lunes, 16 de mayo de 2016

El Mango Manjar de los dioses

El mango,
manjar de los dioses
Fábula





A Dona,
mi mamá, que hizo brotar
nueve árboles de mango
en los feraces campos de la patria
cuyos frutos se riegan como
las nubes del cielo.

A los  gloriosos
pueblos de Malagana,  tierra de
José Carrascal
y  a
Valledupar,
 que conoció la grandeza de
Consuelo Araujo Noguera,
 y cuyos habitantes
 descubrieron
a tiempo los enigmas y  misterios del mango



  



“Hay que comer mangos,
dulces o agrios,
todos son una bendición de Brahma”
(Aforismo hindú)



Capítulo I
Los mangos1, desde que los trajeron  los españoles y africanos a estos territorios se convirtieron  en ricos manjares para los aborígenes y de eso hace muchas, pero muchas calendas. A mi pueblo, los mangos llegaron por accidente según contaban los abuelos, ya que cierta madrugada en que freían una pila de mojarras y ruñecopas cuyos olores los esparcían las rachas de viento que bajaban de las montañas, varios champanes que surcaban las tibias y mansas aguas de Yuma2, remados por indios y negros, pioneros de los ulteriores bogas, se desató una fuerte tempestad de vientos y huracanes que en medio de aquella vorágine impredecible arremetió contra el convoy de  piraguas y canoas.
Algunas lograron mantener el equilibrio, pero otras sucumbieron a las adversidades del momento y con todo, virreyes y oidores, escribanos y amanuenses, alhajas y tesoros, frutas y contrabando se fueron a pique atraídos por el remolino de Itzalcoa3. Al amanecer, en momentos en que aparecía Aurora, la de los dedos de rosa, y el lucero espiritual se cabeceaba del sueño, mientras el vigilante allectrión, alegre, eufórico y muy alegre,  anunciaba el último polvo encantado  de la ardiente Venus con su fogoso amante antes de que llegara el belicoso Helios,  y más allá entre la frondosidad y fragancia de las taruyas, las chanas peleaban ferozmente contra las mansas y tontas garzas para ser las primeras en sacarle a los dormilones caimanes las garrapatas y la miel de los ojos,  la gente se sorprendió  cuando vio que encima de la dorada arena de la playa, estaba aquella fruta exquisita, pulposa y suculenta.
En tropel, sin importarles un bledo los cofres llenos de oro, ni las sedas orientales de los lujosos vestidos, y tampoco la presencia de los feroces caimanes y las belicosas babillas y tampoco el Mohán4 que dormitaba sobre las raíces del anciano sancuaraño, se lanzaron con ansias sobre ellas, las cogieron, las mordieron y las saborearon, les gustaron tanto y les parecieron tan deliciosas que sus semillas las sembraron  como una prueba testimonial para las generaciones venideras y demostrarle a los incrédulos que al menos el creador, una vez en su vida se había acordado de ellos enviándoles la fruta comparada con el mítico mana de los israelitas.
Cuando crecieron los árboles y  poblaron el territorio de manera silvestre y los agricultores comprobaron que sus raíces no producían  daño a sus heredades, pues todo lo contrario, además de la fresca y agradable sombra y los frutos  que prodigaban, atrajeron con el aroma tibio a miles de pájaros errantes que llenaron con una fragorosa melodía el cielo con sus alegres trinares, los habitantes del pueblo, mamagallistas como lo son muchos habitantes del mágico Caribe, le pusieron a cada uno, según el sabor, la forma y la contextura,  un nombre.
“Este se parece a la cosa de la reina Isabel la Católica, se llamará el papo de la reina”.
“Ese que tiene un sabor a pimienta y es pulposo como el tafanario de Nilda, se llamará de pimienta”. 
 “Aquel que tiene formas rugosas como las piernas de la anciana Dorotea, se llamará de morisqueta”.
“Y ese que es liso, plano, simple  y largo como el pectoral velludo de Anaesterlina, se llamara de chancleta”.
 “Ah, y éste, pequeñito que tiene la forma y sabor como pezón de señorita mentirosa, se llamará de chupa”.
“Estos, grandes y cipotuos  como los testículos de un onagro, se llamarán de huevo e’burro”.
 “Este que está aguado y simple como los glúteos de la ardiente e inagotable Marta Emilia, se llamará de masa”.
“Y este rojito y tierno que se ve tan suculento y provocativo como el encanto de la reina Susana, se llamará de manzana”.
“Ese que tiene un aroma embriagador como el almizcle  que despide la rosa de la negra Timotea, se llamará de flores”.
“Y ese que se ve solo y un poco aristocrático como algunos nobles arruinados de la ciudad, se llamará de clase”
“Y este pequeño, dulce y jugoso como los pezones de huevos de codorniz de la poeta Eva de los  Espíritus, se llamará de azúcar.
“Bueno y este que aparentemente solo lo comen los cerdos por la cantidad de hilazas que desprende, lo llamaremos de puerco”.
Y así sucesivamente, la rica  e inefable creatividad e ingenio  de la gente le fue colocando un nombre a cada una de las frutas para que se grabaran  para siempre en la memoria y nunca jamás olvidaran ese exquisito manjar comparado con la ambrosía de los dioses del Olimpo.
