dominando toda clase de palos.
Íbamos a muchas huertas y
fincas, algunas veces nos espantaban los perros cuidanderos y otras veces las
alimañas del bosque, pero jamás vimos un solo paraco. Donde más demorábamos era
en “La Envidia ”,
la finca de don David Naizzir, un libanés inteligente que jamás aprendió a
pronunciar una sola palabra de nuestro idioma nativo, pero que tenia la virtud
de cultivar los mejores mangos del contorno, que atraían por su aroma no solo a
las aves errabundas que pasaban con una algarabía de tiempo en tiempo, sino a
los propios habitantes del pueblo que nunca se cansaban de hablar de sus
prodigas cosechas. Recuerdo que mis amigas de infancia entre ellas Dalgy Maria,
Lotti de los Espíritus, Manuelita de Dios y Amira Iluminada, se subían más
rápidas que una mica y estremecían las ramas de los árboles. Yo recogía los
mangos y los metía en la mochila de los libros que Dona me hacia con los
retazos de tela; pero lo mejor era que a veces entre mis ingenuos pensamientos
cuando miraba hacía arriba, por la boca
de los calzonarios de mis amigas se les asomaban ensortijados y rebeldemente los primeros vellos de la
felicidad.
“Es el diablo que me está creciendo”, me dijo cierta mañana de
abril Amira Iluminada, mostrándome el emblema triangular de sus conquistas,
escondido entre un par de piernas firmes como los de una danta carrera.
Otras veces para salir de la rutina íbamos todos a comer mangos. Mi
papá, mi mamá y mis hermanos menores. Llevábamos mochilas, aguaderas y sacos
para traer la cosecha, pues esta siempre se presentó como una bendición de Dios
y sobre todo porque en mi pueblo el cultivo del mango se reservó a la férrea
dirección de las féminas. Fue una vieja costumbre, según contaban los abuelos,
que venía desde el mismo día que amaneció la orilla del río embellecida y
atiborrada de tantos y tantos mangos que la gente inicialmente se asustó
pensando que alguno de los Mohanes del
río, por un extraño sortilegio había convertido a los peces en aquella
deliciosa y extraña fruta.
Años después, cuando el río era surcado por espíritus de los buques de
vapor y aún sobrevolaban las almas de los inolvidables hidroaviones, se pudo
comprobar que aquellos mangos venían desde las Indias Orientales como un
presente a los sabios del nuevo continente que hacían sus investigaciones a la
exótica y subyugante flora y fauna de las Indias Occidentales del Mar Océano.
Como mi pueblo queda a orillas de Yuma, el río del país amigo, en
tierras que antiguamente habitó el valiente Cacique Talaihua, tribu
descendiente de la gran nación Malibú
Zondagua, muy cerca de legendaria nación de los Pocabuyes, siempre fue una
estación obligada, inicialmente de los champanes, después de los buques de
ruedas que se abastecían de leña y carbón,
y de los enigmáticos hidroaviones que con el estruendo de sus ruidosos
motores cuando llegaban a proveerse de combustible, espantaban a las sedientas
babillas o a las golosas zorras que
atisbaban a algún desprevenido gallo o gavilán para comérselo con ansias.
Fue una muy buena costumbre que perduró por muchísimo años que frente
a las casas ubicadas a orillas de los ríos, en las Albarradas de aquellos
pueblos olvidados por Dios y por el Gobierno, siempre hubiese una pila de carbón de leña para venderla a
los capitanes de aquellos monstruos del río. Con la modernización de las vías,
paulatinamente los habitantes de Talaigua, desde finales del siglo XIX, fueron
cambiando los productos que comerciaban. De los bultos de carbón y de las pilas
de hojas de tabaco y adorotes de cazabitos, se pasó a las bangañas y aguaderas
de mangos, y a las damajuanas y botellas
de wiski llenas de ron ñeque que los fabricantes y vendedores exhibían
públicamente ante la connivencia de los guardias de rentas.
Mi abuelo Asterio, a quien no tuve la dicha de conocer, siempre hizo
alarde que descendía de un bucanero
millonario de la isla de la Tortuga , según le contó a mi hermano Amaranto muchos años
antes de irse para Manaos, esa vez le
dijo que desde la llegada de la fruta, las mujeres del pueblo sembraban las pepas de mango y los cuidaban tan bien
que para esos tiempos, cuando se realizaban las ferias5
también se realizaba el concurso de exposición para ver cual joven, zagala o
doncella sembraba, cuidaba y mostraba el
mejor mango de la cosecha, del pueblo y
de la región.
