lunes, 24 de octubre de 2011

Los heroicos y gloriosos hidroaviones


A mis hermanos, Tico, Betty, Papi, Franky,
Haydée, Eddie, Key y la Cuqui,
con quienes corrí detrás de la cola de los
hidroaviones, mientras nuestros padres, desde la orilla de la albarrada
nos regañaban


Los heroicos y gloriosos hidroaviones[1] que irrumpieron en el ciclo de la patria con su estridente ruido y con los adelantos tecnológicos, que en los amaneceres cuando decolaban en Barranquilla hacia los remotos pueblos del interior despertaban a los obreros de fábricas de espesas chimeneas y a los pescadores de ilusiones y fueron dejando en cada lugar del río Grande de la Magdalena un retoño de sus ancestros y un trozo de recuerdo o una carta de amor y un pedazo de semilla, una ráfaga de civilización y también de modernidad y a su alrededor forjaron pilas de leyendas que al paso de días y semanas y meses y años las contaron nuestros padres y abuelos como los grandes pioneros que abrieron de par en par las puertas del tiempo para la conquista del cielo colombiano y que hoy no son sino recuerdos en los rincones del olvido o piezas desvencijadas y tiradas en cuartos de anticuarios y museos.

La historia de los hidroaviones en nuestro país es bastante parecida a la de los desaparecidos buques de vapor o a la de los trenes míticos y fabulosos, que con cien años de diferencia contribuyeron a engrandecimiento del país, al auge del comercio que ingresaba por el Caribe hasta Santa Fe de Bogotá y que le dio vida y vigor a calamar y Tenerife, Plato y Zambrano, Tacamocho y Magangué, Mompox y Santa Ana, Guamal y Tamalameque, el Banco y la Gloria, San Pablo y Puerto Wilches, Puerto Berrío, y Giraldot, La Dorada y Honda, Guamal y Barrancabermeja y además las convirtió en pequeñas babilonias donde la cultura y el comercio, las cantinas y los cabaret, los astilleros y las factorías, las fondas y los malecones, la incipiente tecnología y la inesperada modernidad hicieron parte de las rutinas de los habitantes.

La vida de esas ciudades y pueblos era el río, vibraban por la acuatizada de un hidroavión, el arribo de un buque de vapor o la llegada estridente de una locomotora, que dejaba un reguero de putas y meretrices, de gambusinos y vividores, ilusiones y quimeras, mercachifles y prestidigitadores, culturas y valores. Cuando se extinguieron estas formas multimodales del transporte frente a la negligencia e incapacidad del gobierno para sostenerlos, muchas de esas ciudades y pueblos lenta y paulatinamente se sumergieron en un letargo del que fue difícil despertar quedando convertidas en pueblos fantasmas, recordados únicamente por la imaginería popular.

La fantasía deambuló tanto a principios del siglo XX por el invento de Glenn Hammond Curtis (1878-1930) e Igor Sikorski (1889-1972), quienes diseñaron el hidroavión NC-4 con flotadores y el de uso comercial, que Gonzalo Mejía, un soñador antioqueño, salió de Medellín con un vagón lleno de lingotes y pesos oro, lo trajo hasta Barranquilla, contrató un buque de ruedas y cruzó el Atlántico hasta Burdeos, en Francia, donde buscó afanosamente a Louis Blériot, el más famoso piloto de su época que había cruzado pocos meses antes en 1909 el Canal de la Mancha. “Quiero que venga y caiga sobre un mar de rosas y flores que le haremos en la piel del Río Medellín”, le dijo mostrándole un lingote de oro.

En ese sentido hay que resaltar el empuje de la naciente clase empresarial de la ciudad de Barranquilla, que aún no se ha detenido, encabezada en esos días por Ernesto Cortissoz, Arístides Noguera, Werner Kaemerer, Stuart Hoste, Cristóbal Restrepo, Alberto Tietjen, Jacobo Correa y Rafael Palacio, que hicieron posible la fundación de la Scadta y el servicio comercial aéreo, primero de este continente y el segundo en el mundo y el primer correo aéreo de la Tierra, que se inauguraron el 5 de diciembre de 1919.