En mis tiempos de niñez, cuando apenas tenía unos diez años me iba a la huerta de mi abuelo Asterio para sentir en el rostro  el golpe de la fragancia agreste de la flora, escuchar el canto de los pájaros y los gruñidos de los animales salvajes, y sobre todo a recoger los mangos que habían caído la noche anterior. Eddie y Franco, que llevaban los sendos sacos se subían a las ramas más altas para estremecerlas de las que se desprendían una verdadera lluvia de frutas de todas las especies, en contra de la protesta de los loros, los pericos y las loras que se abalanzaban furibundamente a picotearlos. En las tardes cuando salía de la Escuela, en la que enseñaba mi papa, debido a mi agorafobia atávica jamás subía a ninguna clase de árbol, pero si lo hacían mis compañeras que eran unas expertas subiendo y dominando toda clase de palos.
 Íbamos a muchas huertas y fincas, algunas veces nos espantaban los perros cuidanderos y otras veces las alimañas del bosque, pero jamás vimos un solo paraco. Donde más demorábamos era en La Envidia, la finca de don David Naizzir, un libanés inteligente que jamás aprendió a pronunciar una sola palabra de nuestro idioma nativo, pero que tenia la virtud de cultivar los mejores mangos del contorno, que atraían por su aroma no solo a las aves errabundas que pasaban con una algarabía de tiempo en tiempo, sino a los propios habitantes del pueblo que nunca se cansaban de hablar de sus prodigas cosechas. Recuerdo que mis amigas de infancia entre ellas Dalgy Maria, Lotti de los Espíritus, Manuelita de Dios y Amira Iluminada, se subían más rápidas que una mica y estremecían las ramas de los árboles. Yo recogía los mangos y los metía en la mochila de los libros que Dona me hacia con los retazos de tela; pero lo mejor era que a veces entre mis ingenuos pensamientos cuando miraba hacía arriba,  por la boca de los calzonarios de mis amigas se les asomaban ensortijados  y rebeldemente los primeros vellos de la felicidad.
Es el diablo que me está creciendo”, me dijo cierta mañana de abril Amira Iluminada, mostrándome el emblema triangular de sus conquistas, escondido entre un par de piernas firmes como los de una danta carrera.
Otras veces para salir de la rutina íbamos todos a comer mangos. Mi papá, mi mamá y mis hermanos menores. Llevábamos mochilas, aguaderas y sacos para traer la cosecha, pues esta siempre se presentó como una bendición de Dios y sobre todo porque en mi pueblo el cultivo del mango se reservó a la férrea dirección de las féminas. Fue una vieja costumbre, según contaban los abuelos, que venía desde el mismo día que amaneció la orilla del río embellecida y atiborrada de tantos y tantos mangos que la gente inicialmente se asustó pensando que alguno de los Mohanes  del río, por un extraño sortilegio había convertido a los peces en aquella deliciosa y extraña fruta.
Años después, cuando el río era surcado por espíritus de los buques de vapor y aún sobrevolaban las almas de los inolvidables hidroaviones, se pudo comprobar que aquellos mangos venían desde las Indias Orientales como un presente a los sabios del nuevo continente que hacían sus investigaciones a la exótica y subyugante flora y fauna de las Indias Occidentales del Mar Océano.
Como mi pueblo queda a orillas de Yuma, el río del país amigo, en tierras que antiguamente habitó el valiente Cacique Talaihua, tribu descendiente  de la gran nación Malibú Zondagua, muy cerca de legendaria nación de los Pocabuyes, siempre fue una estación obligada, inicialmente de los champanes, después de los buques de ruedas que se abastecían de leña y carbón,  y de los enigmáticos hidroaviones que con el estruendo de sus ruidosos motores cuando llegaban a proveerse de combustible, espantaban a las sedientas babillas o a las golosas zorras  que atisbaban a algún desprevenido gallo o gavilán para comérselo con ansias.
Fue una muy buena costumbre que perduró por muchísimo años que frente a las casas ubicadas a orillas de los ríos, en las Albarradas de aquellos pueblos olvidados por Dios y por el Gobierno, siempre hubiese  una pila de carbón de leña para venderla a los capitanes de aquellos monstruos del río. Con la modernización de las vías, paulatinamente los habitantes de Talaigua, desde finales del siglo XIX, fueron cambiando los productos que comerciaban. De los bultos de carbón y de las pilas de hojas de tabaco y adorotes de cazabitos, se pasó a las bangañas y aguaderas de mangos,  y a las damajuanas y botellas de wiski  llenas de ron ñeque  que los fabricantes y vendedores exhibían públicamente ante la connivencia de los guardias de rentas.
Mi abuelo Asterio, a quien no tuve la dicha de conocer, siempre hizo alarde  que descendía de un bucanero millonario de la isla  de la Tortuga, según  le contó a mi hermano Amaranto muchos años antes de irse para Manaos,  esa vez le dijo que desde la llegada de la fruta, las mujeres del pueblo sembraban  las pepas de mango y los cuidaban tan bien que para esos tiempos, cuando se realizaban las ferias5 también se realizaba el concurso de exposición para ver cual joven, zagala o doncella  sembraba, cuidaba y mostraba el mejor mango de la cosecha,  del pueblo y de la región.