Generalmente en los concursos
el jurado lo componían personas versadas en el cultivo de mangos, aunque la
mayoría de las veces se nombraba a algún capitán de buque de vapor o piloto de
hidroavión que, llegaba no con la
intención de servir de jurado, sino de llevarse y saborearse la exquisita fruta
de la ganadora. Era norma que en las ferias cada dama o señorita exhibiera un
solo mango. El ujier o heraldo, vestido
solemnemente de librea y montado en la tarima decía a quienes exponían un mango
de su cosecha. Leía sus ancestros, la fecha en que fue sembrada, el cuidado que
le prodigaban y el nombre de la dama o doncella a quien pertenecía.
“Señores, gritaba a todo pulmón el anunciador: he aquí el
mango de Damiana”; “ahora ante ustedes, señores miembros del jurado, la
suculenta fruta de Eulalia”; “y he aquí, para que la miren bien y no se
pierdan un solo detalle la fragante pepa de Anastasia”; “y ahora,
respetable público, desfila la morisqueta
de Agripina”; y aquí viene el que no tiene rival, el
despampanante papo de Dorotea”.
Y así sucesivamente hasta que desfilaban las veintiuna participantes,
ni una más y tampoco ni una menos, todas mostrando en su plenitud y
completamente adornado en bandeja de plata y cubierto con la transparencia de
la vergüenza, el mango, la pepa o fruta de sus encantos con la esperanza de
recibir el premio del exigente jurado. La gente, unos abajo, otros encaramados sobre los techos,
árboles y cercas vecinas, bajo los efectos del ñoña e’ mono gritaban:
“Damiana Mercedes tiene el mango muy
arrugado”. “La fruta de Agripina Caridad
es muy ordinaria”, “la fruta de Eulalia Dolores es la ganadora por que es tierna y delicada”,
“el mango de Anastasia Isabel está muy
manoseado”, “la pepa de Tula Margarita
está muy trajinada”, “ la semilla de Dora Isabel ya le dieron un mordisco”.
Pero a pesar de los comentarios y conjeturas que hacía el público
alebrestado por la emoción tratando de presionar el veredicto, el jurado
solemnemente, mediante un acta firmada por ellos y con el aval del inspector,
otorgaba el premio “Pepa de Oro” al mango ganador.
Después del concurso, en pleno apogeo de la feria se celebraba una gran barbacoa con la participación de las
jóvenes y damas concursantes que mostraban orgullosas sus vestidos y miriñaques
en seda de organza y lucían en sus frondas cabelleras crespinas amarillas para
diferenciarlas de las cofias de quienes
no participaban. Lo mismo sucedía con los coturnos. Solo las concursantes
podían usar de color rojo. Por norma todas las participantes daban de comer el
mango que habían exhibido, aunque el mango ganador siempre se lo llevaba alguno
de los capitanes de buques de vapor o el piloto de algún hidroavión, a quienes
siempre se les nombraba presidentes del jurado.
“El mango mío se lo saboreó una noche estrellada sobre la arena tibia de la playa un pescador de
chinchorros”, me dijo doña Jacinta, una anciana de noventa y ocho años,
evocando aquellos momentos gloriosos.
La fama de la feria de los mangos de las jóvenes y damas se hizo
famosa en mi pueblo a principios del siglo XX y casi fue instituida en muchos
pueblos ubicados en las márgenes del Río Grande de la Magdalena. La única
condición que se exigía para la participación de las jóvenes y zagalas era que
el mango debía estar tal como había llegado al mundo, sin un solo rasguño y
ninguna clase de marca o manoseo.
“Mi mango está intacto y tiernecito como me lo puso mi Diosito”-, decían las jovencitas
tímidamente cuando se inscribían.
Para los meses de marzo y abril, días después de la Semana Santa que aún con mucha pompa y suntuosidad se realiza
en Mompox y que para aquellos tiempos atraía a peregrinos y caminantes de todos
los rincones de la tierra, que llegaban de a pie o a lomo de mulas, mi pueblo
se llenaba de visitantes extraños. De personal masculino, porque muchos de
ellos querían conocer de cerca cual era la joven del mango más atractivo y suculento, y las jóvenes
porque muchas venían a participar en el concurso y mostrar ante el público el
mango de su cosecha. Era menester que el mango que se exhibiera no debía tener
un solo tachón, de allí la preocupación
y el celo de las madres para que
sus hijas guardaran muy bien la semilla
de sus triunfos futuros.