Para algo servían los hidroaviones. Años antes, en 1912 el inglés D. Smith, que solo hablaba hindú, se convirtió en el primer piloto en sobrevolar el cielo colombiano y lo hizo en Barranquilla ante el asombro de miles de personas y el susto y espanto de cientos de goleros cuando el hidroavión se precipitó a tierra y cayó sobre un matojo de taruyas en el Caño de la Ahuyama. Fue Knox Martín el primero que realizó el vuelo de correo aéreo entre Barranquilla y Puerto Colombia en su Curtis Yenny con tan mala suerte que, cuando lanzó los paquetes desde el aire, el fuerte viento los tiró al mar y allí ante la alegría de la gente fueron dentellados por los amaestrados tiburones.

Posiblemente el hecho más trascendental de esta época fue la osadía de los empresarios bogotanos A. Castello y Edmundo Ramos, quienes compraron un Blériot en París, lo trajeron hasta Barranquilla en barco y de allí lo subieron hasta Honda en el planchón de un buque de ruedas, con tan mala suerte que cuando trataron de subirlo a la montaña en una zorra para llevarlo a Bogotá, se vino abajo, se estrelló contra una roca y quedó hecho añicos. Muchas fueron las leyendas que se tejieron en torno a estos míticos pájaros alados que irrumpieron en el cielo de la patria y contribuyeron mucho al desarrollo del país. Por su funcionalidad aún son esenciales, y más ahora cuando amplias zonas de nuestra geografía necesitan y pugnan por el desarrollo de sus regiones. Ojalá vuelvan aquellos aparatos que en un pasado no muy remoto despertaron con su ruido estridente el sueño de los caimanes y espantaron las pasiones atrasadas de las babillas y las zorras que poblaban las riberas y cimentaron ilusiones y quimeras en pueblos y ciudades, convertidos hoy día en territorios abandonados y habitados por fantasmas y espíritus que sueñan con la resurrección de los hidroaviones.

San Sebastián de Calamarí.


[1] Nota publicada en el Diario EL TIEMPO Caribe, en la página 2, el día sábado 19 de abril de 1997.

La noche feliz de Juana la Fea

A Manuelita Castro, mi amiga de infancia

La historia[1] de Juana la Fea la escuché una mañana del mes julio en la matanza del viejo Mondaseca, hace más o menos medio siglo, cuando yo andaba agarrado de la ancha falda de cuadros abigarrados de mi abuela Ismenia, en tiempos en que tan solo se hablaba de caimanes y violencia, y de la llegada de los hidroaviones que apenas comenzaban a sobrevolar el cielo de la patria y con sus ruidos estridentes asustaban a los manatíes dormilones y a las hornadas de goleros atrevidos que retozaban a lo largo de las albarradas de los pueblos aledaños al río.

Juana la Fea era entonces una zagala de quince años, que jamás arrancaba un piropo de cumplido a los jóvenes de su tiempo y tampoco una frase morbosa a los viejos otoñales y cloróticos que deambulaban por los parques. Realmente era fea y por eso la llamaban así, pero Dios que es muy sabio, además del corazón de paloma con que la había premiado también la había dotado de un hermoso cuerpo que exhalaba una fresca fragancia que hacía suspirar en silencio a más de uno. “Lástima por la cara de puño que tiene” decían. Y era así.

Todo el mundo le decía Juana la Fea y no había una razón para que yo, que entonces comenzaba a vivir mis primeras pasiones en las culatas de la casa, escondido de la mirada severa de Dona, mi mamá, con Martina, la pata tuerta, no la llamara como las otras personas. Además del corazón frágil y sensible de paloma, era la mujer más sencilla y la más querida de todas cuantas en mi vida de felicidad y de infortunios he conocido. La gente la quiso mucho y con el paso del tiempo, cuando ya me había ido de mi pueblo, su nombre adquirió una aureola llena de mitos y leyendas.