Generalmente en los  concursos el jurado lo componían personas versadas en el cultivo de mangos, aunque la mayoría de las veces se nombraba a algún capitán de buque de vapor o piloto de hidroavión que,  llegaba no con la intención de servir de jurado, sino de llevarse y saborearse la exquisita fruta de la ganadora. Era norma que en las ferias cada dama o señorita exhibiera un solo mango. El ujier  o heraldo, vestido solemnemente de librea y montado en la tarima decía a quienes exponían un mango de su cosecha. Leía sus ancestros, la fecha en que fue sembrada, el cuidado que le prodigaban y el nombre de la dama o doncella a quien pertenecía.
Señores, gritaba a todo pulmón el anunciador: he aquí el mango de Damiana”; “ahora ante ustedes, señores miembros del jurado, la suculenta fruta de Eulalia”; “y he aquí, para que la miren bien y no se pierdan un solo detalle la fragante pepa de Anastasia”; “y ahora, respetable público, desfila la morisqueta  de Agripina”; y aquí viene el que no tiene rival, el despampanante papo de Dorotea”.
Y así sucesivamente hasta que desfilaban las veintiuna participantes, ni una más y tampoco ni una menos, todas mostrando en su plenitud y completamente adornado en bandeja de plata y cubierto con la transparencia de la vergüenza, el mango, la pepa o fruta de sus encantos con la esperanza de recibir el premio del exigente jurado. La gente, unos  abajo, otros encaramados sobre los techos, árboles y cercas vecinas, bajo los efectos del ñoña e’ mono gritaban: “Damiana Mercedes  tiene el mango muy arrugado”. “La fruta de Agripina Caridad  es muy ordinaria”, “la fruta de Eulalia Dolores  es la ganadora por que es tierna y delicada”, “el mango de Anastasia Isabel  está muy manoseado”, “la pepa de  Tula Margarita está muy trajinada”, “ la semilla de Dora Isabel  ya le dieron un mordisco”.
Pero a pesar de los comentarios y conjeturas que hacía el público alebrestado por la emoción tratando de presionar el veredicto, el jurado solemnemente, mediante un acta firmada por ellos y con el aval del inspector, otorgaba  el premio “Pepa de Oro” al mango ganador.
Después del concurso, en pleno apogeo de la feria se celebraba  una gran barbacoa con la participación de las jóvenes y damas concursantes que mostraban orgullosas sus vestidos y miriñaques en seda de organza y lucían en sus frondas cabelleras crespinas amarillas para diferenciarlas de las cofias  de quienes no participaban. Lo mismo sucedía con los coturnos. Solo las concursantes podían usar de color rojo. Por norma todas las participantes daban de comer el mango que habían exhibido, aunque el mango ganador siempre se lo llevaba alguno de los capitanes de buques de vapor o el piloto de algún hidroavión, a quienes siempre se les nombraba presidentes del jurado.
“El mango mío se lo saboreó una noche estrellada sobre  la arena tibia de la playa un pescador de chinchorros”, me dijo doña Jacinta, una anciana de noventa y ocho años, evocando aquellos momentos gloriosos.
La fama de la feria de los mangos de las jóvenes y damas se hizo famosa en mi pueblo a principios del siglo XX y casi fue instituida en muchos pueblos ubicados en las márgenes del Río Grande de la Magdalena. La única condición que se exigía para la participación de las jóvenes y zagalas era que el mango debía estar tal como había llegado al mundo, sin un solo rasguño y ninguna clase de  marca o manoseo.
“Mi mango está intacto y tiernecito como me lo puso mi  Diosito”-, decían las jovencitas tímidamente cuando se inscribían.
Para los meses de marzo y abril, días después de la Semana Santa que  aún con mucha pompa y suntuosidad se realiza en Mompox y que para aquellos tiempos atraía a peregrinos y caminantes de todos los rincones de la tierra, que llegaban de a pie o a lomo de mulas, mi pueblo se llenaba de visitantes extraños. De personal masculino, porque muchos de ellos querían conocer de cerca cual era la joven del mango  más atractivo y suculento, y las jóvenes porque muchas venían a participar en el concurso y mostrar ante el público el mango de su cosecha. Era menester que el mango que se exhibiera no debía tener un solo tachón, de allí la preocupación  y el celo  de las madres para que sus hijas guardaran muy bien  la semilla de sus triunfos futuros.