Don Julio Castillo, un eminente maestro de gramática tradicional que
tuvo la osadía y el valor de incinerar muchas novelas de escritores colombianos
por considerarlas materia desechable de
sexta categoría, entre ellas “María”, “Ingermina” “De sobremesa”, “La Hojarasca ” y “Cien años
de soledad”, -¡Pura basura, decía!-, sordo de naturaleza, músico y ciego en su senescencia, que tuvo un trío de dos que lo hizo famoso a lo largo de los pueblos
del río y en los cabaret de los buques de ruedas, y se caracterizó porque solo interpretaba polkas y mazurca, pocos días antes de morir
en paz con Dios a la edad de ciento siete años y muchas lluvias, me dijo
saboreándose como un perro viejo que de todos los mangos que llegó a
conocer y a saborear, el más delicioso fue el de Virginia Malaparte, una
mestiza de piel canela cocida a fuego lento, de piernas largas, corazón
ardiente y una lengua feroz. Cultivó una fruta tan grande que el día de la premiación, muchos jurados
quisieron caerle encima para comérselo. Ganó cinco concursos seguidos en
diferentes poblaciones, y cansada de tanto mostrar el mango, soltó la perra
para que el que quisiera se lo manoseara o comiera, hasta que un capitán de buque de vapor, que
tenía por mascota un caimán de aguja que orinaba como los perros, se la llevó
para siempre a las inhóspitas regiones del Arauca vibrador y nunca más
se supo de ella. “Era un mango tan grande y pulposo que uno se lo comía con
ganas más de una vez”, me dijo el bandido de don Julio en los últimos
estertores de su vida.
Capítulo II
En algunas poblaciones de la
Isla de Mompox6, donde
aún se siente el hálito y la respiración de los espíritus de los invasores y a
veces se escuchan rumores de apariciones de piratas y de bucaneros, de
corsarios y de filibusteros que buscan sus tesoros escondidos, cada familia en
la huerta tenía su propio cultivo de árboles de mango. Otras orientaban su
actividad al cultivo de frutos diferentes, según las condiciones ambientales y
del terreno.
En Punta de Cartagena, un pueblo de pescadores, ubicado
privilegiadamente por la naturaleza a
orillas del Caño de Cicuco, y en cuyas charcas,
casimbas y jagüeyes no brotaba agua filtrada, sino petróleo cocido. Allí
las mujeres cultivaban anones. Anualmente en sus fiestas patronales realizaban
el concurso del “anón” más grande y suculento en la plaza donde se
encuentra la estatua ecuestre de San Martín de Loba. En todo el desfile sobre la tarima de las zagalas participantes,
el público enfebrecido y entusiasta gritaba entre el paroxismo “el anón de Dominga
Salustiana está muy aguado”; “Thery Concepción tiene el anón más prominente”, “ el anón de Dulcinita Regina es pancho”.
En el pueblo de El Limón8, famoso por ser la tierra del cucho y
del coroncoro, se realizaba el concurso de la hermosa papaya. Anualmente se
organizaba un comité que construía una especie de palafito de madera y bejuco
en las aguas del Caño de Cicuco, frente a la plaza de la iglesia de la
población, donde gran parte de la gente se arremolinaba. Muchas veces
aquel palafito moderno en que el había
sofisticados picots y grandes bocinas que prestaba la empresa Colpet9, se vinieron abajo con todo,
jurados y participantes, debido a la arremetida feroz de los ruñecopas y los
caimanes que la reventaron a dentelladas, que según dieron los ecologistas, no
soportaban el ruido estridente de los parlantes y equipos de sonidos.
Cuando se iniciaba el desfile,
las jóvenes, mostrando de manera natural y abierta la fragante papaya, algunas
con fruticas y vellosidades negras y
otras completamente peladas, los asistentes por las rachas de fragancias de las
papayas que golpeaban sus rostros, gritaban a todo pulmón: “la papaya de Margarita es la más pulposa”,
“Dora tiene una papaya muy larga y pálida”, “la papaya de Luzmila trae un
mordisco”. Cuando terminaba el desfile,
el jurado siguiéndose por su instinto y por unanimidad daba a la ganadora
el título de “Señorita Papaya Sabrosa”.
En Santa Ana de Buenavista, una exótica población de calles
polvorientas y casas fantasmales, antiguamente asiento de los valientes y heroicos Chimilas, en las fiestas de
patrona, para el mes de julio realizaban ferias ganaderas y también el concurso
de la “Cultivadora de la
Toronja Jugosa ”. Las niñas, en edades entre los dieciséis
y veinte años, desfilaban vestidas a la usanza de las indias de sus ancestros,
frente al ansioso y sitibundo jurado que miraba y reparaba cada una de las
tapitas de las toronjas, para ver qué o cual detalle encontraba.