Contaba la gente que una mañana apareció fresca y radiante, muy cerca de la orilla del río donde estaba Mojarraloca, el Orfeo del millo encantado. Ella misma vociferó con alegría y emoción que la imagen de la Virgen de la Candelaria, a quien muchas veces le había pedido con humildad que le diera fuerzas para soportar las burlas que hacían quienes decían ser sus amigas, la había premiado y la había convertido en la mujer más bella del mundo.

Yo que para esos días ya me había largado de mi pueblo, agobiado y cansado por las muchas crecientes y por los tantos polvos echados en la calle y en los traspatios, escuché la historia casi treinta años después en casa de mi hermano Eddie, de boca de un brujo de la sierra que vendía ungüentos contra el amor y leía la suerte pasada de las mujeres viudas. Contaba todos los pormenores y con tantos detalles que me pareció una mentira más de las muchas que yo había dicho y también había recibido en mis correrías de vendedor de purgantes a la gente que habitaba en los pueblos de la ribera.

Todo ocurrió una noche del mes de febrero, en tiempos de carnavales, cuando la gente bailaba en temple en el fandango y las mujeres con toda clase de disfraces cobraban a sus parejos un beso furtivo pero lleno de amor o una arropilla de felicidad, y ellas en contraprestación entonces en el tibio amanecer cuando en el cielo tenían como único testigo al mítico boyero, llenas de sudor y de cansancio y con el alma imbuida de sueños y quimeras, le entregaban entonces la flore ardiente de la felicidad. Esa noche Juana la Fea, por expresa voluntad de la Virgen fue convertida, como cenicienta, en la mujer más bella del mundo.

Juana la Fea no quería asistir al fandango, propio en la última noche del carnaval, por su fealdad y por no exponerse a los desprecios y vacíos de los efebos que siempre le miraban con deseos el apetitoso tafanario, pero jamás le decían una sola frase de cumplido. Impulsada por los requerimientos de una hechicera que para esos días había llegado de Chimichagua a ayudar a un candidato a la alcaldía, y por las voces de aliento de muchas de sus envidiosas amigas que cuando estaban cerca de ella le decía “lástima tu cara porque tienes el culo más bello del pueblo”, fue hasta el taller de don Nicolás de la Matta, un terracotero sabio que siempre andaba con el chuzo en la mano cazando babillas y zorras jóvenes, porque según el mismo decía, la carne de la zorra joven es más apetitosa que la carne de la zorra vieja. Le hizo una máscara de mujer con trozos de papel y barro y luego fue desinfectada y sometida a un extraño sortilegio y a una ceremonia de hechicería.

La noche del fandango y cuando la fiesta estaba en todo su apogeo, un joven que pretendía a la mujer de la máscara más bella, se llevó a Juana la Fea al patio para conocer su rostro y cuanta no sería la sorpresa de la joven, que había opuesto una tenaz resistencia, que cuando claudicó ante la insistencia del joven por quien ella suspiraba, la máscara se le había adherido al rostro como si fuera su propia cara. Desde ese día Juana la Fea, siguió siendo la mujer más bella del mundo y siempre fue querida por sus amigos del pueblo porque consideraban que la Virgen con ese milagro había hecho justicia al darle un nuevo rostro a quien tenía el alma de oro y un corazón ardiente que atraía y alegraba al más triste de los humanos.

Juana la Fea se me perdió de la memoria, así como apareció una tibia mañana en la carnicería del viejo Mondaseca. He traído desde los más lejanos lugares de mi destartalado almario esta historia porque hace días escuché una Talaigua, mi tierra, y en la que contaban que Agripina Malaparte, una joven escluencle y desgarbada, fue premiada con una panocha enorme y suculenta por un Cristo mocho de cabello churrusco que anda haciendo toda clase de milagros por aquellas tierras.