Don Julio Castillo, un eminente maestro de gramática tradicional que tuvo la osadía y el valor de incinerar muchas novelas de escritores colombianos por considerarlas materia desechable de  sexta categoría,  entre ellas “María”,  “Ingermina” “De sobremesa”, “La Hojarasca” y “Cien años de soledad”, -¡Pura basura, decía!-, sordo de naturaleza, músico  y ciego en su senescencia,  que tuvo un trío de dos  que lo hizo famoso a lo largo de los pueblos del río y en los cabaret de los buques de ruedas, y se  caracterizó porque solo interpretaba  polkas y mazurca, pocos días antes de morir en paz con Dios a la edad de ciento siete años y muchas lluvias, me dijo saboreándose como un perro viejo que de todos los mangos que  llegó a  conocer y a saborear, el más delicioso fue el de Virginia Malaparte, una mestiza de piel canela cocida a fuego lento, de piernas largas, corazón ardiente y una lengua feroz. Cultivó una fruta tan grande que el  día de la premiación, muchos jurados quisieron caerle encima para comérselo. Ganó cinco concursos seguidos en diferentes poblaciones, y cansada de tanto mostrar el mango, soltó la perra para que el que quisiera se lo manoseara o comiera,  hasta que un capitán de buque de vapor, que tenía por mascota un caimán de aguja que orinaba como los perros, se la llevó para siempre a las inhóspitas regiones del Arauca vibrador y nunca más se supo de ella. “Era un mango tan grande y pulposo que uno se lo comía con ganas más de una vez”, me dijo el bandido de don Julio en los últimos estertores de su vida.
Capítulo II
En algunas poblaciones de la Isla de Mompox6, donde aún se siente el hálito y la respiración de los espíritus de los invasores y a veces se escuchan rumores de apariciones de piratas y de bucaneros, de corsarios y de filibusteros que buscan sus tesoros escondidos, cada familia en la huerta tenía su propio cultivo de árboles de mango. Otras orientaban su actividad al cultivo de frutos diferentes, según las condiciones ambientales y del terreno.
En Punta de Cartagena, un pueblo de pescadores, ubicado privilegiadamente  por la naturaleza a orillas del Caño de Cicuco, y en cuyas charcas,  casimbas y jagüeyes no brotaba agua filtrada, sino petróleo cocido. Allí las mujeres cultivaban anones. Anualmente en sus fiestas patronales realizaban el concurso del “anón” más grande y suculento en la plaza donde se encuentra la estatua ecuestre de San Martín de Loba. En todo el desfile  sobre la tarima de las zagalas participantes, el público enfebrecido y entusiasta gritaba entre el paroxismo “el anón de Dominga Salustiana está muy aguado”; “Thery Concepción  tiene el anón más prominente”, “ el anón  de Dulcinita Regina es pancho”.
En el pueblo de El Limón8,  famoso por ser la tierra del cucho y del coroncoro, se realizaba el concurso de la  hermosa papaya. Anualmente se organizaba un comité que construía una especie de palafito de madera y bejuco en las aguas del Caño de Cicuco, frente a la plaza de la iglesia de la población, donde gran parte de la gente se arremolinaba. Muchas veces aquel  palafito moderno en que el había sofisticados picots y grandes bocinas que prestaba la empresa Colpet9, se vinieron abajo con todo, jurados y participantes, debido a la arremetida feroz de los ruñecopas y los caimanes que la reventaron a dentelladas, que según dieron los ecologistas, no soportaban el ruido estridente de los parlantes y equipos de sonidos.
Cuando se iniciaba  el desfile, las jóvenes, mostrando de manera natural y abierta la fragante papaya, algunas con fruticas y vellosidades  negras y otras completamente peladas, los asistentes por las rachas de fragancias de las papayas que golpeaban sus rostros, gritaban a todo pulmón:  “la papaya de Margarita es la más pulposa”, “Dora tiene una papaya muy larga y pálida”, “la papaya de Luzmila trae un mordisco”. Cuando terminaba el desfile,  el jurado siguiéndose por su instinto y por unanimidad daba a la ganadora el título de “Señorita Papaya Sabrosa”.
En Santa Ana de Buenavista, una exótica población de calles polvorientas y casas fantasmales, antiguamente asiento de los valientes  y heroicos Chimilas, en las fiestas de patrona, para el mes de julio realizaban ferias ganaderas y también el concurso de la “Cultivadora de la Toronja Jugosa. Las niñas, en edades entre los dieciséis y veinte años, desfilaban vestidas a la usanza de las indias de sus ancestros, frente al ansioso y sitibundo jurado que miraba y reparaba cada una de las tapitas de las  toronjas, para  ver qué o cual detalle encontraba.
Pero a diferencia de otros pueblos, el jurado lo integraban  pilotos de los hidroaviones fokker que cada mañana acuatizaban cerca de la isla de El Encanto y despertaban a los dormilones caimanes que llenos de rabia  y de furia arremetían contra los patines del aparato y se agarraban con sus fuertes dientes tratando desesperadamente  detener el decolaje de la nave ante el asombro y la admiración de los pasajeros, que asustados y alegres, hacían apuestas entre ellos.
El concurso “cultivadora de la toronja más jugosa”, se realizaba en la plaza vieja  bajo  el follaje de las ceibas centenarias y los frescos campanos  donde se armaba  la tarima  con troncos de ubito. La plaza se iluminaba con cientos de lámparas y candiles, muchos de ellos alimentaban su fuego con aceité quemado de pescao.
