martes, 3 de mayo de 2011

El Porvenir: calle de la revolución

Vuelta a la Manzana

De aquella calle combativa y revolucionaria de hace casi treinta años, a la que nunca le cantó el Tuerto López, ni Artel, ni Pedro Blas, y tampoco tiene una sola tarja, blasón o emblema en la pared de una de sus casas que diga que por allí pasó Francis Drake y dejó en una de las norias de los patios un tesoro escondido, o durmió el Libertador con alguna de sus amantes ocasionales, o que en uno de aquellos paredones, en su afán de restaurar el decrépito y rengo reino de España, Morillo fusiló a algún revolucionario patriota, o vivió uno de los muchos oidores, marqueses, condes o barones de embuste embuste que llegaron – y aún llegan- a la ciudad a vivir del erario público, en tiempos de la sangrienta invasión castellana; en esa calle desde donde se programaron las grandes marchas de estudiantes, las diferentes tomas de la Universidad de Cartagena y se dieron los más candentes debates ideológicos y políticos entre marxistas y leninistas, troskystas y stalinistas, maoístas y mamertos pro-soviéticos y pro-chinos, pro-cubanos y proyankis, pro-albaneses y antiyanquis, liberales y godos, izquierdistas y derechistas, que luego, agotados y exánimes terminaban con una parranda de tintos y butifarras en la Cafetería Colombia de la Calle Estanco del Aguardiente, escuchando música de Los Beatles, Violeta Parra, Pablo Milanés o en el menor de los casos a Piero José, la Calle del Porvenir sigue siendo fresca, agradable, amena, silenciosa y una de las de mayor movimiento y más famosas del centro de la ciudad amurallada por sus almacenes, hoteles y celestinajes donde se venden alegrías y placeres, pero por esa inexorabilidad de Cronos que no da tregua, de ella quedan añoranzas y recuerdos, nostalgias y reminiscencias, en fin solo evocaciones de una época desbordada en sentimientos y evocaciones.

Llegué a vivir a la Calle del Porvenir, a una residencia de estudiantes provincianos, alegres y bullosos por recomendación de Hernán Novoa Salcedo, un compañero de primer semestre de la facultad de Derecho, que por aquellos días, a pesar de su juventud quería parecerse a Mao Tse Tung: usaba kimono gris y pantalones de botas anchas, calzaba babuchas y se había dejado crecer tanto la rala barba que los pelos le llegaban hasta la cintura. Los primeros días de mi llegada a Cartagena, me hospedé en una residencia de putas santas y rezanderas ubicada en la Calle Larga en la que pagaba por dormida cada noche sesenta y ocho pesos, y en la que debía soportar no solo el ruido y pataleos de las paredes de cartón que se movían de un lado para el otro, sino los gritos y gemidos de las meretrices y de los gays que cada noche perdían su virginidad. Fueron doce días en que cada mañana, para quitarme el olor a amores comprados, coitos perdidos y tricomonas que siempre llevaba impregnado en mi ropa, me bañaba con la fragancia de la Colonia Moroline que años atrás me había reglado Monseñor Antonio Rosero Perea, un sacerdote católico que siempre tuvo las esperanzas de que yo llegara a ser obispo. “Toma Joce Daniels, me dijo esa, para que la uses cuando seas jerarca de la Iglesia”.

La casa-residencia a donde me mudé era de tres pisos, y aún sigue siéndolo, ubicada en mitad de la acera derecha de la calle yendo hacia el mar, y por esos días era de propiedad de los David, una familia de libaneses criollos dedicada al comercio de camisas y pantalones que llegaban a cobrar el canon de arrendamiento con precisión el día dos de cada mes. “En los negocios hay que ser praciso”, decían.