Talaigua Nuevo, 17 de septiembre de 1988

[1] Cuento publicado originalmente en el periódico Prensa Nueva de Magangué, el 5 de octubre de 1988

domingo, 23 de octubre de 2011

La Palmera de Mariipaz

A Marii Paz Jiménez Canedo,
que me inspiró el relato


Cuentan los abuelos y las abuelas de mi pueblo, que en el camino que va de Pueblo Bonito a la Ladera de San Martín, hasta hace pocos años había un jagüey de aguas encantadas a donde acudía la gente en tropel cada tarde a bañarse y de esa manera mantener el cuerpo sano y libre de cualquiera de esas enfermedades tropicales, como el dengue, disentería, mal de ojo, viruela o simplemente sarampión. A medida que fue pasando el tiempo, el lago también perdió importancia por la contaminación de las aguas y por las muchas leyendas que en tono a él se tejieron. Y a pesar de que las generaciones lo fueron olvidando, y ya nadie hablaba del mítico jagüey en torno al cual había crecido el legendario Chagualo, en cuyas ramas dormitaban de tiempo en tiempo espíritus mansos y las brujas trasnochadas después de sus aquelarres, lo que más llamaba la atención era que en los últimos tiempos se había hecho costumbre que cada día iba hasta a aquel olvidado lugar una niña de ojos negros, pestañas grandes y gruesas, cejas pobladas, de trenzas largas de cabello negro y rostro ovalado del color de la canela quemada. Siempre se sentaba al pie de la planta, que la gente había comenzado a llamar la palmera de Mariipaz. Era una planta extraña que ella encontró a la orilla del camino en uno de los paseos matinales en que ella acompañaba a su padre, un agrónomo de reconocida fama que desde hacía años estaba empecinado en encontrar una solución al hambre, realizando experimentos de cruce entre una mata de yuca y una mata de maíz, pues para él era posible realizar un injerto de esas dos plantas que estaban en primer lugar en el plato entre la gente de la región.

Con el paso de los días y de las semanas, los meses y los años, Mariipaz creció y creció y se hizo una joven alegre y hermosa, que según decían quienes la conocían, no había nadie que la igualara por aquella comarca, hasta el punto que en las fiestas o reuniones a donde iba acompañada de su mamá, siempre era el epicentro de las miradas, tanto masculinas como femeninas, pero ella con su alma ingenua de campesina, solo daba una sonrisa de cumplido.

-Mariipaz, como has crecido mija, eres la mujer más bella del pueblo, le dijo cierta mañana Tránsito, una señora de alta consideración, que le había parido a Tito, su marido, una docena de hijos, entre ellos diez mujeres y dos varones, pero que desde hacía rato habían cogido destino y se habían regado por todo el continente.

Lo mismo sucedió con la Palmera de Mariipaz que fue creciendo hasta ser una planta adulta, cuyas hojas intensamente verdes podían verse desde Sincahecha, La Envidia y Tierraebarro, que eran pequeñas fincas habitadas por gente honesta, humilde trabajadora y de una seriedad proverbial, en donde cultivaban caña de azúcar, hortalizas, yuca y ñame y también criaban gallinas, cerdos pavos y una que otra vaca para la leche de la casa.

Llamaba la atención que en la Envidia, la finca del señor David Naizzir, un libanés que jamás aprendió a decir una palabra en castellano, en las mañanas la gente de pueblo Bonito y la Ladera de San Martín, llegaban bien temprano, cuando aún en el cielo estaba asomado el boyero que guiaba la ruta de los pescadores, a comprar leche caliente recién salida de la ubre de la vaca y a beberla con panela que hacían de la caña que molían en el trapiche que estaba en la misma finca.

Mariipaz, iba a todos esos parajes, desde pequeña y tiempo después cuando ya estudiaba bachillerato, lo primero que hacía cuando regresaba a su casa era tirar el morral y salir corriendo, asida de la mano de su hermana Jessika para ir a visitar a su amiga la palmera.

-Ven, vamos Jessy, le decía, acompáñame a visitar a mi amiga.