El espectáculo se iniciaba con el desfile de las dieciocho jovencitas, cuyas edades oscilaban entre los quince y los diecinueve años, vestidas con una túnica transparente y con el pecho levantado como un pavo alborotado, presentaban sus toronjas al jurado y al  exigente público. Solo se oía la gritería de los simpatizantes o barras de una u otra candidata. “Las toronjas de Gladis Auxiliadora  están biches”, “Dilia tiene unas toronjas muy flácidas”, “las toronjas de Clara Alba son muy pequeñas”, “las toronjas de Fanny Lucina se ven aguadas”, “las toronjas de Luz Marina se ven suculentas”. En la noche, bajo el son de la gaita, las maracas y el chandé, el jurado entregaba el premio “toronja más jugosa”  a la joven ganadora.
Capítulo III
Desde aquellos tiempos inolvidables hasta nuestros días las costumbres y las tradiciones han cambiado. El ambiente, la gente, las  costumbres, las tradiciones y muchos otros factores  ajenos a las regiones contribuyeron a que muchas zonas pobladas de árboles de mango se convirtieran en extensos cementerios y naturalmente surgieran nuevas especies, y para desgracia de nuestras generaciones, presente y futuras, lo que se ve y palpa son los fósiles y las añoranzas milenarias y antiquísimas de árboles frondosos y nativos como ceibas y pitamoreal,  shamanes y orejemulos, caracolíes y sancuaraños, hobos y campanos,  cedros y chagualos.
En la Albarrada10 de Talaigua, la tierra donde yo nací, había tantos y tantos árboles de mango que en tiempos de cosechas la gente despertaba sobresaltada  por el estruendo que producían  los mangos al caer. El plot plot fragoroso  era hostigante y perturbador, ya que la mayoría de las veces desvelaba el sueño de los nativos, pero el premio venía al amanecer. Mientras las mujeres iban con sus mucuras en la cabeza a bañarse denudas al río y traer el agua del día, los varones adultos y mayores al mando del Inspector de Policía organizaban brigadas de voluntarios para despejar el camino, pues era tanta la cantidad de mangos que caía que hacía imposible el tránsito de las personas.
A lo largo de muchos años, muy cerca de la fragua del Tío Richard, el Vulcano del Río11, en el desaparecido malecón,  atracaron canoas y balsas de terracoteros y alfareros,  de artesanos y orfebres, vendiendo imágenes milagrosas,  tinajas encantadas, porrones prodigiosos, aguamaniles de la suerte, ollas de esperanzas, esteras para hacer el amor en el suelo, hamacas invisibles, filigranas y ajorcas de oro de 25 quilates. También en otra época llegaron los buques de ruedas para dejar pasajeros y aviarse de mangos y naturalmente las lanchas, entre ellas La Vencedora12, con la Turca Farides, su capitana y la tripulación, compuesta veintidós mozalbetas, alegres, lozanas, jóvenes y ardientes,  dispuestas a todo, inclusive a morir de amor.
La llegada de los buques de vapor era todo un espectáculo. Iban dejando  a lo largo del lecho del río una espesa columna de humo en señal de sus infortunios y con sus bufidos asmáticos y roncos de gato viejo se ganaban la admiración y simpatía de los moradores de los pueblos, que consideraban un milagro que aquellas destartaladas naves,  pudieran moverse y remontar las corrientes del río. Llamaba también la atención sus elegantes pasajeros, vestidos de cachaco, a la usanza citadina, desafiando el peso de la canícula. Sus camarotes y restaurantes, y naturalmente sus  casinos con ruletas y cartas marcadas, sus lujosas habitaciones  que la mayoría de las veces eran los celestinos del buque, sus ostentosos cabaret en cuyas tarimas grupos de chicas semidesnudas, al compás de la orquesta y los pianos de cuatro colas, danzaban el can can, las polcas y las mazurcas. La sofisticada iluminación que en las noches  los hacían aparecer como  un sueño emergido de los confines del cielo, no impedían que el buque arribara al lado de una humilde canoa de pescadores, para que sus pasajeros se comieran en las fondas de la  orilla una suculenta posta de frito con yuca y limón y después para quedar bien repletos se comieran también una pila de mangos, con cuatro de masa, dos de morisqueta, cinco de azúcar, uno del papo de la reina, dos de chupa, cinco de huevo e’ burro y ocho de puercos, hasta hartarse de verdad verdad y decir ya no más capitán.
Después, los pasajeros decían adioses simples y protocolarios a quienes les habían saboreado el mango,  que era contestado desde  la orilla por las mujeres que soltaban una lágrima por sus amantes ocasionales y por los hombres que veían como se perdían sus amores ilusorios, mientras el buque a medida que se alejaba,  espantando garzas y goleros con el ruido de sus motores cansados,  las ruedas levantaban enormes olas  que se estrellaban contra las casas y viviendas arrastrando peces y animales acuáticos de todas las especies que brincaban asustados  en los últimos estertores de su vida en la medida en que eran recogidos  en tropel por la gente que se lanzaba sobre ellos.
Los árboles producían tanto mango, que había pilas bien organizadas como una pirámide que sobrepasaban los techos de las casas. Había  palos de mango que  llegaban a los sesenta y  ochenta metros, como los de la heredad de don Edulfo Mancera, un anciano venerable de cabeza nevada que tenía la virtud de saberse de memoria las obras se Shakespeare, las que vociferaba y dramatizaba cuando estaba a medio palo o en tres quince y pescaba  manatíes y cazaba caimanes, no con los sistemas tradicionales, sino con anzuelos y poniéndoles de carnada trozos de mangos de morisqueta o colas de sardinas tiernas.