El piso primero estaba destinado a locales comerciales, el tercero era una exclusiva pensión femenina de estudiantes de medicina que como nosotros, en la segunda planta, vivían hacinadas a montones de cinco personas por cada una de las cinco habitaciones. Las dueñas de cada una de las posadas, ambas se llamaban María y le decíamos Mayo, ambas eran de Cereté, ambas hacía treinta y dos años atrás habían llegado a aquellos aposentos, ambas pagaban dos mil quinientos pesos y aunque no tenían ningún parentesco, por esas coincidencias de la vida, tenían los mismos apellidos y el mismo número de hijos.

Quiero aclarar que mucho antes de llegar a Cartagena, la de Indias, como le dice Meira, ya había tenido dos grandes frustraciones en el estudio. Una en el Seminario Nacional de Cristo, de la Ceja (Antioquia) y otra en la Universidad de Nariño, en la Facultad de Economía. Cartagena, para mi era una ciudad extraña, como lo ha sido para todos los habitantes del sur de Bolívar, pues de ella, lo único que sabía era que en tiempos de la Colonia, no solo enfrentó a Mompox, sino que también quiso disputarle y desconocer el hecho histórico de que fue la ciudad Valerosa la primera en declarar la independencia absoluta de España y desafiar el poder español aquel 6 de agosto de 1810, cuando aún estaban frescas las discusiones que se habían suscitado en Santa Fe de Bogotá.

Casi treinta años después, no logro encontrar una explicación lógica y razonable que me diga como fue que a esa casa de la Calle del Porvenir, donde aún se respira el olor rancio y carcomido de la realeza y de la aristocracia, hubiesen caído en el mismo lugar, aterrizado en la misma parcela, los dirigentes de partidos políticos de izquierda, que de una manera u otra jalonaban la lucha revolucionaria estudiantil de la Universidad de Cartagena. Allí había troskistas, socialistas utópicos, comunistas, leninistas, maoístas, representados por estudiantes como William Márquez, estudiante de medicina, Blas Ojeda, estudiante de Economía Política, Raúl Acosta estudiante de Economía, Salim Amastha, estudiante de medicina, y los estudiantes de ña Facultad de Derecho, Adalberto Pertuz,  Milton Buelvas, Jairo Ruiz, y algunos otros cuyos nombres se pierden en los recovecos de esta memoria descencijada por las lluvias, las alegrías y los avatares.

Los domingos y días de fiestas que llegaban otros dirigentes como Toribio Barreto, César Flórez, el Quique Silvera, Arturo Zea, Freddy Bolívar y Jorge Carrillo, que en cierto sentido eran los duros, acompañados por un séquito de palafreneros, nos reuníamos en el zaguán de la casa, el mismo que nos servía de celestinaje para holgar allí con alguna de las zagalas del piso tercero. Por desgracia, muchos de aquellos revolucionarios pequeños burgueses, con el tiempo mostraron su catadura, para utilizar un término de aquella época gloriosa, pues terminaron en las toldas de partidos tradicionales, ocupando cargos públicos y chupando con ansias en el erario público.