Pero a diferencia de otros pueblos, el jurado lo integraban pilotos de los hidroaviones fokker que cada
mañana acuatizaban cerca de la isla de El Encanto y despertaban a los
dormilones caimanes que llenos de rabia
y de furia arremetían contra los patines del aparato y se agarraban con
sus fuertes dientes tratando desesperadamente
detener el decolaje de la nave ante el asombro y la admiración de los
pasajeros, que asustados y alegres, hacían apuestas entre ellos.
El concurso “cultivadora de la toronja más jugosa”, se
realizaba en la plaza vieja
bajo el follaje de las ceibas
centenarias y los frescos campanos donde
se armaba la tarima con troncos de ubito. La plaza se iluminaba
con cientos de lámparas y candiles, muchos de ellos alimentaban su fuego con
aceité quemado de pescao.
El espectáculo se iniciaba con el desfile de las dieciocho jovencitas,
cuyas edades oscilaban entre los quince y los diecinueve años, vestidas con una
túnica transparente y con el pecho levantado como un pavo alborotado,
presentaban sus toronjas al jurado y al
exigente público. Solo se oía la gritería de los simpatizantes o barras
de una u otra candidata. “Las toronjas de Gladis Auxiliadora están biches”, “Dilia tiene unas toronjas muy
flácidas”, “las toronjas de Clara Alba son muy pequeñas”, “las toronjas de
Fanny Lucina se ven aguadas”, “las toronjas de Luz Marina se ven suculentas”.
En la noche, bajo el son de la gaita, las maracas y el chandé, el jurado
entregaba el premio “toronja más jugosa”
a la joven ganadora.
Capítulo III
Desde aquellos tiempos inolvidables hasta nuestros días las costumbres
y las tradiciones han cambiado. El ambiente, la gente, las costumbres, las tradiciones y muchos otros
factores ajenos a las regiones
contribuyeron a que muchas zonas pobladas de árboles de mango se convirtieran
en extensos cementerios y naturalmente surgieran nuevas especies, y para
desgracia de nuestras generaciones, presente y futuras, lo que se ve y palpa
son los fósiles y las añoranzas milenarias y antiquísimas de árboles frondosos
y nativos como ceibas y pitamoreal,
shamanes y orejemulos, caracolíes y sancuaraños, hobos y campanos, cedros y chagualos.
En la Albarrada10 de
Talaigua, la tierra donde yo nací, había tantos y tantos árboles de mango que
en tiempos de cosechas la gente despertaba sobresaltada por el estruendo que producían los mangos al caer. El plot plot
fragoroso era hostigante y perturbador,
ya que la mayoría de las veces desvelaba el sueño de los nativos, pero el
premio venía al amanecer. Mientras las mujeres iban con sus mucuras en la
cabeza a bañarse denudas al río y traer el agua del día, los varones adultos y
mayores al mando del Inspector de Policía organizaban brigadas de voluntarios
para despejar el camino, pues era tanta la cantidad de mangos que caía que
hacía imposible el tránsito de las personas.
A lo largo de muchos años, muy cerca de la fragua del Tío Richard,
el Vulcano del Río11,
en el desaparecido malecón, atracaron
canoas y balsas de terracoteros y alfareros,
de artesanos y orfebres, vendiendo imágenes milagrosas, tinajas encantadas, porrones prodigiosos,
aguamaniles de la suerte, ollas de esperanzas, esteras para hacer el amor en el
suelo, hamacas invisibles, filigranas y ajorcas de oro de 25 quilates. También
en otra época llegaron los buques de ruedas para dejar pasajeros y aviarse de
mangos y naturalmente las lanchas, entre ellas La Vencedora12, con la Turca Farides ,
su capitana y la tripulación, compuesta veintidós mozalbetas, alegres, lozanas,
jóvenes y ardientes, dispuestas a todo,
inclusive a morir de amor.