Hoy en día la situación es bien diferente. De aquellos árboles grandísimos, donde habitaban familias enteras de monos cotudos y  loros bullangueros, que semejaban en la lejanía monstruos fantasmales  por la fronda tupida de su follaje verde oscuro, que embellecían kilómetros y kilómetros y kilómetros en las Albarradas de poblados y en las riberas del majestuoso Yuma, que fueron orgullo y envidias de las  regiones y bajo cuya sombra, sobre sus raíces muchas jóvenes sucumbieron  al hechizo y magia de sus amantes, que esparcían a lo largo de los valles el aroma fresco de sus flores, de ellos solo quedan los recuerdos y espantos, las leyendas y misterios, y algunos raquíticos palos de mango que cuyas cosechas apenas alcanzan para alimentar a los voraces periquitos australianos que de época en época llegan en sus viajes migratorios.
Capítulo IV
Dona, mi mamá, que desde muy niña fue educada en el bello arte de cultivar mangos, tenía muchos árboles sembrados en el patio y en la Albarrada frente a la casa, la misma casa con las reformas propias de los tiempos donde aún quedan los álbumes repletos de  fotos y retratos y  viven nuestros recuerdos e ilusiones de niño y que por esas terquedades de los abuelos, siempre tuvo la cola de la cocina  hacia la calle principal. Recuerdo que era una casa de techo alto de palma dulce y paredes de barro, con ventanas de madera y barrotes de varillas de hiero, siempre pintada de blanco y azul, -mi abuela era liberal y mi abuelo era conservador- de un pretil de casi dos metros de alto hecho con pencas y estacas de roble o de totumo. En la sala en el día siempre estaba Dona cosiendo en la máquina los vestidos y pantalones de la fiesta del sábado, hablando con Evangelina, la culona que le contaba los pormenores de cuanto acontecía en el pueblo.
En el día entrábamos por la puerta de la Albarrada, que era la principal. En las noches por un callejoncito de un metro de ancho y casi veinte de largo, que pasábamos corriendo, tropezando tinajas y asientos, porque según nos decían los mayores allí penaba la difunta Cashisha Pea y  salía una mano pelúa. Y debía ser así,  porque los perros no cesaban de ladrar.
La cosecha de los árboles era tan pródiga que en las mañanas, antes de que salieran las tortugas tontas a desovar sus pilas de huevos,  Dona contrataba a Pipe o a Badía, el turco, para que recogieran los mangos, mientras mi papá acostado en el chinchorro leía el periódico y escuchaba las noticias que venían de Bogotá por “Radio Santafé”.
Dona, como todas las jóvenes de su pueblo, participó en varias  ferias, no solo en Talaigua, sino en varios pueblos de la región y del Caribe. Solo ganó un festival, con tan mala suerte para el jurado que su mango no lo saboreó un capitán de buque, sino un maestro de escuela,  de apenas veinticinco años, descendiente de una familia de libaneses de Mompox, que llegó una mañana vestido de blanco y una corbata negra. Usaba un sombrero de fieltro blanco  y zapatos de cordobán, negros con vivos blancos. Desde aquel siete de agosto de 193... en que se bajó del champán en el puerto de la plaza y sus miradas se encontraron, ella sintió que el hechizo mágico de Eros le rompió en mil pedazos el corazón.
-“Te juro – le dijo Dona a su amiga Evangelina una tarde que hablaban de sus sueños juveniles-, que esa mañana cuando vi a Tomás,  sentí como si una ráfaga de agujas punzante y agradables, se me metieran en lo más profundo del alma. Y me dije, ese es el mío”.
 No obstante, mi papá que fue un hombre muy apuesto y cariñoso, siguió con la sana costumbre de comerse uno que otro mango en tiempos de feria.
Volviendo al caso de los mangos, estos han sido verdaderos manjares de los dioses. Aunque la Biblia no lo cuenta, investigadores del Génesis, han dicho que el famoso árbol del bien y del mal que estaba en el Edén, tenía alrededor árboles de mango y esa fue la primera comida de Adán y de Eva, antes que desobedecieran a Dios y entre ellos se comieran la manzana que produciría tantos y tantos males a la humanidad.
Entre los habitantes de los pueblos del río, las leyendas son infinitas en torno a los árboles de mango.  En Chimichagua, la tierra de Guillermo Cubillos, el follaje frondoso de los árboles servía para que allí las brujas que llegaban de todo el mundo organizaran sus aquelarres. En Tenerife, la tierra del poeta Lucho Roncallo, cuentan  los ancianos que, en los atardeceres sobre las raíces de los añejos mangos de chancletas, se sentaba el Mohán a mirar a las núbiles zagalas que se bañaban desnudas en la orilla del río. Entre los habitantes de Córdoba, un pueblo refundido en el caño de Constanza, donde en otros tiempos habitó el cacique  Tetón, existe la creencias de que a los árboles de mangos que alcanzan a tener una altura de casi cincuenta metros los sostienen las Guabinas, el espíritu de las aguas, y que cuando este endriago emigra, el árbol se viene estrepitosamente al suelo. Otros solo sirven para que en su tupido ramaje convivan  familias de lechuzas y cotorras.