Jessika, que había iniciado estudios de medicina en una universidad de la capital del país, y llegaba cada seis meses a Pueblo Bonito hablando como una cachaca nativa, no solo era mayor que Mariipaz, sino que se creía con autoridad para orientar a su hermana.

-Marii, esa no puede ser amiga tuya. Es solo una planta.

-Pero es mi amiga, Jessi, ella habla conmigo, le decía Mariipaz a su hermana.

-Mírala Marii, ella no puede hablar, le decía. Son ideas tuya.

Maripaz con su alegría contagiaba el ambiente. Las dos salían alegres y brincando, saludaban a quien encontraban a su paso y cuando se encontraban a las afueras del pueblo, muy cerca de la Palmera de Mariipaz, ella, se subía a los burros y caballos, saltaba cercas y como sabía que sus padres no la observaban se iba hasta la orilla del río, y allí se subía en las canoas que estaban en el puerto del señor Benito Batista y muchas veces con Jessyka y Elebeth, su amiga de infancia, intentaba cruzar el canal que separaba a Pueblo Bonito de la Isla del Encanto. De Elebeth, que se dedicó de lleno a la música folclórica e integró con otros jóvenes una agrupación cuya fama creció tan rápido como la espuma del mar, se fue a vivir a París, cuando los contrataron apara hacer una gira internacional y nunca más volvió a su pueblo, aunque de tiempo en tiempo enviaba una que otra partitura de sus canciones vía internet, siempre la tendría entre sus amigas y entre sus recuerdos, pues fue ella quien la salvó de las garras del Mohán, una mañana en que siendo aún muy niñas, con apenas ocho años, cuando el mítico endriago surgió de las profundidades de las aguas con el cuerpo lleno de pelos y una garra de perica ligera y trató de llevársela, fue Elebeth, quien se la arrancó al rociarle ácido en los ojos al Mohán.

Jessy que siempre estuvo consciente que su hermana menor divagaba respeto a la palmera, una mañana en que acompañó a Mariipaz, ante la insistencia de ésta, por poco casi se muere del susto cuando escuchó una voz melodiosa que salía del follaje y se esparcía a través de las tenues rachas de viento que traían desde el bosque el aroma fresco de las flores silvestres.

-Hola Jessy, desde hace tiempo te estaba esperando, se escuchó la voz, clara y femenina que emanaba de la palmera, mientras sus hojas largas se movían alegres como si quisieran saludarla.

Lo cierto fue que Jessy, que aún llevaba sobre sus espaldas el frío de la capital, no resistió el asombro de su sorpresa cuando escuchó la voz y salió corriendo hacía su casa.

Cuando su papá, que estaba imbuido en otro invento para sacar whisky casero del jugo del cardón con jalea de maní, le preguntó que qué le pasaba. Ella solo respondió:

-Me salió un muerto.

Desde ese día se olvidó de la planta y cuando su hermana la invitaba, ella le decía, Marii, ve tú, ella es amiga tuya.

Pero como todo es relativo en este mundo, hasta la amistad entre seres de diferentes especies, cuando Mariipaz fue cruzando la línea de la infancia a la pubertad y después se hizo toda una hermosa zagala, también ella se fue olvidando de su amiga la Palmera de Mariipaz. Ya el campo era prehistoria para ella, el jagüey, el canto de los pájaros, la brisa matinal y hasta la íntima amistad que había tenido con sus padres, también se fue perdiendo. Maríipaz, se guardaba sus secretos, los secretos de los primeros venablos que le lanzaba a su joven corazón el inmortal Cupido.

Era raro el día en que no recibía más de un piropo, y cuando iba por la calle sola o acompañada arrancaba más de una mirada de alegría y de emoción y en sus oídos sonaban frases hermosas que le lanzaban sus pretendientes.

Cuando alguien le preguntaba, ajá Mariipaz ¿y tú amiga la palmera? ella apenas respondía:

-Está allá sola, acompañada de los pájaros y de sus trinares y se reía.