Se armaban discusiones, acerca de la asfixia presupuestal, la privatización de la universidad pública colombiana, el derecho a la autonomía, la ciencia y la investigación, la condena a la invasión y a la agresión gringa a Albania, los kilométricos discursos de Fidel que oíamos a través de Radio Habana Cuba, y muchos otros temas, que hacían que las discusiones se prolongaran hasta altas horas de la noche, que la Niña Mayo, la del segundo piso, a veces se levantaba en bata, para brindarnos tinto y llamarnos la atención. Otras veces, nos íbamos para la Cafetería Colombia, y allí ya cambiábamos el discurso político por la creación literaria, pues nos encontrábamos con el Maestro y dramaturgo Régulo Ahumada Zurbarán, el Maestro Santiago Colorado, y los poetas Erick Bozzi Anderson, Ricardo Vélez Pareja, Gustavo Padrón Barreto y otros escritores que apenas incursionaban en la bella palabra escrita como Pedro Blas Julio Romero, Jorge García Usta, Pedro Badrán Padauí, José Sarabia Canto, Manuel Burgos, Pantaleón Narváez, Gustavo Tatis, Gustavo Padrón Barreto, y Rómulo Bustos Aguirre. Allí, entre tinto y butifarra, butifarra y tinto, leíamos poemas, cuentos, ensayos y cuanto libro llegase a nuestros manos, tanto de literatura como de política. Todos los que vivíamos allí, sabíamos que la casa, ubicada estratégicamente cerca de la Universidad de Cartagena, estaba fichada no solo por el F-2, el G-3, el DAS, el G-7 el Bloque de Búsqueda y todo el aparato militar que montó el Mandato Caro de López Michelsen y que acrecentaría el Gobierno de Trubay con el funesto y tristemente célebre Estatuto de Seguridad, sino también por el esquirolaje de espías de las autoridades de la Universidad. Y no era para menos, pues también cada semana nos llegaban cajas repletas de libros sobre El Estado y La Revolución, Empiriocriticismo, El Manifiesto del Partido Comunista, El origen de la Familia, la Propiedad privada y el Estado y las revistas de China Reconstruye, Beijing Informa y naturalmente el Libro Rojo de la Revolución China, todos aún con el olor a tinta fresca y el hálito agradable de las mujeres orientales y el alma revolucionaria del camarada Mao Tse Tung.

La calle del Porvenir, ubicada en pleno corazón de Cartagena, con las calles de San Agustín Chiquito, Calle Primera de Badillo y Calle Vicente García, forma una de las manzanas de más intenso comercio de la ciudad, por la cantidad de vendedores ambulantes y estacionarios, pedigüeños, picaros, meretrices, varados, desplazados, refugiados y toda clase de producto de una ciudad que vive en toda su intensidad las políticas del neoliberalismo, pues, podría decirse que la calle Primera de Badillo es el mercado de las pulgas de Cartagena. En otros tiempos estuvieron muy cerca de allí los almacenes Sears, Ley, Tía, Singer, Juliao, la Joyería Onix, una de las más célebres de la ciudad y del país, varias residencias de amores escondidos donde la media hora de polvo valía seis pesos y también uno de los tres edificios Ganem, que para la época era una hacinamiento de juzgados venales, tinterillos remington, arrendadores morosos y vendedoras a plazo de placeres y diversiones. Como otras calles de la ciudad colonial, también ha tenido varios nombres. Inicialmente se llamó Calle de Nuestra Señora de la Altagracia, Calle de San Agustín, Calle de Nuestra Señora del Consuelo y Calle de la Imprenta. El nombre de Calle del Porvenir le viene desde el 1927, en que el Concejo Municipal expidió el Acuerdo que legalizaba dicho nombre, porque en ella, se fundó en 1877 el Periódico El Porvenir, decano de la prensa nacional en su época y célebre porque desde sus páginas el Dr. Rafael Núñez, expuso y defendió su pensamiento político.

A pesar de que han pasado casi treinta años y que luego me fui a vivir a otro lugar de la ciudad, parece que fue ayer, en que llegué un dos de febrero de 1978, a esa calle que jamás había sido famosa. Llegué como mis ancestros, con una mochila de pita de esas que construyen con la magia y el encanto mis parientes chimilas y una maleta de cuero de aquellas que se abrían como un acordeón y se apretaban bien con dos correas de hebillas anchas. En la maleta, además de la ropa, pantalones y camisas que me había hecho mamá Dona, de los libros que me había regalado papa Tomás, traía ilusiones, sueños, esperanzas y recuerdos, especialmente la foto amarillenta en donde estábamos todos los miembros de la familia y que había tomado en el patio de la casa el señor Eufrasio Alvarado, en tiempos que se usaba la cámara de brazo y trípode.