Pero en medio de todo ese mundo de leyendas y de mitología que se ha tejido en torno al delicioso manjar, hay que decir que su cultivo es el más sencillo. Basta con tirar una pepa de mango bien chupada, para que esta germine de manera silvestre y a lo largo de tres años de sus primeros frutos.  Cabe anotar que a medida en que proliferaron los árboles de mango, los animales salvajes y bravíos se acostumbraron como sus habitantes a vivir de la cosecha del mango en ciertas épocas del año. Se ha podido comprobar que los loros y las urracas que mejor aprenden a hablar el castellano y el inglés son los que se alimentan de manga de mango de morisqueta; las iguanas que más huevos desovan  en los meses de febrero, marzo y abril son las que se alimentan de mango de puerco y las cerdas que más lechones paren son las que se alimentan de mango de papo e’la reina. Las boas que son  las culebras más mansas, bobas y tontas del universo, tenían la sana costumbre de apertrecharse sobre la tiranta de la casa con medio ciento de mango de huevo e’burro en su estómago para esperar la hibernación. En el salso, con el paso de los días y de los meses los regurgitan para realimentarse. Otros ofidios menos astutos adquirieron el hábito de robarse los mangos que ponían a madurar tapados con hojas secas de matas de plátanos en las trojas que a veces también servían para los cultivos de cebollinas  y  tomates. Debajo de la hamaca  en donde roncaba a pierna suelta mi papá, los caimanes dosmesinos que en las madrugadas cansados de cazar zorras y sardinas  se metían  con mucho sigilo por el hueco de la ventana de la casa que daba a la orilla del río,  y después se  dormían plácidamente  con la jeta bien abierta mientras los pájaros y las gallinas les picoteaban los dientes.
En las tardes cuando Dona contaba los gallos y las gallinas que se cabeceaban sobre las ramas de los medicinales clemonares, los caimanes se subían a las trojas, las curucuteaban tanto que después salían con la bocona llena de mangos de chupa, corrían por el patio formando una algarabía seguidos por la jauría hambrienta formando una algazara de ladridos y coletazos de los mansos saurios. Para esos días, el enemigo número uno de los mangos, además de las mariposas, era el mono cotudo, pues desde el abuelo hasta el último de la generación arrasaban con la deliciosa fruta, después bajaban de los árboles y se metían en las cocinas de las casas para robarse una que otra porción de comida. Muchas personas también sufrieron las consecuencias de la gula. Ofilia, la mujer de Tolima, se desayunaba con diez mangos de chupa y tres de morisqueta. Ñañe, el amigo de Mojarraloca, almorzaba con medio ciento de mango de huevo e’burro los que chupaba hasta sacarles completamente el jugo. Pero el caso más sorprendente, que aún mucha gente recuerda, es el  de Quasimodo Rico, un notable bailador de farotas13, padre de treinta y tres hijos, rezandero de partidos de fútbol, sacristán perpetuo de la Iglesia y orador de políticos de bajo nivel, tuvo la desgracia de tragarse  una insignificante pepa de mango de azúcar, cuya osadía se la cobró Átropos a los pocos meses al cortarle de un tajo el hilo de la vida, cuando ya su cuerpo había germinado la fruta y tenía tantas y tantas raíces que le salían por los ojos, la boca, las fosas nasales, los oídos y amenazaban con salirle  por los poros.
-“Lo mató la jugosa y excitante pepa de Shiicaleo”- dijo la señora Fulvia   Matute.
Lo mismo le sucedió a la señora Epifanía Dosamantes, extraordinaria cantadora de chandé  que tenía la virtud de ser acompañada por un coro de pájaros errantes, años después de su muerte, al exhumar  sus restos la gente se sorprendió  porque el  cadáver  venía sentado en el cajón y en su vientre crecía una especie de bonsái de mango de morisqueta y cuyas raíces se habían extendido tanto que llegaban a otras tumbas y lápidas del campo santo. Pero de todos esos hechos, lo mejor le sucedió a don Epaminondas Montealegre, que fue un diestro y consumado jardinero, a quien después de muerto los dioses lo premiaron con un frondoso palo de mango  que creció sobre su tumba y a cuyas ramas todas las noches llegaban cientos de sinsontes que no cesaban de silbar y de trinar canciones y melodías de famosos compositores.
En Valledupar como en mi pueblo, donde me comí con todas las ganas solo una fruta de mango de clase, por mandato de algún loco amante de la naturaleza, en los frentes y en los solares de las casas hay por lo menos dos árboles de mango. Es de la única manera que la gente de este país y del mundo puede honrar la memoria del poeta Rabindranat Tagore14, quien según cuentan sus biógrafos escribía sus poemas de bajo de la fronda de los árboles de mango. Tagore, según su propia poesía, que es un canto sublime a la naturaleza y al universo, a las tradiciones ancestrales de la Indias, es realmente el poeta del mango.