Se olvidó tanto de la palmera, que una mañana en que se levantó por la reprimenda que le daban sus padres porque ella había ido a una fiesta sin el consentimiento de ellos, de pronto recordó a su amiga, a esa amiga de infancia que ella había recogido a la vera del camino y que había cuidado con tanto esmero, que habían crecido juntas, una en el hogar con sus padres y la otra a la intemperie, con la brisa y el ambiente montaraz del campo, recordó la época en que la palmera había sido su confidente y como toda joven que aún lleva en su alma los valores de la ingenuidad y la inocencia, se recriminó por su ingratitud. Siguió caminando por toda la calle hasta salir del pueblo, la gente la saludó, pero ella no escuchaba a nadie, sus pensamientos estaban en su amiga. ¡Cómo he sido de ingrata! Se dijo y nuevamente recordó las tardes en que la planta cuando ella llegaba desparramaba las hojas y traía la brisa fresca de las montañas y allí en el tronco de la noble palmera se subía y sus amigas de infancia y de juventud le tomaban fotos y se reían. Recordaba la vez en que la planta le susurró al oído: ¡Mariipaz, en esta foto viviremos juntas para siempre! ¡Si yo muero siempre me tendrás junto a ti!

Cuando Mariipaz, llegó a la orilla del pozo de aguas encantadas, al no ver la planta, sintió que algo extraño le atenazaba su corazón, que sus voces no lograban salir y que algo se le atoraba en la garganta.

-Qué buscas joven, le dijo un anciano pescador ocasional que tiraba y tiraba la piola y nada sacaba.

-La planta, busco la planta, le dijo ella.

-¿Cuál planta?, le preguntó nuevamente el anciano, mientras fumaba un tabaco y echaba humo por la nariz. Aquí hay muchas plantas, le dijo.

-No. Dijo Mariipaz, repuesta de su sorpresa, busco la Palmera.

-Ah, tú eres la niña de la palmera, le dijo el anciano de pelo blanco. Pues has de saber mi bella y hermosa niña, que la planta hace muchos días murió. Murió en el olvido que es lo peor que le puede suceder a una persona. Aquí cada vez que yo llegaba hablaba conmigo y me contaba que tenía una amiga, pero que ella la había olvidado, que seguramente algún día volverías, que tenía la esperanza de verte nuevamente. Pero al ver que no llegabas, se fue muriendo lentamente. Y antes de morir me dijo que ella del otro lado de la vida te recordará siempre, porque la amistad entre ustedes, a pesar de los avatares de la vida no debe morir.

Mariipaz, no quiso escuchar más al anciano y se fue a su casa. Sus padres habían salido y ella se metió en su alcoba, se sentó en la cama, buscó el álbum y sacó la foto que se había tomado con su amiga y entonces comenzó a recordar la frase que ella le había dicho y a medida que recordaba esos días felices, mientras los pájaros en la ventana trinaban y trinaban y la gente afuera gritaba, ¡corran, corran qué Pueblo Bonito se hunde! ¡Se rompió el hueco de Teresita! se fue durmiendo lenta y paulatinamente hasta quedar profundamente dormida.

Cartagena de Indias, 21 de noviembre de 2010

Taty

A T. H,
a quien no conozco y tampoco conoceré


Hace muchos años escuché la historia de Taty, una joven que tenía cientos de guacamayas, loros, cotorras, quetzales y gonzalas que andaban en tropel detrás de ella con la algarabía propia de estos animales y solo se calmaban cuando le ponía bangañas y aguaderas llenas frutas, especialmente mangos y algunos cogollos de árboles tropicales.

Aunque era querida y admirada, de la vida de Taty muy poco sabían los habitantes del pueblo, ya que una mañana apareció sola y sin memoria acostada en el piso de una almadía que iba agua abajo, vestida con unos harapos, que no le restaban ninguna clase de brillo a su extraordinaria belleza. Tendría unos quince años, era de piel trigueña y alta, de rostro ovalado, cejas pobladas, pestañas coposas y ojos grandes. La nariz era recta y los labios delgados y redondos. En las orejas traía un par de aretes de oro, seguramente hechos por algún orfebre de la vecina ciudad de Mompox.