La llegada de los buques de vapor era todo un espectáculo. Iban
dejando a lo largo del lecho del río una
espesa columna de humo en señal de sus infortunios y con sus bufidos asmáticos
y roncos de gato viejo se ganaban la admiración y simpatía de los moradores de
los pueblos, que consideraban un milagro que aquellas destartaladas naves, pudieran moverse y remontar las corrientes
del río. Llamaba también la atención sus elegantes pasajeros, vestidos de
cachaco, a la usanza citadina, desafiando el peso de la canícula. Sus camarotes
y restaurantes, y naturalmente sus
casinos con ruletas y cartas marcadas, sus lujosas habitaciones que la mayoría de las veces eran los
celestinos del buque, sus ostentosos cabaret en cuyas tarimas grupos de chicas
semidesnudas, al compás de la orquesta y los pianos de cuatro colas, danzaban
el can can, las polcas y las mazurcas. La sofisticada iluminación que en las
noches los hacían aparecer como un sueño emergido de los confines del cielo,
no impedían que el buque arribara al lado de una humilde canoa de pescadores,
para que sus pasajeros se comieran en las fondas de la orilla una suculenta posta de frito con yuca
y limón y después para quedar bien repletos se comieran también una pila de
mangos, con cuatro de masa, dos de morisqueta, cinco de azúcar, uno del papo de
la reina, dos de chupa, cinco de huevo e’ burro y ocho de puercos, hasta
hartarse de verdad verdad y decir ya no más capitán.
Después, los pasajeros decían adioses simples y protocolarios a
quienes les habían saboreado el mango,
que era contestado desde la
orilla por las mujeres que soltaban una lágrima por sus amantes ocasionales y
por los hombres que veían como se perdían sus amores ilusorios, mientras el
buque a medida que se alejaba,
espantando garzas y goleros con el ruido de sus motores cansados, las ruedas levantaban enormes olas que se estrellaban contra las casas y
viviendas arrastrando peces y animales acuáticos de todas las especies que
brincaban asustados en los últimos
estertores de su vida en la medida en que eran recogidos en tropel por la gente que se lanzaba sobre
ellos.
Los árboles producían tanto mango, que había pilas bien organizadas
como una pirámide que sobrepasaban los techos de las casas. Había palos de mango que llegaban a los sesenta y ochenta metros, como los de la heredad de don
Edulfo Mancera, un anciano venerable de cabeza nevada que tenía la virtud de
saberse de memoria las obras se Shakespeare, las que vociferaba y dramatizaba
cuando estaba a medio palo o en tres quince y pescaba manatíes y cazaba caimanes, no con los
sistemas tradicionales, sino con anzuelos y poniéndoles de carnada trozos de
mangos de morisqueta o colas de sardinas tiernas.
Hoy en día la situación es bien diferente. De aquellos árboles
grandísimos, donde habitaban familias enteras de monos cotudos y loros bullangueros, que semejaban en la
lejanía monstruos fantasmales por la
fronda tupida de su follaje verde oscuro, que embellecían kilómetros y
kilómetros y kilómetros en las Albarradas de poblados y en las riberas del
majestuoso Yuma, que fueron orgullo y envidias de las regiones y bajo cuya sombra, sobre sus raíces
muchas jóvenes sucumbieron al hechizo y
magia de sus amantes, que esparcían a lo largo de los valles el aroma fresco de
sus flores, de ellos solo quedan los recuerdos y espantos, las leyendas y
misterios, y algunos raquíticos palos de mango que cuyas cosechas apenas
alcanzan para alimentar a los voraces periquitos australianos que de época en
época llegan en sus viajes migratorios.
Capítulo
IV
Dona, mi mamá, que desde muy niña fue educada en el bello arte de
cultivar mangos, tenía muchos árboles sembrados en el patio y en la Albarrada frente a la
casa, la misma casa con las reformas propias de los tiempos donde aún quedan
los álbumes repletos de fotos y retratos
y viven nuestros recuerdos e ilusiones
de niño y que por esas terquedades de los abuelos, siempre tuvo la cola de la
cocina hacia la calle principal.
Recuerdo que era una casa de techo alto de palma dulce y paredes de barro, con
ventanas de madera y barrotes de varillas de hiero, siempre pintada de blanco y
azul, -mi abuela era liberal y mi abuelo era conservador- de un pretil de casi
dos metros de alto hecho con pencas y estacas de roble o de totumo. En la sala
en el día siempre estaba Dona cosiendo en la máquina los vestidos y pantalones
de la fiesta del sábado, hablando con Evangelina, la culona que le
contaba los pormenores de cuanto acontecía en el pueblo.
En el día entrábamos por la puerta de la Albarrada , que era la
principal. En las noches por un callejoncito de un metro de ancho y casi veinte
de largo, que pasábamos corriendo, tropezando tinajas y asientos, porque según
nos decían los mayores allí penaba la difunta Cashisha Pea y salía una mano pelúa. Y debía ser
así, porque los perros no cesaban de
ladrar.