En este Caribe mágico, como en las ignotas y enigmáticas regiones de los brahmanes nace, crece y se produce el más delicioso y agradable mango del mundo. De allí que es muy común ver en las estaciones de buses y muelles de barcos y de  lanchas de todo el territorio americano, cómo los vendedores llegan en tropel para que los adormilados pasajeros les compren su bolsa de mangos “filipinos” cultivados en alguna región de Colombia, posiblemente en Ciénaga, Valledupar, Magangué o Malagana, donde el jugo de mango se lleva en la sangre o en la mochila y los espíritus de las muertos en tiempos de ánima sola salen acompañadas a visitar sus cultivos.
En esta tierra pródiga y fértil donde las mujeres esconden la papaya o el mango delicioso y muestran orgullosas sus toronjas y anones y los viejos verdes y rojos, rojos y verdes hacen lo imposible por saborearse o tocar la pepita de un mango cultivado  por una señorita, aún germinan nuevas especies de mangos. En este lugar con en las Indias, la belleza de la vida y la vida misma de los hombres no es más que un buen mango cultivado como aquellos que a principios de los siglos mostraban las mujeres más hermosas de mi pueblo, para satisfacción de los hombres y orgullo de la naturaleza.
He aquí la magia del mango, el manjar de los dioses que una madrugada de truenos y relámpagos nos llegó como una bendición de la naturaleza y que fue cultivado por las mujeres de mi pueblo y del mundo  como una prueba testimonial para sometimiento de los hombres.
San Sebastián de Calamarí, Mayo de 1992.



1 Conferencia leída en el Festival del Mango del corregimiento de Malagana,  Municipio de Mahates, Bolívar, en el mes de mayo de 1992.
2 Yuma, nombre indígena  del Río Grande de la Magdalena. Significa en lengua Karibe “río del país amigo”. Los Chimilas lo llamaban Karipuaño, que significa “río grande”  y las tribus Carares lo llamaron Arli,  “río de los peces” y los Paeces lo llamaron Guaca-hayo, que significa “río de las tumbas”, “río que esconde tesoros”.
3 Itzalcoa, termino original, usado por el autor  por primera vez en una crónica de El Tiempo. Viene del Náhuatl  “itzc” que significa “fuerza”, y “oa”, prefijo Karibe- chimila que significa “agua”.  Designa “remolino o espíritu  de  las aguas encantadas”.
4 Mohán, según la leyenda de los indígenas, espíritu de las aguas, representado según algunas tradiciones como un hombre de baja estatura, lleno de pelos, que habita en las profundidades de los ríos.
5 Las ferias fueron famosas en tiempos de la Colonia. En Cartagena se celebraba la Feria de los Galeones el dos de febrero, con la llegada de naos cargadas de oro que venían de Portobelo y Veracruz y que luego saldrían para España. En Mompox y en Magangué, las ferias se celebraban  desde el 2 de febrero y emparentaban siempre  con los carnavales.
6 Santa Cruz de Mompox, nombre original de la ciudad.  Considerada una de las más auténticas joyas coloniales del país. Fue fundada presumiblemente el 3 de mayo de 1540 por el gobernador de la Provincia de Cartagena, don Juan de Santa Cruz. Es famosa porque fue el primer pueblo que en el Virreinato de la Nueva Granada, el día 6 de agosto de 1810, declaró su independencia absoluta de España.  Además, por sus siete iglesias, su orfebrería que data desde los tiempos del virreinato,  su aporte a la Campaña Libertadora y  su Semana Santa a la que concurren anualmente peregrinos de todo el mundo.  De ella dijo Bolívar: “Si Caracas me dio la vida, Mompox me dio la gloria”. 
8 Punta de Cartagena y El Limón, en la actualidad conforman un  solo pueblo llamado La Unión, que es la cabecera del Municipio de  Cicuco, en el Departamento de Bolívar.
9 La empresa Colpet inició sus trabajos de exploración y explotación del crudo desde el año de 1955 y se mantuvo hasta el año 1975 en que los territorios fueron revertidos a la Nación. En ese lapso de casi 20 años, el Municipio de Mompox, recibió regalías en dólares, que jamás se invirtieron en el desarrollo de aquellos pueblos.
10 Albarrada, término hispanoárabe que significa “pared de piedra seca” // “muro cerca de la puerta”. En nuestro Castellano Caribe designa la calle que está entre la primera hilera de casas de un pueblo y la orilla del río. En tiempos de los buques de vapor adquirió bastante notoriedad.
11 El autor alude al personaje real  de su Crónica del libro “Mi tiempo en  EL TIEMPO Caribe, Libro 1”. Nota del editor.
12 La Vencedora, lancha que hizo el recorrido periódico entre Mompox y Magangué y viceversa. Terminó sus días en los barrancos de Magangué convertido su casco en hábitat de babillas y ratas prostitutas.
13 Farotas, término árabe que significa  “mujer chismosa”, “mujer que le gusta andar de un lugar a otro, llevando cuentos”.  En Talaigua  y en muchos pueblos  del Río Grande de la Magdalena, danza tradicional de origen árabe. Según se ha podido comprobar  sus orígenes se encuentran en antiguas danzas guerrera de gitanos provenientes de Europa a mediados del siglo XVIII.
14 Rabindranat Tagore, poeta hindú, natural de Calcuta (1861-1941). Una de las figuras más notables de la poesía universal del siglo XX. Le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura en 1913.