En la mochila, como era costumbre cargaba una hamaca con sus cabuyas, queso, bollo y un frasco de suero que recuerdo me había regalado la Niña Chon, una señora de corazón amplio y cuyo nombre debe encontrarse en estos momentos en una de las muchas listas perdidas de las que llegan de los países subdesarrollados al Vaticano solicitándole la beatifiquen.

Aunque desaparecieron las residencias estudiantiles y los enclaves de polvos baratos para dar paso a los establecimientos y discotecas sofisticadas, los revolucionarios de verdad verdad y también los de pacotillas se fueron perdiendo. Todo ha cambiado, no se oye el pregón del vendedor de las griegas, y mucho menos la carreta de botellita, tampoco se escuchan los piropos a las mozalbetes de minifaldas del Muñecón Bandido y mucho menos se oyen los gritos de “labiodulce”, el vendedor de periódicos que tenía la costumbre de fumar cigarrillos pielroja que pegaba en la bemba de abajo con la baba que le colgaba. La Calle del Porvenir, sigue siendo testigo de una época gloriosa y signando los acontecimientos de la ciudad.

En fin, la Calle del Porvenir, a pesar de que nunca le han cantado un verso, y jamás escondieron en sus norias un tesoro los piratas Drake, el Monoescobar o Morgan, y tampoco Murillo dejó allí su mácula sangrienta y Bolívar nunca echó ningún polvo con muleca alborotada en el pasillo o zaguán de una de sus mansiones palaciegas, es muy famosa porque allí en una de sus casas de tres plantas, se gestó una generación de estudiantes valientes y luchadores, así muchos, tiempo después, hubiesen terminados en las fauces de la burocracia, muchos convertidos hoy grandes profesionales de las diferentes disciplinas del pensamiento, apoltronados en importantes cargos del sector oficial y del sector privado, pero a quienes les cabe el mérito de haber hecho del debate, la discusión y la oratoria un credo y a lo largo de casi una década lideraron la égida revolucionaria de la Universidad de Cartagena y que en su momento hicieron que germinar las ideas combativas para las marchas, las discusiones y los debates, hoy perdidos de las aulas del Claustro de San Agustín, así luego terminaran en parrandas de tinto y butifarra en la Cafetería Colombia de la Calle Estanco del Aguardiente, hablando y leyendo de poesía, ensayo y narrativa, y escuchando canciones de los Beatles, Violeta Parra o Pablito Milanés.

Mi Nombre es...

“Mi nombre es...”

A E. C. Meza Rosales,
a quien el Destino le dio un premio para toda la vida.

Desde la mañana en que el profesor de literatura universal, un anciano bonachón de chivera nevada y puntiaguda y bigotes ensortijados que vestía siempre de camisa y pantalones negros y corbata roja, cuando yo culminaba mis estudios superiores en la universidad local, hizo un alto elogio de mi nombre remontándose a lo más profundo de las raíces griegas, siempre lo llevé con orgullo, al expresarlo y al escribirlo ante los demás, pues hasta ese día, le había reprochado a mis padres que me hubiesen bautizado con un nombre de vieja que, ante mis amigas y amigos se me llenaba la cara de pena y de vergüenza. En mi primer día de clases, cuando apenas tenía cinco años, en el jardín infantil de mi pueblo que lo atendía la señora Altagracia Dos Santos, y al que asistíamos todos los niños y niñas de mi edad, mis compañeritos se rieron y se burlaron al escuchar mi nombre.

-Tienes nombre de señora, me dijo Iluminada de los Espíritus, una niña de mi edad que llevaba gajos rizados en su frondoso cabello rubio y usaba gafas de vidrio grueso por la naciente miopía.

Cuando llegaba a casa y contaba a mis padres lo que pasaba en el colegio, ellos me explicaban que así se llamaba mi abuela y también mi bisabuela y mi tatarabuela y que era una tradición en la genealogía de la familia de mi padre llevar ese nombre. “A la mierda la tradición y también mis abuelas”, pensaba yo a mi corta edad.