Esa mañana en que fue la sensación de los habitantes de Pueblo Bonito y de las poblaciones vecinas, con la anuencia del inspector de policía se fue a vivir a la casa cural, pues el cura fue el único habitante que se ofreció en darle aposento.

Con el paso de los años y a medida que se fueron acumulando montañas de tiempo, una mañana, convencida de que su ambiente no estaba en la Casa Cural, se fue a vivir a una cabaña abandonada en el bosque rodeada de un clemonar maravilloso, y allí cada mañana llegaban los pájaros a buscar alguna fruta, hoja o trozo de pan para comer.

En contra del querer de sus vecinos que estaban pendientes de la llegada de los pájaros para ahuyentarlos con piedras que lanzaban con hondas y caucheras, pues muchos se quejaban de que arrasaban con sus cosechas y sembrados, ocasionándoles pérdidas en su economía, Taty tejió una gran amistad con esos pájaros parlachines especialmente con aquellos que imitaban su voz, que terminó asimilando las costumbres de esos animales y convirtiéndose en uno más de la bandada.

No dormía y tampoco permanecía en la casa, sino en la rama de un anciano clemón, Allí permanecía desnuda, horas y horas en cuclillas agarrada con las uñas de sus pies, o paseándose de una rama en otra rama. Ya Taty, cuando alguien la llamaba, no hablaba, ahora imitaba el gang, gang de los loros, las guacamayas, los quetzales y las cotorras.

Se alimentaba de hojas de cogollos y de frutas, con sus dientes arrancaba las conchas de los árboles de jobo, los hojas de las ramas de pringamosas y de los pintacanillos, y en los atardeceres se subía a la copa de un anciano piñón, y allí junto a los demás animales dormía, dormía como los pájaros, en cuclillas y con un ojo abierto. Su piel se poniendo verde como la piel de las hojas.

Taty había traído a aquella cabaña abandonada y triste, la alegría de los pájaros, y el bullicio de los habitantes del pueblo que cada mañana concurrían en tropel acompañados de turistas que desde la ciudad venían en caravanas solo para mirar el espectáculo que le brindaba ese hecho extraordinario.

Una mañana no solo llegó la gente del pueblo y los turistas, sino también el inspector de policía acompañado del cura y de cuatro agentes del orden, pues se decía que Taty no era más que una bruja huida de un aquelarre. Llevaban un guacal en la chaza del carro y le dijeron a todos los que estaban allí que les colaboraran en la captura del siniestro engendro del mal.

Muchos se acercaron y en medio del alboroto, comenzaron a amontonar leña para incendiar el árbol en que habitaba Taty junto a los pájaros, pues le había traído mala suerte a los habitantes de Pueblo Bonito, el mismo pueblo donde hay un jagüey de aguas encantadas que devuelve la virginidad a la mujer que la haya perdido después de qui se sumerja en sus aguas en una noche de plenilunio. No se había encendido el primer tronco, cuando la gente que estaba aglomerada se asustó y comenzó a correr, pues Taty, de pronto comenzó a sacudirse, sacudía el cuerpo, las manos y las piernas, como si entrara en un extraño paroxismo y ante la sorpresa de los asustados turistas, pues uno de los comerciantes del pueblo no perdió oportunidad y desde hacía rato explotaba aquel espectáculo realizando tours y travesías, comenzaron a salirle plumas, plumas de vistosos colores, y las manos y las piernas se fueron convirtiendo en alas, hasta que todos vieron con sorpresa que Taty, se había transformado en una enorme gonzala en la que sobresalía el rostro, su rostro bello de mujer con su frondosa cabellera.

Quizás fue el susto de la gritería de la gente la que la hizo volar, volar y volar, y a pesar de que aún todavía la siguen esperando, nunca más volvió.

Cartagena, 24 de abril de 2010