La cosecha de los árboles era tan pródiga que en las mañanas, antes de
que salieran las tortugas tontas a desovar sus pilas de huevos, Dona contrataba a Pipe o a Badía, el turco,
para que recogieran los mangos, mientras mi papá acostado en el chinchorro leía
el periódico y escuchaba las noticias que venían de Bogotá por “Radio
Santafé”.
Dona, como todas las jóvenes de su pueblo, participó en varias ferias, no solo en Talaigua, sino en varios
pueblos de la región y del Caribe. Solo ganó un festival, con tan mala suerte
para el jurado que su mango no lo saboreó un capitán de buque, sino un maestro
de escuela, de apenas veinticinco años,
descendiente de una familia de libaneses de Mompox, que llegó una mañana
vestido de blanco y una corbata negra. Usaba un sombrero de fieltro blanco y zapatos de cordobán, negros con vivos
blancos. Desde aquel siete de agosto de 193... en que se bajó del champán en el
puerto de la plaza y sus miradas se encontraron, ella sintió que el hechizo
mágico de Eros le rompió en mil pedazos el corazón.
-“Te juro – le dijo Dona a su amiga Evangelina una tarde que
hablaban de sus sueños juveniles-, que esa mañana cuando vi a Tomás, sentí como si una ráfaga de agujas punzante y
agradables, se me metieran en lo más profundo del alma. Y me dije, ese es el
mío”.
No obstante, mi papá que fue un
hombre muy apuesto y cariñoso, siguió con la sana costumbre de comerse uno que
otro mango en tiempos de feria.
Volviendo al caso de los mangos, estos han sido verdaderos manjares de
los dioses. Aunque la Biblia
no lo cuenta, investigadores del Génesis, han dicho que el famoso árbol
del bien y del mal que estaba en el Edén, tenía alrededor árboles de mango
y esa fue la primera comida de Adán y de Eva, antes que desobedecieran a Dios y
entre ellos se comieran la manzana que produciría tantos y tantos males a la
humanidad.
Entre los habitantes de los pueblos del río, las leyendas son
infinitas en torno a los árboles de mango.
En Chimichagua, la tierra de Guillermo Cubillos, el follaje frondoso de
los árboles servía para que allí las brujas que llegaban de todo el mundo
organizaran sus aquelarres. En Tenerife, la tierra del poeta Lucho Roncallo,
cuentan los ancianos que, en los
atardeceres sobre las raíces de los añejos mangos de chancletas, se sentaba el
Mohán a mirar a las núbiles zagalas que se bañaban desnudas en la orilla del
río. Entre los habitantes de Córdoba, un pueblo refundido en el caño de
Constanza, donde en otros tiempos habitó el cacique Tetón, existe la creencias de que a los
árboles de mangos que alcanzan a tener una altura de casi cincuenta metros los
sostienen las Guabinas, el espíritu de las aguas, y que cuando este
endriago emigra, el árbol se viene estrepitosamente al suelo. Otros solo sirven
para que en su tupido ramaje convivan
familias de lechuzas y cotorras.
Pero en medio de todo ese mundo de leyendas y de mitología que se ha
tejido en torno al delicioso manjar, hay que decir que su cultivo es el más
sencillo. Basta con tirar una pepa de mango bien chupada, para que esta germine
de manera silvestre y a lo largo de tres años de sus primeros frutos. Cabe anotar que a medida en que proliferaron
los árboles de mango, los animales salvajes y bravíos se acostumbraron como sus
habitantes a vivir de la cosecha del mango en ciertas épocas del año. Se ha
podido comprobar que los loros y las urracas que mejor aprenden a hablar el
castellano y el inglés son los que se alimentan de manga de mango de
morisqueta; las iguanas que más huevos desovan
en los meses de febrero, marzo y abril son las que se alimentan de mango
de puerco y las cerdas que más lechones paren son las que se alimentan de mango
de papo e’la reina. Las boas que son las
culebras más mansas, bobas y tontas del universo, tenían la sana costumbre de
apertrecharse sobre la tiranta de la casa con medio ciento de mango de huevo
e’burro en su estómago para esperar la hibernación. En el salso, con el
paso de los días y de los meses los regurgitan para realimentarse. Otros
ofidios menos astutos adquirieron el hábito de robarse los mangos que ponían a
madurar tapados con hojas secas de matas de plátanos en las trojas que a veces
también servían para los cultivos de cebollinas
y tomates. Debajo de la
hamaca en donde roncaba a pierna suelta
mi papá, los caimanes dosmesinos que en las madrugadas cansados de cazar zorras
y sardinas se metían con mucho sigilo por el hueco de la ventana
de la casa que daba a la orilla del río,
y después se dormían
plácidamente con la jeta bien abierta
mientras los pájaros y las gallinas les picoteaban los dientes.