Recuerdo que papá, que a veces se las daba de poeta, me decía que ese era un nombre muy importante, porque lo habían llevado varias mujeres de algunas cortes del viejo mundo, cuyos reinos jamás me mencionaron. Hasta mi tío Quinoja, que a veces anda de viejo mandarino y otras de Fauno erótico alborotado, hacía siempre una defensa del nombre de mi abuela, explicando y argumentando que lo importante no era el nombre sino la persona, pero siempre terminaba con una conclusión: el nombre refleja la personalidad de quien lo lleva y que además, éste está signado, mucho antes de nacer la persona, por el inexorable dios Destino en la frente de quien lo ha de llevar, “igual que a la entrada de la gruta de cada mujer escrito está el nombre del hombre u hombres que por allí entrarán, para bien o para mal, para el amor o para el odio”, según las tradiciones islámicas.

Siempre me decía ven acá mi nena, que te voy a decir tu nombre en verso:

Desde pequeña fui una niña precoz, comencé a decir mis primeras palabras cuando tenía seis meses, mientras me pegaba como un político avezado a chupar en la teta de mamá sin importar el lugar que fuera y mis primeros pasos, sin ayuda de nadie ni de nada, los di cuando alcanzaba los ocho meses. Y como si fuese un ave de mal agüero, la madrugada en que nací, contaba papá, mis gritos fueron tan grandes y sonoros, que alhunos los pájaros enmudecieron y otros cambiaron de voz; el búho que todas las madrugadas ululaba en el chopo del anciano campano, metió el pico entre las plumas; el cuervo que graznaba alegre, se escondió en el hueco del medicinal sancuaraño; el turpial que cantaba el himno nacional anunciando la hora del ordeño de las vacas, esa madrugada se olvidó de la letra; el sinsonte que imitaba la voz hueca de Fidel Castro diciendo el discurso de instalación de la Asamblea del Pueblo y hablando mal del imperialismo norteamericano, se olvidó del cubano y comenzó a imitar a Chávez, y, lo más extraordinario, hasta el gallo que anunciaba el polvo de la despedida, sin decir mú, se tiró desde el cogollo de la milenaria ceiba que daba sombra en el patio a cacarear como una gallina vieja. Otros cerraron el pico. Si, el pico, ninguno de esos otros pájaros bullangueros dijo nada ese día.

Con el paso de los años, a medida que dejaba de ser niña, me fui convirtiendo en una mujer; de la escuela de primaria ingresé al bachillerato y luego a la universidad. Cuando pasaba con mis amigas ante los jóvenes desconocidos, los piropos más bellos eran para mi.

-Para el bombón de mirada dulce como un caramelo, decían.

Luego cuando tenía oportunidad de conocerlos y sabían mi nombre lenta y pausadamente se retiraban, ¡uf, qué nombre tan feo!- decían. Le cogí entonces cierta tirria y antipatía a mi nombre, pues muchos de mis amigos y amigas para molestarme, creo que no eran mis amigos, me llamaban por los dos nombres, si así como les digo, por los dos nombres que papá y mamá me habían maculado en la pila bautismal, y que fueron recibidos con alegría por mis padrinos, Eurípides Ludovico, y mi madrina Eleodora Prudencia, ¡qué vergüenza! Cierta vez que a la casa de mis padres, llegó el notario del pueblo, y cuando ansiosamente esperaba el coqueteo de los jóvenes de mi edad, le pregunté si yo podía cambiar mi nombre por el de alguna de esas mujeres famosas como Jacquelinekenedy, Isadoranorden, Leididiana, Isabellacatólica, Estefaníademonaco, Goldameyer, Gretagarbo, Briggitbardó, Teresadecalcuta, Isabeldeinglaterra, Elizabethtailor, o que simplemente me llamara Maríaestuardo.



-Pero mija, me dijo con el tono paternal de los escribanos de pueblos, si tu nombre es el más hermoso de cuantos hay en el santoral romano, y la Santa mejor hablada porque es la que mejor expresa la lengua. Nunca entendí la última frase de su discurso.

Desde ese día jamás volví a contarle a nadie sobre la vergüenza que sentía por mi nombre. Los pocos novios que tuve, cuando me escribían cartas de amor, ponían mi nombre entre comillas como si se burlarán de él. Pienso que el hecho más bochornoso fue el día en que iba a contraer nupcias. El templo estaba abarrotado de parientes, familiares y chismosos. La orquesta que había contrato papá tocaba los más bellos porros de mi tierra y yo por la emoción tenía hasta el último pelo de punta. Cuando el cura me preguntó “Señorita....quiere a... por esposo”, mi novio se quedó serio, miró al cura a los presentes y después a mi y me dijo: “tu eres... tú te llamas así, ese es tú nombre”, y salió corriendo por la nave central de la iglesia. Jamás volví a verlo. Y lo peor era cuando llegaba a las fiestas, pues siempre había alguien de mis compañeros que para molestarme, se subía a la tarima y decía “acaba de llegar la señorita....recibámosla con un fuerte aplauso”. A lo largo del recorrido de las clases, pues debido a mi nombre cambié de colegios en varias ocasiones, siempre mis profesores decían usted es la niña que más y mejor habla, por eso tiene el nombre bien puesto. Jamás comprendí el sentido de aquellos comentarios.

Desde aquel día glorioso en que el profesor de Literatura Universal me descifró la etimología de mi nombre, hasta hoy, han pasado muchas lluvias. En el ejercicio de mi profesión conocí otras personas, hombres y mujeres, amigas y amigos, a quienes jamás le demostré pena ni vergüenza por mi nombre, todo lo contrario para hacer honor a él hablaba más. Los que me escuchaban, que eran otros amigos, me decían haces honor a tu nombre. Y después de aquella boda frustrada, tuve muchos novios y amantes, hasta que llegó uno que supo donde estaba mi gracia y, cosa rara, él no se enamoró de mi, si no de mi nombre: es lo más hermoso que he oído, me susurró al oído. Y entonces recordé lo que me decía Quinoja, el tío mandarino que aún sigue alebestrado buscando zagalas por las tierras españolas: que toda mujer a la entrada de su gruta trae escrito el nombre del hombre u hombres que por allí entrarán. Y mi gruta no iba a ser la excepción.

Cartagena de Indias, 11 de enero de 2007

Minicuento - Sueño

Sueño

Solo me percaté de lo que me decían al otro lado del teléfono, cuando escuché la voz fresca de mujer, que me gritaba afanosamente, ¡amo, soy yo, amo! ¡Sí amo, así como lo oye, soy Bambina, su perra!

Entonces medio adormilado recordó que ocho años atrás cuando se bañaba en el mar, su perra que siempre le acompañaba, se le había extraviado.

Todos los recuerdos pasados volvieron como el rollo de una película, desde que compró en Animalandia, un almacén de animales, aquella perrita de estrato tres, que se había encariñado tanto con el que no solo dormían juntos, sino que la perra le lamía la cara, lo despertaba y cuando él llegaba de la calle le prodigaba una danza, en la que la perra solo movía las nalgas.

Solo había dio a la Terminal por curiosidad, por eso cuando vi que aquella hermosa joven corría hacía mi gimiendo y moviendo la cola con la misma gracia y garbo que lo hacía mi perra, no dudé en aceptar que realmente Bambina se había reencarnado

Minicuento - Desagradecido

Desagradecido

 
Se que soy un desagradecido. Si. Así como lo oyen, un perfecto desagradecido con mi amante, mi cómplice, mi confidente. Ella aguantaba todo, yo la usaba con tinta roja o con tinta negra. A veces cuando ella no quería hacer nada, yo le daba fuerte con los dedos y jamás se quejaba decía nada.