En las tardes cuando Dona contaba los gallos y las gallinas que se
cabeceaban sobre las ramas de los medicinales clemonares, los caimanes se
subían a las trojas, las curucuteaban tanto que después salían con la bocona
llena de mangos de chupa, corrían por el patio formando una algarabía seguidos
por la jauría hambrienta formando una algazara de ladridos y coletazos de los mansos
saurios. Para esos días, el enemigo número uno de los mangos, además de las
mariposas, era el mono cotudo, pues desde el abuelo hasta el último de la
generación arrasaban con la deliciosa fruta, después bajaban de los árboles y
se metían en las cocinas de las casas para robarse una que otra porción de
comida. Muchas personas también sufrieron las consecuencias de la gula. Ofilia,
la mujer de Tolima, se desayunaba con diez mangos de chupa y tres de
morisqueta. Ñañe, el amigo de Mojarraloca, almorzaba con medio ciento de
mango de huevo e’burro los que chupaba hasta sacarles completamente el jugo.
Pero el caso más sorprendente, que aún mucha gente recuerda, es el de Quasimodo Rico, un notable bailador de farotas13, padre de treinta y tres hijos,
rezandero de partidos de fútbol, sacristán perpetuo de la Iglesia y orador de
políticos de bajo nivel, tuvo la desgracia de tragarse una insignificante pepa de mango de azúcar,
cuya osadía se la cobró Átropos a los pocos meses al cortarle de un tajo el
hilo de la vida, cuando ya su cuerpo había germinado la fruta y tenía tantas y
tantas raíces que le salían por los ojos, la boca, las fosas nasales, los oídos
y amenazaban con salirle por los poros.
-“Lo mató la jugosa y excitante pepa de Shiicaleo”- dijo la
señora Fulvia Matute.
Lo mismo le sucedió a la señora Epifanía Dosamantes, extraordinaria
cantadora de chandé que tenía la virtud
de ser acompañada por un coro de pájaros errantes, años después de su muerte,
al exhumar sus restos la gente se
sorprendió porque el cadáver
venía sentado en el cajón y en su vientre crecía una especie de bonsái
de mango de morisqueta y cuyas raíces se habían extendido tanto que llegaban a
otras tumbas y lápidas del campo santo. Pero de todos esos hechos, lo mejor le
sucedió a don Epaminondas Montealegre, que fue un diestro y consumado
jardinero, a quien después de muerto los dioses lo premiaron con un frondoso
palo de mango que creció sobre su tumba
y a cuyas ramas todas las noches llegaban cientos de sinsontes que no cesaban
de silbar y de trinar canciones y melodías de famosos compositores.
En Valledupar como en mi pueblo, donde me comí con todas las ganas
solo una fruta de mango de clase, por mandato de algún loco amante de la
naturaleza, en los frentes y en los solares de las casas hay por lo menos dos
árboles de mango. Es de la única manera que la gente de este país y del mundo
puede honrar la memoria del poeta Rabindranat Tagore14, quien
según cuentan sus biógrafos escribía sus poemas de bajo de la fronda de los
árboles de mango. Tagore, según su propia poesía, que es un canto sublime a la
naturaleza y al universo, a las tradiciones ancestrales de la Indias , es realmente el
poeta del mango.
En este Caribe mágico, como en las ignotas y enigmáticas regiones de
los brahmanes nace, crece y se produce el más delicioso y agradable mango del
mundo. De allí que es muy común ver en las estaciones de buses y muelles de
barcos y de lanchas de todo el
territorio americano, cómo los vendedores llegan en tropel para que los
adormilados pasajeros les compren su bolsa de mangos “filipinos” cultivados en
alguna región de Colombia, posiblemente en Ciénaga, Valledupar, Magangué o
Malagana, donde el jugo de mango se lleva en la sangre o en la mochila y los
espíritus de las muertos en tiempos de ánima sola salen acompañadas a visitar
sus cultivos.
En esta tierra pródiga y fértil donde las mujeres esconden la papaya o
el mango delicioso y muestran orgullosas sus toronjas y anones y los viejos
verdes y rojos, rojos y verdes hacen lo imposible por saborearse o tocar la
pepita de un mango cultivado por una
señorita, aún germinan nuevas especies de mangos. En este lugar con en las
Indias, la belleza de la vida y la vida misma de los hombres no es más que un buen
mango cultivado como aquellos que a principios de los siglos mostraban las
mujeres más hermosas de mi pueblo, para satisfacción de los hombres y orgullo
de la naturaleza.