Cuando no me levantaba a tiempo o me quedaba dormido, ella me despertaba con su cantaleta y traqueteo, golpeando las letras en el rodillo. Imagínense, que nos habíamos compenetrado tanto que ella misma organizaba el papel y se ponía suavecita para que yo la manoseara y la acariciara.

Pero con la llegada del computador comencé me fui alejando de ella hasta que comencé a odiarla y no la soporté más. Hasta que un día, me armé de valor y sin más preámbulos, tiré la máquina de escribir a la basura.

El Chiquero

El Chiquero

A la memoria de
Atilio Vásquez y de José Castellar, el canario

Si. Así como se los estoy diciendo. Fue en este lugar en donde mataron a papá. Lo recuerdo muy bien porque ese día, él le dijo a mamá que no iba a salir porque quería escuchar la defensa que haría el ministro Serpa del presidente Samper ante el Senado. Todos esos recuerdos los tengo aquí, si aquí, porque uno lo que más se graba en la mente son los recuerdos de los padres y mucho más si uno es testigo de su muerte. ¿Acaso a ustedes no les ha pasado lo mismo? Ese día yo fui más temprano a clases, ya que debía ir hasta la tienda del pueblo a medirme unos zapatos de charol que mi papá me iba a comprar. Recuerdo que cuando me levanté de la hamaca me llamó para darme la bendición. Era lo que hacía cada mañana. Papá era muy creyente. Me dijo, “David, hoy llegas a la tienda de la Tía Elisa y te mides los zapatos que te voy a comprar”. ¡Ah! Cómo recuerdo a papá, cómo se preocupaba por nosotros, por mamá, por mis hermanos y especialmente la Chiqui, si por ella. Aunque ahora esté alta y bien formada, con unos senos como pomelos y unas nalgas tan grandes y redondas como una calabaza que despiertan la admiración y el apetito a muchos de mis amigos y del personal masculino del pueblo; para esos días ella era una niña flaquita que apenas tenía cinco años. Imagínense ustedes como pasa el tiempo. Trece años desde el día en que esos tipos se presentaron como amigos de papá, y mamá hasta les brindó café y los invitó a cenar, pero uno de ellos que después vi varias veces en televisión hablando de crímenes y de justicia le dijo a mamá, no se preocupe señora, solo hemos venido a arreglar un asunto con su marido. Y entonces se sentaron a esperar a papá, en aquellas sillas que aún todavía están debajo de la sombra del centenario sancuaraño. Por más de dos horas hablaron entre ellos, fumaron cigarrillos y hasta jugaron pelota conmigo. Parecían buenas personas. Eso es lo malo, hasta el más cruel asesino a veces logra pasar desapercibido entre la gente. Papá salía cada mañana a comunicar las noticias. Él era el periodista con más sintonía del pueblo, la voz de los que no tienen voz, decía cuando se presentaba en la emisora local. Ese día lo tengo fresquesito en mi memoria, mamá esperándolo con la nena en los brazos y yo sentado en el columpio, meciéndome hasta las ramas más altas del tamarindo tratando de agarrar el nido de los yolofos.



Ya el país se estaba bañando de sangre. Por un lado los ejércitos privados de las autodefensas que operaban a plena luz del día con la complicidad de las autoridades civiles y militares y por otro lado la guerrilla. En la madrugada cuando papá se levantaba lo primero que hacía era encender la radio. Se bebía una totuma de tinto y después se iba al baño y allí demoraba un largo rato mientras hacía sus necesidades y leía el periódico, se bañaba, se acicalaba el bigote, se cortaba la barba y por último se bañaba de Maria Farina. Papá cuando se cambiaba para salir era muy ceremonioso. Siempre hacía lo mismo. Por último, antes de despedirse de nosotros iba hasta donde tenía la imagen de San Agatón, el patrono de los escritores, periodistas, toreros, bailadores y periqueros y allí le oraba por varios minutos.