He aquí la magia del mango, el manjar de los dioses que una madrugada
de truenos y relámpagos nos llegó como una bendición de la naturaleza y que fue
cultivado por las mujeres de mi pueblo y del mundo como una prueba testimonial para sometimiento
de los hombres.
San Sebastián de Calamarí, Mayo de 1992.
1 Conferencia leída en el Festival
del Mango del corregimiento de Malagana, Municipio de Mahates, Bolívar, en el mes de
mayo de 1992.
2 Yuma, nombre
indígena del Río Grande de la Magdalena. Significa
en lengua Karibe “río del país amigo”. Los Chimilas lo llamaban Karipuaño,
que significa “río grande” y las tribus
Carares lo llamaron Arli, “río de
los peces” y los Paeces lo llamaron Guaca-hayo, que significa “río de
las tumbas”, “río que esconde tesoros”.
3 Itzalcoa, termino
original, usado por el autor por primera
vez en una crónica de El Tiempo. Viene del Náhuatl “itzc” que significa
“fuerza”, y “oa”, prefijo Karibe- chimila que significa “agua”.
Designa “remolino o
espíritu de las aguas encantadas”.
4 Mohán, según la
leyenda de los indígenas, espíritu de las aguas, representado según algunas
tradiciones como un hombre de baja estatura, lleno de pelos, que habita en las
profundidades de los ríos.
5 Las ferias fueron
famosas en tiempos de la
Colonia. En Cartagena se celebraba la Feria de los Galeones el dos
de febrero, con la llegada de naos cargadas de oro que venían de Portobelo y
Veracruz y que luego saldrían para España. En Mompox y en Magangué, las ferias
se celebraban desde el 2 de febrero y
emparentaban siempre con los carnavales.
6 Santa Cruz de Mompox,
nombre original de la ciudad.
Considerada una de las más auténticas joyas coloniales del país. Fue
fundada presumiblemente el 3 de mayo de 1540 por el gobernador de la Provincia de Cartagena,
don Juan de Santa Cruz. Es famosa porque fue el primer pueblo que en el
Virreinato de la Nueva
Granada , el día 6 de agosto de 1810, declaró su independencia
absoluta de España. Además, por sus
siete iglesias, su orfebrería que data desde los tiempos del virreinato, su aporte a la Campaña Libertadora
y su Semana Santa a la que concurren
anualmente peregrinos de todo el mundo.
De ella dijo Bolívar: “Si Caracas me dio la vida, Mompox me dio la
gloria”.
8 Punta de Cartagena y El
Limón, en la actualidad conforman un
solo pueblo llamado La
Unión , que es la cabecera del Municipio de Cicuco, en el Departamento de Bolívar.
9 La empresa Colpet
inició sus trabajos de exploración y explotación del crudo desde el año de 1955
y se mantuvo hasta el año 1975 en que los territorios fueron revertidos a la Nación. En ese lapso de
casi 20 años, el Municipio de Mompox, recibió regalías en dólares, que jamás se
invirtieron en el desarrollo de aquellos pueblos.
10 Albarrada, término
hispanoárabe que significa “pared de piedra seca” // “muro cerca de la puerta”.
En nuestro Castellano Caribe designa la calle que está entre la primera hilera
de casas de un pueblo y la orilla del río. En tiempos de los buques de vapor
adquirió bastante notoriedad.
11 El autor alude al personaje real
de su Crónica del libro “Mi tiempo en
EL TIEMPO Caribe, Libro 1” . Nota del editor.
12 La Vencedora ,
lancha que hizo el recorrido periódico entre Mompox y Magangué y viceversa.
Terminó sus días en los barrancos de Magangué convertido su casco en hábitat de
babillas y ratas prostitutas.
13 Farotas, término árabe que significa “mujer chismosa”, “mujer que le gusta andar
de un lugar a otro, llevando cuentos”.
En Talaigua y en muchos pueblos del Río Grande de la Magdalena , danza
tradicional de origen árabe. Según se ha podido comprobar sus orígenes se encuentran en antiguas danzas
guerrera de gitanos provenientes de Europa a mediados del siglo XVIII.
14 Rabindranat Tagore, poeta hindú, natural de Calcuta
(1861-1941). Una de las figuras más notables de la poesía universal del siglo
XX. Le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura en 1913.
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