A papá todos le respetaban porque jamás se vendía. Era un periodista intachable, incólume, de principios férreos. Daba la información precisa, clara y libre de todo ajamiento. “Fue eso lo que le llevó a la muerte”, dijo uno de los testigos en el juicio. Papá jamás iba a una comida o agasajo de esas que brindan constantemente las autoridades para sobornar indirectamente al periodista y tampoco lo hacía con los terratenientes del pueblo. Las muchas veces que lo propusieron para que recibiera una mención también se opuso a que su nombre estuviese allí, pues el consideraba siempre que la labor del periodista es informar, no para recibir premios o menciones, sino porque esa es la esencia del periodismo: decir cada mañana que sucede en el mundo. Y eso hacía papá. Por eso mataron a papá. Por ser periodista. Él siempre se lo dijo a mamá. La profesión de periodista en este país es la más peligrosa. No sabemos de qué lado nos llegará la muerte, si por la derecha, por el centro o por la izquierda. Pero de que llega, llega.



Una vez le dijo a mamá que temía por su vida. Que había recibido cientos de amenazas de muerte, unas veces por teléfono, otras por anónimos y otras veces por insinuaciones veladas de los agentes de la policía, del alcalde y hasta de los mismos jueces que investigaban los delitos que él denunciaba a través de la emisora. “Recuerda que tienes esposa y tres hijos”, le dijo esa vez el alcalde cuando papá salía de la emisora. Papá investigaba por esos días los enlaces de la naciente parapolítica en el pueblo, que en muchos lugares del país no solo habían realizado acuerdos con políticos tradicionales de las regiones, sino que habían creado un imperio de temor, terror, miedo y angustia entre los pobladores y manejaban los hilos del poder a su antojo



Aunque papá se llamaba Guillermo Cano Ibáñez, no tenía un solo parentesco con el reconocido don Guillermo Cano Isaza, aquel famoso director de El Espectador, inmolado por las armas del narcotráfico y cuyo crimen, como muchos crímenes de periodistas del país siguen impunes. Claro que papá siempre se presentaba con orgullo diciendo “Desde Ecos de la Sierra Virgen, les habla Guillermo Cano I.”.



Eran como las doce y y cuarenta del día. Si esos recuerdos están aquí, aquí en mi mente. Papá nunca cogía ni taxi, ni moto y tampoco perdió sus nexos con la tierra. Sembraba yuca, maíz, ñame y frijol, criaba gallinas, pavos patos y cerdos. Él amaba este lugar. Aquí nació y aquí se crió. El noticiero comenzaba a las once y media y terminaba a las doce y media. Siempre demoraba diez minutos. Esa vez llegó precisó, caminó despacio por la senda entre los árboles cuando vio a los señores que lo estaban esperando. Mamá estaba en la puerta de la casa. Él se puso a hablar con ellos, después se dirigieron al chiquero, mamá pensó que habían venido a comprar algunos cerdos y por eso se metió a la casa con la Chiquí en los brazos y agarró de la mano a mi hermano pequeño. Fue entonces cuando escuché los cuatro disparos, uno detrás del otro. Estuve unos segundos sorprendido, pero luego corrí hacía donde se había ido papá con aquellas personas. Mientras escuchaba el carro que se iba con los asesinos, papá daba sus últimos suspiros y quedaba tendido en el chiquero.


Cartagena de Indias, 12 de enero de 2007

Migdonio

Migdonio


Por esas cosas de la vida, Migdonio, el golero que desde pequeño, cuando era un pichón yo tenía de mascota, fue un espécimen raro. Solo aceptaba en su dieta, sopitas de pollo y ensalada de pepinos con lechuga, un poquito de sal y limón. Al terminar de comer, volaba al copo del clemonar, a rascarse la golilla, fumarse una bareta, darse unos toques, luego se cabeceaba de un lado a orto mientras dormitaba.